Indiferencia y privilegios
La incapacidad de las agencias judiciales para tramitar conflictos barriales
Invertimos mucho tiempo en mirar a los protagonistas de las violencias, sobre todo cuando son pobres, pero cuando se trata de revisar las prácticas de los operadores judiciales que orbitan alrededor de esas violencias nos quedamos sin tiempo, sin ganas y sin plata. En esta serie de artículos para El Cohete a la Luna me propuse explorar la relación entre la violencia y la desorganización social. Una relación compleja, puesto que estamos hablando de dos fenómenos que hay que abordar al lado de otros problemas. Se me ocurre, ahora, sugerir otra hipótesis para continuar nuestra indagación: la relación entre la violencia y la desorganización esta mediada por la injusticia. Gran parte de la violencia social y la desorganización de la sociedad están vinculadas a la incapacidad de las agencias judiciales para agregar y tramitar los conflictos con los que se miden los vecinos en esos barrios.
En otras palabras, la pregunta por la violencia y la desorganización social es una cuestión que debemos responder mirando también al campo judicial: los prejuicios con los que trabajan los fiscales y jueces, la bibliografía que usan, los criterios de los que se valen, los sentidos comunes que interpelan y movilizan en sus decisiones, los tiempos que disponen, las inercias burocráticas, constituyen datos que no deberíamos perder de vista a la hora de comprender estas nuevas conflictividades sociales.
En este artículo, entonces, queremos poner el ojo en la gestión de Justicia, vamos a escuchar a algunos de sus operadores para que reflexionen sobre lo que hacen, no hacen o dejan de hacer ellos o sus colegas.
No está de más recordar que las agencias judiciales tampoco constituyen un bloque, los jueces no escriben la misma sentencia y no tienen la misma sensibilidad. De la misma manera, los fiscales y el resto de los defensores oficiales no tienen la misma prepotencia de trabajo, las mismas iniciativas, la misma imaginación. Pero el problema no son los actores en sí, sino el sistema. El estilo y compromiso puede ser diferente, algunos, incluso son garantistas. Eso no es lo que cuenta, lo importante es la tendencia a reproducir prácticas en el seno del campo judicial que luego impactan en la sociedad.
La Justicia está en otro planeta
Gabriel Vitale trabaja de juez de garantía en Lomas de Zamora. Nos cuenta que en las últimas décadas la ciudadanía, a través de sus movimientos sociales, partidos políticos, académicos e investigadores, periodistas, etc., fue conquistando distintos derechos. Uno de ellos, tal vez el más importante hoy día, es el derecho a la seguridad ciudadana. Muchas de esas conquistas chocan con el Poder Judicial, que es el núcleo más duro del Estado y, por su composición, el menos democrático de todos. Para Vitale, los magistrados en general no están a la altura de las circunstancias a la hora de efectivizar los derechos, y esa falta de protección se traduce luego en desconfianza. En este contexto institucional, Vitale entiende que “los hechos de mano propia crecen desmesuradamente por el hartazgo con las respuestas que las instituciones les están dando”.
Pero lo peor de todo, agrega Vitale, es que muchos de sus colegas, algunos nucleados en organizaciones de magistrados y colegios de abogados, no acusan recibo, no lo reconocen y actúan “como si estuvieran fuera de la realidad”. “Sacan resoluciones sin importarles lo que sucede en el mundo real”, “existe un desapego de la realidad”. Piensan que la seguridad es un problema de la policía y el Poder Ejecutivo de turno, que ellos solo están para aplicar las leyes. Encima los magistrados tampoco sienten que tengan que rendir cuentas a nadie. La inamovilidad en sus cargos es otro obstáculo a la hora de encarar estos y otros conflictos sociales. Para Vitale, el Poder Judicial debería trabajar conjuntamente en la elaboración de políticas públicas, “no conformarse con aplicar medidas cautelares o imponer penas” sino “comprometerse en la restitución de derechos tanto de la víctima como del imputado”.
Según Vitale, gran parte de la violencia por mano propia está vinculada a las dinámicas de las violencias sociales, pero también al particular posicionamiento que tiene la Justicia en la sociedad y con los otros poderes. Es una Justicia que no se involucra, que no siente que tenga que participar en la búsqueda de respuestas con los otros poderes. “A la Justicia le falta tener mayor capacidad de incidencia en los barrios donde trabajamos –plantea–. Cuando la gente pide prisión es porque la Justicia no está dando respuestas”. Es importante que los jueces vayan a los barrios “y mantener un contacto directo con los vecinos para tener esos aromas cerca y seguir pensando”. “Si nosotros, como operadores judiciales, no abrimos democráticamente las puertas de los tribunales, no salimos a los barrios y nos vinculamos con los referentes sociales, y no nos esforzarnos por conjugar esfuerzos entre lo que sería la política pública local y provincial, que es lo que está más cerca de la gente, en cada uno de estos territorios, vamos a seguir ocupando estos espacios de mala prensa y desconfianza social”. El problema hoy día “es quién toma las decisiones para poder cambiar la correlación de fuerzas al interior del Poder Judicial para que se abran sus puertas”.
Dando la espalda a la sociedad
Para el juez penal juvenil de la provincia de Catamarca, Rodrigo Morabito, los linchamientos, escraches y destrozos de viviendas tienen como telón de fondo la demora y el ritualismo judicial. Las decisiones no solo llegan tarde sino que son el resultado de un proceso que no se entiende, donde la gente siente que queda afuera. Ahora bien, “muchas veces, por más que los jueces y fiscales actúen rápidamente, la violencia se produce igualmente porque está instalado que la gente debe reaccionar de esa manera para ser escuchada”. Pero la respuesta a estos conflictos sociales, tanto del delito como las respuestas privadas al delito, no debe hacerse al margen de la sociedad.
Por otro lado, “lo peor que puede hacer la Justicia es expropiar los conflictos, impedir otras salidas alternativas como la mediación penal o la Justicia restaurativa”. Y agrega: “El conflicto es de las personas, no es nuestro”. “Debemos reparar tratando de dañar lo menos posible, porque sabemos que el ingreso al sistema penal implica un daño extra para las personas, una estigmatización que luego repercutirá en sus trayectorias laborales, etc.”. Y para eso, según Morabito, se necesitan tres cosas. Uno, tanto el Poder Judicial como el Ministerio Público Fiscal deben actuar con mayor rapidez a través de investigaciones desformalizadas. Dos, hay que abordar las causas de los conflictos con aquellas otras herramientas, evitando el proceso penal. Si se administra Justicia de espaldas a la sociedad, si se expropian los conflictos, entonces la Justicia seguirá trabajando sobre los efectos, seguirá siendo una Justicia que llega tarde, que solo está para castigar, para determinar el nivel de castigo que merecen las personas involucradas en los conflictos. Y tres, hay que trabajar con diagnósticos concretos para estar pendientes de los conflictos que existen en la sociedad, que generan mucho malestar e impotencia. Los jueces suelen trabajar mirando televisión pero sin diagnósticos, creyendo que les alcanza con sus criterios personales.
Nadie quiere embarrarse
Sandra Saidman es integrante de la Asociación Pensamiento Penal y está a cargo de un juzgado de Faltas en Barranqueras, provincia de Chaco. Su jurisdicción abarca lo que pasa por 12 comisarías urbanas y la policía rural, investigaciones complejas y otras tantas reparticiones policiales, algo –según señala– “imposible de atender debidamente”, sobre todo si se tiene en cuenta el contexto institucional: los juzgados y fiscalías están en el centro, alejados de los barrios y los 280 asentamientos que tiene la ciudad de Resistencia. Las únicas “mesas de entrada” para los conflictos vecinales y el resto de las violencias son las comisarías: “Todo se delega a la policía o a algún ayudante fiscal”. “No hay política criminal”, “se trabaja sin diagnósticos”, “no existen personas con capacitación”. Tampoco se cuenta con el presupuesto necesario y la plata que existe “se destina a calmar a la corporación de abogados”.
Además, no hay que perder de vista que “en las provincias, generalmente, los integrantes del Poder Judicial pertenecen a sectores sociales altos, con acceso estudios universitarios”, lo que lo convierte en un “organismo clasista y aporofóbico”. “Salvo excepciones, nadie se ensucia los zapatos en el barro, falta empatía y capacitación para entender los conflictos de los más pobres, para contener y canalizar los conflictos en los barrios”. En otras palabras: “Resulta imposible acceder a Justicia”.
Según Saidman, ya no alcanza con la Justicia tradicional: “Si no apuntalamos la conciliación y la mediación –que nunca se puso en funcionamiento en la provincia–, todo se vuelve carátula y los conflictos continúan creciendo”. “A veces, te juro, la gente sólo quiere que la atiendan, la escuchen”, destaca. Eso, por un lado, porque por el otro hay que trabajar articuladamente con otras agencias del Estado como desarrollo social, salud mental, adolescencia o adultos mayores.
Indecisiones políticas
Luis Sciappa Pietra es fiscal de Rosario, una de las ciudades con mayor cantidad de homicidios dolosos. “Las agencias judiciales, por lo general, no asumen como propios los conflictos sociales y, mucho menos, los conflictos de los barrios marginados”. Hay una preocupación por el caso, pero no por la trama conflictiva en la cual ese caso se inserta. Y esto es un problema que Sciappa vincula a la falta de planificación de la política criminal. Los ministerios públicos no suelen contar ni producir información de calidad y en cantidad sobre las tramas conflictivas relevantes. “El gran cúmulo de trabajo se circunscribe a administrar la flagrancia y casos con personas detenidas”, dado que “el sistema está preparado para tramitar casos simples” y trabaja con los elementos que le trae la policía.
Sciappa no está de acuerdo con que la violencia en los barrios esté vinculada, al menos de manera directa, con lo que sucede en el Poder Judicial. Aquellos conflictos “tienen otro trasfondo”. Aunque sí cree que la Justicia penal no colabora cuando no diagrama la forma de intervención en los conflictos, cuando insiste en abordarlos como otro caso emergente. Para Sciappa las conducciones de muchos ministerios públicos no se dieron cuenta todavía o no quieren darse cuenta que la selección de los casos constituye una decisión política. Los delitos no ocurren naturalmente, son una construcción, es decir, es el sistema de Justicia penal el que los transforma en casos para captarlos.
Julián Axat, ex defensor penal juvenil en la ciudad de La Plata, hoy titular del Programa ATAJO del Ministerio Público Fiscal de la Nación, creado durante la gestión de la procuradora general Alejandra Gils Carbó, sostiene que “el acceso a la Justicia en los territorios debe salirse del esquema penal y entrar a un paradigma de restitución de derechos. Hoy, lamentablemente en casi todo el país, las experiencias de los ministerios públicos y las cortes están basadas en la proximidad punitiva de las víctimas para hacer denuncias y en la flagrancia de los imputados. Mientras el paradigma hegemónico de acceso a la Justicia para los más pobres sea el acceso al sistema penal, la violencia se seguirá reciclando”. Como los vecinos están históricamente entrenados en ese sistema de ley, entonces “todos demandan cárcel” y si ese castigo no llega “aplican la ley del talión”.
Proyectos como ATAJO son una excepción, porque buscan despenalizar las relaciones en los barrios y establecer otros mecanismos de resoluciones de conflictos, removiendo la distancia y otros obstáculos con las demás agencias judiciales. “Pero para bajar la violencia no basta con llevar un sistema de Justicia integral a los barrios, también necesitas un modelo de urbanización y de política pública activa que supere lo meramente municipal”.
La desorganización judicial
Para Gabriel Bombini, juez de garantías en Mar del Plata, la organización misma de la Justicia impide que los conflictos puedan agregarse en tiempo y forma, y dificulta el acceso: “Como los casos se distribuyen por turno, hay poca lectura de lo que pasa en el entorno social, de los conflictos que subyacen, no existe un análisis de los contextos”, por eso “su intervención es meramente coyuntural y no puede alcanzar los aspectos estructurales”. La Justicia no solo llega tarde, cuando los conflictos escalaron hacia formas de violencia y se convirtieron en una carátula, sino que tampoco puede desactivarlos después. Estos conflictos “requieren diálogos más profundos” y “un abordaje multidisciplinar”, que excede a la lógica del proceso penal que continúa abordando los casos individualmente sin vocación para complejizarlos, tratando de leer un conflicto al lado de los otros: “Son todos casos que pasan de manera individual como si fueran conflictos aislados de lo que sucede en sus barrios, que se procesan con la misma lógica, estén en el barrio que estén, siempre apuntando a reunir prueba para la acreditación de un hecho”.
Y todo eso necesita otra ingeniería institucional, un despliegue de la Justicia en los distintos territorios que les permita conocer con más profundidad cuáles son conflictos, cómo se los puede canalizar, cuáles son los actores con los que hay que aliarse para llevar a cabo acciones más positivas.
Los operadores continúan en sus despachos “esperando que los casos les lleguen a ellos, en vez de ir a los barrios, estar en el territorio, para intervenir de manera más directa, integral y completa”. Hay esfuerzos individuales sobre las coyunturas de muchos jueces y fiscales, sobre situaciones que ya están en escalada, pero lo que se necesita es una política prediseñada, con recursos para pensar diagnósticos que le permitan tomarle el pulso a los conflictos y llegar antes. En otras palabras, “lo que está desorganizado es la Justicia”: la desorganización judicial le suma más dificultades estos ciudadanos y profundiza la desorganización social.
Violencias invisibles
Gran parte de la violencia social y la desorganización de la sociedad está mediadas por la incapacidad de las agencias judiciales para agregar los conflictos con los que se miden los vecinos cotidianamente en los territorios. Esa “incapacidad” puede estar hecha de pereza teórica pero también de privilegios, es decir de espíritu de clase y racismo solapados, que suelen disimular con la aplicación dura de la ley y muchos eufemismos provistos por la dogmática penal.
Una Justicia que llega tarde no es Justicia o por lo menos los vecinos no suelen vivirla de esa manera. Sobre todo, cuando no se entiende lo que dicen los operadores y no se les ve un pelo. La desconfianza en la Justicia es la expresión de la desprotección general, la injusticia le suma más incertidumbre a la falta de seguridad.
Las prácticas judiciales que aquí se señalaron, la parsimonia, la lentitud, el apego a las formas, la ininteligibilidad, la modorra intelectual, la defensa de los privilegios, son experimentados por muchos sectores de la sociedad como violentas, puesto que vuelven más vulnerables sus vidas cotidianas. No hay inocencia en las rutinas judiciales. Ya sabemos que las prácticas están cargadas de ideología, de valores y prejuicios, pero también son forma de ejercer violencias simbólicas e invisibles, que reproducen las desigualdades económicas, sociales y culturales.
Para algunos, la Justicia se ha convertido en una máquina de convalidar letras y firmas, en una gran escribanía, una agencia atrapada en la inercia burocrática. Para otros, el espíritu de clase sigue organizando sus tareas, es el que les imprime ritmo y dirección a las actividades.
Tal vez los jueces y los fiscales no sientan que cumplan órdenes superiores, pero siguen actuando de acuerdo a los valores de su clase, sus prejuicios y privilegios. Si la Constitución fuese la brújula de los operadores judiciales tal vez las preguntas que se harían serían otras, por ejemplo: ¿cuál es la protección adecuada que necesitan los actores que se encuentran en una situación desventajosa o con dificultades sociales? Sin embargo, al estar enredados en telarañas burocráticas y atrapados en sus aspiraciones de status, se vuelven severos y revanchistas. De allí que la pregunta que continúa delimitando sus tareas sea muy distinta: ¿cuál es el nivel de castigo adecuado que merecen los pobres?
Con todo, la Justicia argentina, lejos de llevar tranquilidad a la gente canalizando los eventos problemáticos en su contexto, termina amplificando los malentendidos y recreando las condiciones para que los conflictos escalen hacia los extremos. Hace rato que los vecinos perdieron confianza en la Justicia y muchos se limitan a garantizarse la seguridad por mano propia.
Reponer la Justicia es una tarea urgente, acaso una de las principales deudas de esta democracia. Pero los operadores judiciales son tiempistas, saben que los gobiernos pasan y ellos permanecerán atornillados en sus despachos. Aprendieron no solo a cajonear expedientes y armar causas, sino a mirar para otro lado y jugar al golf.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** El dibujo es del artista platense Diego Fernández: IG diego_fernandezbarrey.
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