Importar más, exportar menos
Retomar la industrialización truncada es deseable y ventajoso en sí mismo
El país estaba aguardando el viraje que cambie el rumbo de colisión hacia donde venía derivando el gatomacrismo. Esa sanción de la realidad que hicieron las PASO, generalmente poco o no percibida, puso a los dirigentes responsables a decidir cuando les toque el muerto que finalmente deje el gatomacrismo, sobre las acciones a emprender en la práctica del difícil arte de estabilizar el tipo de cambio; la condición necesaria para que se apacigüe el soliviantado nivel general de precios. El espacio político del que disponen los vencedores de las PASO está jugado en ambos frentes; condicionado por la magnitud de los pasivos externos asumidos por el gatomacrismo y su desesperado pedido de auxilio al FMI.
La necesidad de renegociar los pasivos externos es otra manera de expresar que lo que faltan son dólares. Además de la renegociación, una primera idea para conseguir un excedente de divisas, inscripta en una tan larga como infructuosa tradición argentina, sería aumentar las exportaciones. En rigor de verdad, se queda corto el enunciado. Se quiere decir que se busca aumentar las exportaciones sin que suban las importaciones, a fin de lograr el excedente de divisas que se persigue conseguir. ¿Es posible comerse la torta y conservarla intacta?
Más allá de esta falta de precisión, es llamativo que no haya ninguna referencia al proceso de sustitución de importaciones. Es que si la industrialización es de hecho inseparable del desarrollo eso no se debe a que los productos industriales, tomados uno por uno, vendrían a ser más rentables y más dinámicos que las materias primas –abstracción hecha de las condiciones sociopolíticas de la producción, son menos—, sino simplemente porque a medida que aumenta el bienestar de la población estos productos ocupan, por su número, un segmento más y más grande en el espectro del consumo promedio. Si como perspectiva la población no visualiza que los vencedores de las PASO traen bajo el brazo además de un pan un alza del consumo promedio, difícil que resulte una salida política a la altura de estos difíciles momentos.
En tanto se tiene en cuenta que los ingresos de la Nación crecen cuando crecen sus exportaciones, las circunstancias son las que dicen si el avance de los sectores exportadores se ve compensado o no por los sectores que resultan afectados por la competencia foránea. En otras palabras, una expansión de los sectores exportadores sin ninguna contracción de los que compiten con las importaciones es posible en la medida que el valor de las importaciones recaiga sobre los ingresos adicionales y no sobre una reducción de la producción nacional.
No parece ser el caso actual de la Argentina, donde el aperturismo gatomacrista deshizo sectores enteros sustitutivos de importaciones cuyo restablecimiento resulta imprescindible para que crezca el poder de compra de los salarios sin que se afecte el sector externo. Bajo estas circunstancias, si no se reenciende el proceso de sustitución de importaciones, aumentar las exportaciones implicará aumentar las importaciones y lo que entra por un lado sale por el otro.
John Law
No se alcanza a ver si al enunciar por todo concepto el aumento de las exportaciones como norte de la estrategia para las cuentas externas hubo algo más que una rémora en completar el diagnóstico de la etapa, tanto en lo que hace a sus problemas coyunturales como a las muchas más densas cuestiones estructurales. De haber algo más que una rémora, por ejemplo: la idea de que el objetivo de política debe ser volver competitivas las exportaciones, para apreciar que se trata de un simple mito sería menester considerar las razones de fondo de por qué en el capitalismo es más ventajoso e ineludible administrar el comercio (eufemismo para esquivar el crudo concepto de proteccionismo) y vender caro en vez de barato, independiente del valor de uso de lo que se venda.
Respecto a lo primero, en la revista New Yorker (05/08/2019) John Lanchester (“La Invención del Dinero”) refiere cómo las herejías de dos banqueros, uno en el siglo XVIII, el escocés John Law, y el segundo el inglés banquero-periodista victoriano Walter Bagehot, se convirtieron en la base de nuestra economía moderna. Lanchester, cuyo artículo tiene el mérito de ayudar a concebir el dinero como lo que es: una criatura del Estado, reseña John Law: un aventurero escocés del siglo XVIII de James Buchan, para dar cuenta de este personaje asombroso, al que Karl Marx refería como dotado de “la agradable mezcla de carácter de estafador y profeta".
Además de ser un pionero en lo que con el tiempo devino en el sistema bancario moderno, Law da la impresión de comprender el funcionamiento del capitalismo mejor que muchos economistas actuales. En su breve ensayo "Consideraciones sobre el dinero y el comercio” (1705), con genialidad anota que “si se pone a trabajar a 50 hombres a quienes se les pagan 25 chelines por día y el producto de su trabajo vale solamente 15 chelines, el valor en el país no deja por ello de aumentar otro tanto”. Ahora, con respecto a las preocupaciones que suscita la salida exportadora, lo que John Law no hubiera aceptado fácilmente es que el producto de 50 hombres puestos a trabajar fuera entregado en forma de excedente al extranjero, so pretexto de que al haber sido producidos por factores ociosos, no le cuesta nada a la Nación.
“Para que una salida sin contrapartida de ese tipo resulte ventajosa, es necesario que el costo social de los bienes o servicios considerados no sea nulo sino negativo, es decir, que su no producción o su existencia en carácter de stock invendible sean perjudiciales y peligrosas para la marcha ulterior de la economía nacional”, consigna el economista greco francés Arghiri Emmanuel. Y pasa a explicar las razones de fondo del proteccionismo, cuya práctica generalizada desde que el capitalismo es capitalismo obedece a las serias dificultades para vender. Exportar es vender y si hay algo bien difícil en el capitalismo es vender.
Para reproducir el capital, su propietario/usuario debe realizar una ganancia en el transcurso del ejercicio en el cual lo emplea. La única manera de hacerlo consiste en vender las mercancías a un precio superior a su costo. Significa esto que no solamente se debe comprar barato y vender caro, sino realizar la venta una vez que la mercancía es puesta en circulación. Lo cual engendra una contradicción, puesto que es necesario vender, pero por las razones que explican que la venta sea un fin en sí mismo se genera un desequilibrio estructural entre la oferta y la demanda, ya que comprar barato y vender caro significa pagar en el momento de la producción menos de lo que se requiere para vender.
Es un lugar común erróneo que el dinero sea un mero intermediario, un numerario que se utiliza como unidad de cuenta general, pero que en su esencia es una mercancía que se intercambia contra el resto y por lo tanto perfecciona la práctica que se denomina comúnmente trueque. El intercambio mercantil es la negación del trueque, su antinomia. Puesto que en el trueque se intercambia un producto contra otro producto. En el intercambio mercantil median la compra y la venta y existen como actos escindidos y autónomos. De hecho, la producción capitalista consiste en el proceso que describió Piero Sraffa: producción de mercancías por medio de mercancías. Se compran insumos para transformarlos en una mercancía diferente, buscando obtener un rédito al venderla.
Pero aquí se encuentra la particularidad del capitalismo. Como la venta y la compra son actos autónomos, no existe la certeza de que una suceda a la otra. Cuando se trata de un bien vendido a su último usuario, sea productor o consumidor, ese es el destino final de la mercancía para quien, al venderla, se desembaraza de ella. Pero cuando el bien permanece sin vender en un tiempo mayor al previsto, esto implica un estancamiento, puesto que no se posee el dinero necesario para continuar la reproducción del circuito en una mayor escala. En esencia la circulación mercantil no pone a la venta una mercancía que durante la jornada se encuentra mediante la compra con otra mercancía gracias a la mediación del dinero. Lo que en realidad se pone en circulación es una cantidad de dinero que al realizarse la venta de mercancías se transforma en una cantidad de dinero mayor a la original.
Por esto, la dificultad para vender —lo que antes se llamaba sobreproducción— constituye tanto una característica común al capitalismo como una urgencia. La manera de descongestionar esta sobreproducción consiste en crear medios de pago para poder vender las mercancías por encima de lo que las posibilidades originales permiten. Desde el punto de vista de un país, una de estas maneras de crear medios de pago es el superávit comercial. Al ser la balanza comercial de un país superavitaria, esto es, que el valor de las exportaciones supere al de las importaciones, se encuentra el país en una situación en la cual el valor de las mercancías puestas en circulación se reduce en relación al poder de compra generado al pagar por la producción. Sobre esta base, el proteccionismo se vuelve una práctica racional.
Tan racional como hablar de administración de comercio para encubrir con algo de cinismo o diplomacia una práctica tan necesaria como ineludible si se quiere defender el nivel de empleo y el ingreso promedio de la población. Tan racional como poner a trabajar a 50 hombres a quienes se les pagan 25 chelines por día y el producto de su trabajo vale solamente 15 chelines. Porque en el fondo de la cosa, si no hubiera que pagar un gran endeudamiento externo, ¿qué sentido tendría acumular reservas provenientes de los superávits comerciales? Ninguno, si no fuera porque el producto bruto es siempre mayor que los ingresos que genera (la diferencia es la tasa de ganancia) y vender al exterior más de lo que se compra drena esa diferencia y mantiene alto el nivel de actividad interna que de otra forma al producir más de los que consume iría derecho al estancamiento.
El precio
Teniendo en cuenta, por un lado, que la mayor parte de la producción nacional, ya sea agrícola o industrial, está destinada a ser consumida dentro de la Nación, y la parte bastante más pequeña se comercia al exterior y, por el otro, considerando que la proporción de productos industriales, en el conjunto de bienes consumidos, aumenta más que proporcionalmente al desarrollo y la riqueza, retomar la industrialización truncada es deseable y ventajoso en sí mismo.
Junto a lo que se ha reflexionado sobre la razón de fondo que lleva a la administración del comercio, son hechos que no se concilian bien con la idea de crecer (como si fuera posible, que no lo es) mediante el aumento de las exportaciones, y esto mucho antes de tomar en cuenta las elasticidades del comercio exterior. Incluso, si se plantea el objetivo de cambiar la oferta exportable —de reindustrializar lo que se reprimarizó— se cae en el fetiche de tomar el precio como un dato primario, lo que conduce a las estrategias de desarrollo hacia la ilusión de la rentabilidad intrínseca de cada especialidad y cada etapa de desarrollo.
El aumento de la proporción de productos industriales en lo que se intercambia con el exterior es ventajosa o desventajosa en función de los términos de este intercambio. El precio mundial de una mercancía –no importa cuál— depende de las condiciones nacionales de distribución. Si se paga poco salario, se vende barato sea industria o agro. Si se pagan altos salarios, se vende caro sea industria o agro. La división internacional del trabajo y el arbitraje de las especializaciones se reducen entonces, en última instancia, a un problema de precios y estos dependen de si se pagan bajos o altos salarios. Podemos saldar las cuentas externas con alquimias financieras y bajos salarios pero, ¿para qué? ¿Para seguir siendo explotados? Bajo este cúmulo de circunstancias, tal parece que es mucho más racional sustituir importaciones que jugar al contraproducente y dudoso juego de aumentar exportaciones.
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