Imperialismos

La deuda externa no se podía pagar, pero tampoco repudiar y llevó a feroces crisis

Imperialismo y estupidez

En plena década del '70, cuando crecía el influjo político e ideológico de la izquierda peronista y no peronista, un ministro de la dictadura de la Revolución Argentina, Francisco Manrique, proclamó enfático que el único imperialismo que él conocía era “el imperialismo de la estupidez”. Era su forma de decir que no creía en ninguna forma de influencia externa en lo que ocurría en Argentina, y que la retórica anti-imperialista era puro blablá ideológico de moda, sostenido por grupos extremistas. El país venía siendo atravesado por la guerra fría y los bandos en disputa tendían a percibirse no sólo en términos locales —peronismo-antiperonismo o derecha-izquierda o pueblo-antipueblo—, sino en términos del enfrentamiento mundial: pro-imperialistas y pro-comunistas. La derecha latinoamericana, alineada con Estados Unidos, negaba cualquier caracterización vinculada al imperialismo –aunque de hecho el propio gobierno anti-comunista de Onganía era una mala imitación del golpe militar pro-norteamericano de 1964 en Brasil— y prefería decir que todas esas interpretaciones eran de origen marxista, y por lo tanto falsas.

Era natural que Manrique atacara al imperialismo “de la estupidez”, en un gobierno que había participado directamente en el derrocamiento del gobierno nacionalista de izquierda del General Juan José Torres en Bolivia y que sostenía un combate arduo con las formaciones armadas y no armadas de la creciente izquierda local. Con las palabras no se jugaba.

En aquella misma época, una variante de la izquierda, el maoísmo, siguiendo los lineamientos establecidos por el gobierno comunista de Pekin (Beijing), sostenía que no había un solo imperialismo –el norteamericano— sino dos imperialismos: el norteamericano y el soviético. Y agregaba un matiz que explicaría mucho del devenir chino: mientras el imperialismo norteamericano estaba en decadencia, el imperialismo soviético estaba en plena expansión. Por lo tanto era más peligroso el soviético, y se abría la posibilidad de algún tipo de acercamiento con el imperialismo en decadencia para frenar al más agresivo.

 

El imperio es el otro

La decadencia del imperialismo norteamericano no era una caprichosa interpretación de la dirigencia china, sino una percepción bastante generalizada fuera y dentro de los Estados Unidos en aquella época. Y no sólo porque la marea roja parecía extenderse lentamente por todo el Tercer Mundo, sino porque los norteamericanos eran desplazados en el propio terreno productivo capitalista por japoneses y alemanes, que luego de reconstruirse de la devastación de la Segunda Guerra habían ganado fuertes posiciones internacionales en materia de eficiencia y competitividad.

La desconfianza internacional hacia su moneda obligó al Presidente norteamericano Richard Nixon a abandonar la convertibilidad del dólar al oro en 1971, creando las bases de la extraordinaria discrecionalidad monetaria de la cual goza hasta hoy Estados Unidos. Pero si algo se puede decir del inveterado anticomunista Nixon, es que sacó a su país del pantano de Vietnam, aceptando la cuota de desprestigio internacional que implicaba, pero cerrando una brutal grieta que se había abierto en la sociedad norteamericana. Y que también tuvo la perspicacia de comprender la disposición de los chinos para acordar con los Estados Unidos. Allí, quizás, estén las raíces del mundo actual: el mutuo interés chino-norteamericano, con un enemigo común, la Unión Soviética, y otros intereses no menos significativos a descubrir: la instalación masiva de corporaciones occidentales en China para aprovechar la mano de obra baratísima (en ese momento) y disciplinada por el propio Partido Comunista Chino. Para China era una forma de salir del impasse provocado por los sucesivos tropiezos productivos del país que no lograba hacer pie en un proceso acelerado de crecimiento. Para los chinos, existían imperialistas e imperialistas. Para los norteamericanos, comunistas ateos y comunistas ateos. Para las multinacionales, sólo existían nuevos maravillosos mercados de mano de obra abundante y barata y nuevas plataformas para la exportación a los muy prósperos mercados occidentales. Para la clase trabajadora de todo el mundo, se iniciaba un largo período de chantaje salarial producto del “libre comercio” y la competencia manufacturera china.

Fruto de esa convergencia anti-soviética fue que el golpe militar antipopular de 1973 en Chile —tan apoyado y sostenido por los norteamericanos— no fuera mal visto por los chinos, que lo interpretaban como un desplazamiento de la influencia del imperialismo soviético en la región.

 

 

Desaparecido en 1991 el tercero en discordia, la URSS, Estados Unidos pareció vivir una época de gloria. Algunos se apresuraron a anticipar un largo reinado unipolar, ya que el oso panda chino recién estaba adquiriendo las velocidades meteóricas que lo llevarían a su poderío actual, pero partía de muy abajo.

Entre la supuesta decadencia de los '70 y la potencia unipolar global de los '90 medió la agresiva gestión de Ronald Reagan, quien no dudó en reactivar la guerra fría y el poder militar norteamericano, tratando de superar el trauma interno de Vietnam. Lanzó un costosísimo programa de rearme militar-tecnológico, que por cierto dio un notable impulso a la reconversión tecnológica norteamericana, mientras impulsaba en todo el mundo la “apertura de los mercados financieros” al capital occidental y una nueva configuración desregulada que haría del planeta un casino de las finanzas capitalistas.

 

Vaivenes de una relación brutalmente asimétrica

El imperio norteamericano usó el poder del que disponía en los '80 para pegar, al estilo chino, un “gran salto adelante”, que lo pondría nuevamente en la cúspide militar, tecnológica y financiera global, pero no en la productiva. Para América Latina fue un período calamitoso. Se quebró el impulso desarrollista industrial de décadas, y se inició la era del endeudamiento externo infinito, se profundizó la colonización ideológico-cultural de las sociedades y el retroceso social y productivo interno. Las aperturas democráticas nacieron con una deuda impagable bajo el brazo. La pesada loza de la deuda externa –que no se podía pagar, pero tampoco repudiar— llevó a feroces crisis que derivaron en experimentos neoliberales que profundizaron la dependencia.

La etapa de los gobiernos progresistas, nacionales-populares, o de izquierda en América Latina encontró a los norteamericanos entretenidos en reconfigurar todo el Medio Oriente y el norte de África. No son tareas que se plantea un país liberal y democrático que apuesta al diálogo y la convivencia internacional, que ejerce un liderazgo pluralista y pacífico, sino de una potencia militar expansionista que usa las banderas de la seguridad y la democracia para ampliar sistemáticamente las fronteras de su influencia política y económica. Así entendió buena parte del planeta la acción internacional de la administración de George Bush Jr. y así se expresó en las mediciones en declinación de la imagen global de los Estados Unidos.

 

 

El episodio del “No al ALCA”, en el que él participó, aún es celebrado en nuestro país como un triunfo anti-imperialista. Es cierto, la mezquina propuesta norteamericana de un tratado “desde Alaska a Tierra del Fuego”, era crear un reservorio continental de negocios para las corporaciones norteamericanas y ofrecía nada a cambio a los latins. Realmente había que ser un gobernante sometido política e intelectualmente a los norteamericanos para aceptar condiciones tan miserables. Afortunadamente en la región se conjugaron líderes que aún conservaban ciertas nociones de soberanía nacional, apego a un proyecto regional autónomo y dignidad personal, y el ALCA fue rechazado.

Fue un punto alto de la madurez de América del Sur, si se compara con la América Latina que expulsó a Cuba de la OEA sin chistar por imposición estadounidense en los '60 . Pero se malinterpretó el tropiezo norteamericano y se creyó que era una situación permanente. Estados Unidos tiene una persistente y elaborada política internacional hegemónica, que trasciende a sus gobiernos. Cambian estilos y énfasis, cambian las coyunturas, pero es invariable la persecución de los intereses de expansión global política y económica, con respaldo militar. Persistencia en objetivos nacionales estratégicos de la que adolece América Latina.

Estados Unidos logró desde los '90 cuatro tratados unilaterales de libre comercio: con México, con Colombia, con Perú y con Chile. El Mercosur era el intento más importante desde el punto de vista económico de construir un espacio autónomo regional, que nació ya debilitado por el neoliberalismo de los '90, que no fue adecuadamente profundizado por los gobiernos progresistas y que ahora es sometido a un fuerte boicot interno tendiente a su desmantelamiento, con la retomada de los neoliberales en la Argentina y Brasil.

El otro espacio económico, el ALBA, mucho más radical en materia de integración desde sus postulados ideológicos –incluía la idea del reemplazo del dólar estadounidense por una moneda regional—, comenzó a debilitarse a medida que su eje vertebrador, Venezuela, se hundía económicamente al compás del precio del barril de petróleo y de los errores de gestión económica interna acrecentados por el boicot internacional liderado por Estados Unidos.

 

 

Luego de más de 40 años de oleadas neoliberales en América Latina, es el momento de sacar una conclusión que aparece como evidente: las políticas neoliberales han sido la forma de reconducir a América Latina, y en especial a sus países más avanzados en términos relativos, hacia el subdesarrollo y hacia la dependencia. La desindustrialización, el boicot al desarrollo científico y tecnológico, el debilitamiento estatal, la dependencia financiera, fueron las formas que tuvieron las élites económicas latinoamericanas y sus economistas neoliberales de converger con las apetencias estructurales del imperio norteamericano, las empresas multinacionales y los grandes actores financieros. No hizo falta ninguna invasión norteamericana. El golpe en Chile contó con el consenso de las clases medias y altas, además de las fuerzas armadas. El golpe en Argentina también. En el golpe chileno el apoyo y asesoramiento norteamericano están probados. En el caso argentino el golpe fue de factura local, pero rápidamente consiguió el apoyo y el visto bueno de los Estados Unidos y rápidamente se puso a trabajar para desmontar las bases de la soberanía nacional.

 

 

Vale la pena recordar esto en el contexto de la cruzada “democrática” en relación a Venezuela. No hay credibilidad alguna de la palabra democracia en la boca de la derecha latinoamericana y en las declaraciones de los políticos norteamericanos. La democracia parece ser un comodín a jugar cuando le conviene al imperio. Si Maduro hubiera hecho secuestrar, asfixiar, descuartizar y disolver los huesos de un periodista venezolano radicado en Estados Unidos, hoy habría bombardeos humanitarios sobre Caracas. Como se trata de Arabia Saudita, no pasa absolutamente nada. El propio Secretario de Estado, Mike Pompeo, viajó de urgencia luego del asesinato del periodista saudita Jamal Khashoggi a Riad, para coordinar una respuesta pública para zafar ante la opinión pública global. Tampoco pasa nada con los bombardeos sauditas sobre población civil yemení y el desastre humanitario que están generando. ¿Qué dice de esto la dirigencia latinoamericana embarcada en la actual cruzada democrática antichavista? Arabia Saudita es aliada estadounidense y por lo tanto recibe inmediatamente el trato liberal y democrático de la no injerencia.

El uso de palabras como democracia, derechos humanos o derechos civiles es demasiado importante para dejarla en manos de los imperios.

 

Antiimperialismo argentino-norteamericano

En los últimos tres años hemos visto reaparecer el anti-imperialismo argentino. Pero tiene características sorprendentemente diferentes a las conocidas en otros tiempos. Los nuevos anti-imperialistas denuncian las maniobras arteras y peligrosas para nuestra soberanía de un país que no figuraba en los cánones del tema: China. Al compás de crecientes declaraciones de funcionarios norteamericanos y artículos en la prensa occidental, comienza a configurarse la imagen del nuevo malo de la película: el imperialismo chino. Se dice de él que se introduce a través del comercio y de la infraestructura, que crea compromisos económicos difíciles de rescindir, que intenta cooptar figuras de la vida política e intelectual, que va atrapando a los países para someterlos a su influencia y a sus crecientes ambiciones globales e incluso militares.

En agosto de 2018 el entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, James Mattis, advirtió desde Brasil sobre la amenaza de la influencia china para la soberanía de los países suramericanos: “Existe más de una manera de perder soberanía en este mundo (…) puede deberse a países que llegan con regalos o préstamos”, sostuvo Mattis en relación a la creciente presencia de la potencia asiática en nuestra región.

Es interesante que esa declaración sea realizada por un representante autorizado de la mayor potencia del planeta, que no ha sido capaz desde la época de Kennedy de formular una propuesta positiva de progreso para la región al sur del Río Bravo, lo que necesariamente debería involucrar la transferencia de recursos materiales del norte al sur. Todas las propuestas norteamericanas desde aquel entonces implican políticas de desmantelamiento industrial sudamericano, de apertura de los mercados locales a las importaciones, de extranjerización de activos productivos públicos y privados, de sometimiento a los vaivenes de los mercados financieros globales, de acceso a contratos estatales por parte de empresas norteamericanas, etc., a cambio de eventuales accesos al mercado estadounidense, regulados en formas sutiles por las autoridades de ese país.

Al son de las declaraciones anti-imperialistas (chinas) de los funcionarios norteamericanos, un coro de voces locales también empiezan a advertir sobre la expansiva influencia china y sobre cómo nos irían envolviendo para dominarnos. En general son figuras ubicadas a la derecha del espectro ideológico, que descubren por primera vez que en las relaciones internacionales la dimensión del poder es fundamental, y conectan — también por primera vez— la influencia económica y la política. Claro, este sorprendente descubrimiento lo realizan exclusivamente en relación a China. O tienen carencias conceptuales y de información histórica básica, o son probables víctimas del “imperialismo de la estupidez”. Colaboran –consciente o inconscientemente— para naturalizar e invisibilizar la abrumadora presencia norteamericana en la región, mucho más profunda, sofisticada y arraigada que la de la lejana potencia china.

No sería prudente dejar que las redefiniciones del anti-imperialismo latinoamericano queden en manos del país líder de la democracia y la libertad y sus repetidoras locales.

 

 

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