Ilusión de cercanía

El pensamiento mágico detrás del voto, del mediopelo antiperonista al entusiasta de Milei

 

“Con Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, los Estados Unidos tienen sus tecno-oligarcas y se transforman así en una oligarquía. Nuestra única esperanza es que no logren ponerse de acuerdo”.

Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía

 

 

Cuando mis hermanos y yo éramos adolescentes, vivimos durante unos años con mis tíos Julia y Ernesto. Él era mi tío preferido, alguien a las antípodas de mi padre, cuyo universo hermético era el de los libros. Ernesto, al menos a través de mis ojos de pibe, “tenía calle”. De hecho, la calle era su lugar de trabajo ya que llevaba paquetes de acá para allá. Me invitaba a los carritos de la costanera o a los que estaban frente a la estación Lacroze y nos pedíamos un choripán cada uno. Lo acompañaba, en su caso, con un vino, y en el mío con una Coca Cola; ambos servidos en vasos de vidrio grueso.

Siempre estaba bien arreglado, con saco y corbata, peinado a la gomina y con un fino bigote tanguero. En su viejo Siam Di Tella blanco, luego permutado por un Peugeot 504 del mismo color, recorría la ciudad y algunas veces me llevaba de copiloto. Había nacido en un hospital público, los pocos años que cursó de primaria los hizo en una escuela del Estado y falleció en una clínica del gremio docente, ya que mi tía era maestra. Era, pese a sus orígenes tan modestos como populares, apasionadamente antiperonista.

En plena dictadura solía elogiar al ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz, opinando –como el funcionario– que la Argentina padecía “un exceso de Estado”. Él, a quien el mercado jamás detectó, profesaba una admiración ciega hacia los grandes empresarios del país que por aquel entonces habían tomado ese Estado por asalto a través de las Fuerzas Armadas. El millonario de cuna –el que había tomado la precaución de nacer rico– era su preferido.

Defender las mismas ideas reaccionarias que esa casta que no se había equivocado de cigüeña le producía una ilusión de cercanía: nunca tendría la fortuna de Goyo Pérez Companc o de Amalita Fortabat, pero profesar un antiperonismo estridente le permitía sentirse –de alguna extraña manera– en el mismo club selecto. “La gente es ignorante y vota”, sentenciaba. Para evitar que esa ignorancia nos mantuviera en la barbarie, una noche consideró la solución del voto calificado. Asombrado, mi hermano le explicó que, de instaurarse dicho sistema –es decir, que el derecho a voto estuviera supeditado al nivel de estudios, de ingresos o de patrimonio de cada ciudadano–, él mismo quedaría irremediablemente afuera. El tío Ernesto dudó unos instantes frente a una eventualidad que visiblemente no había tenido en cuenta, pero al final afirmó estar de acuerdo con no poder votar. Aceptaba ese sacrificio si servía para terminar con la maldición del peronismo.

Apoyaba así un ideal oligárquico que lo excluía del derecho elemental a elegir a sus gobernantes. Denostaba, al mismo tiempo, un movimiento político –el peronismo– que había impulsado una curva social ascendente de la que él y su familia se habían beneficiado. A la vez, pedía reducir el Estado que no sólo le había permitido acceder a la salud y la educación gratuitas, sino que –a través del salario de docente de mi tía– había garantizado que su hogar contara con los ingresos que el sector privado siempre le retaceó.

Recordé a mi tío Ernesto al leer Elogio del verdugo, la columna de Horacio Verbitsky del domingo pasado. El texto transcribe la entrevista a una mujer que se define como “laburante”, que votó al Presidente de los Pies de Ninfa y “sigue creyendo” en su gobierno, pese a que la fábrica donde trabajaba desde hace años acaba de cerrar. “Nosotros somos un daño colateral”, concluye. El tono no es fatalista sino, en algún punto, esperanzado.

Hace unos días, un joven libertario de clase baja explicó en otra entrevista que el Estado “le garantiza un piso, pero también le impone un techo”. Según su análisis, el gobierno de la motosierra, si bien lo dejó “sin piso”, también le quitó “el techo”, con lo cual ahora podría ascender socialmente ya sin restricciones. El truco, en este caso, consiste en hacerle creer que el modesto Estado de bienestar que históricamente tuvo la Argentina (y que la diferenció de los países de la región) lo limita en sus aspiraciones materiales. Contar con una escuela o un hospital gratuitos, recibir una computadora, beneficiarse de un transporte subsidiado o poder acceder a la universidad sin tener que pagarla, le impondría un techo a sus sueños. La intemperie social, al contrario, lo impulsaría hacia un futuro mejor.

En realidad, estos razonamientos mágicos no difieren mucho de aquellos defendidos por una parte de la clase media que en 2016 sucumbió al relato del gobierno de Cambiemos y concluyó que pagaba demasiado poco de luz, gas, agua o incluso transporte público.

Que mi tío Ernesto exigiera menos Estado y aceptara incluso perder el derecho a votar; que una trabajadora se perciba como un daño colateral; que un joven libertario considere que la garantía de un piso mínimo limita sus sueños o que una parte de la clase media acepte incrementar sus egresos, son éxitos notables de nuestra oligarquía.

Aumentar sus gastos o limitar sus derechos son opciones que ningún rico de nuestro país aceptaría analizar. Marcos Galperín (Mercado Libre), Paolo Rocca (Techint) o Alejandro Bulgheroni (PAE Energy), entusiastas del gobierno de la motosierra, jamás considerarían que los impuestos que pagan son demasiado bajos, pese a que –en comparación a la presión fiscal que padecen los ricos de los países que ellos mismos consideran serios– lo son. Al contrario, nuestros ricos exigen pagar menos. Y siempre lo consiguen.

Que las afinidades políticas no se expliquen de forma lineal por las consideraciones materiales prueba que la preocupación ciudadana es un poco más compleja que simplemente “votar con el bolsillo”. Sin embargo, eso no significa que dichas consideraciones materiales no terminen por impactar en la “ilusión de cercanía” o, para retomar una expresión más actual, en el relato.

Más allá de su apoyo inicial a Martínez de Hoz, mi tío aplaudió el fin de la última dictadura, harto de las penurias económicas. Lo mismo ocurrió con la clase media que ideológicamente apoyó el “sinceramiento de tarifas” impulsado por Mauricio Macri con enorme apoyo mediático: no pudo afrontarlo materialmente y, pese a haberlo votado en 2017, abandonó el barco de Cambiemos en el 2019.

El colosal cerco mediático con el que cuenta el Presidente de los Pies de Ninfa, además del apoyo irrestricto que recibe de nuestros tecno-oligarcas, consolida el pensamiento mágico de gran parte de sus entusiastas. A la vez, impide que las mayorías vislumbren los efectos desastrosos de sus políticas y puedan adelantarse a sus consecuencias.

Pero impedir que la ciudadanía pueda prever esos efectos desastrosos no implica que no vayan a ocurrir. Las consecuencias nefastas llegarán, como pasó cada vez que sucumbimos al relato de nuestra oligarquía (para retomar la expresión de Stiglitz) y abrazamos el manual neoliberal, en lugar de defender los intereses de las mayorías.

La tarea de la oposición –la única oposición real, es decir el kirchnerismo– consiste en mostrar que existe otro camino posible, con una mejora tangible en el bienestar de las mayorías, como ocurrió durante los doce años de los gobiernos de Néstor Kirchner y CFK.

Desmontar, al fin y al cabo, la ilusión de cercanía.

 

 

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