El pasado 15 de junio hizo 50 años que el gobierno del general De Gaulle amnistió a una cincuentena de presos de organizaciones de extrema derecha condenados por asesinato. Los sacaron a las calles para funcionar como patotas, como grupos de choque civiles, “de acción ciudadana contra los elementos incontrolables”. Estos “comandos” se unían así oficiosamente a las fuerzas del monopolio de la violencia del Estado en aquellas jornadas de adoquines, barricadas, huelgas y tomas de fábrica por parte de los trabajadores.
Tres días antes, De Gaulle había ilegalizado una docena de organizaciones de izquierda y prohibido cualquier manifestación para los siguientes 18 meses. Ilegalización, prohibición y amnistía decretadas tras el asesinato de un joven estudiante de secundaria durante los enfrentamientos del día 10 de junio en Flins, en una manifestación que respondía al plan represivo del gobierno contra las fábricas que seguían ocupadas desde mayo.
Un plan compuesto por estrategias aplicadas desde diferentes niveles de acción del poder estatal para la derrota del movimiento obrero y estudiantil. Puesto en marcha por el Ejecutivo a partir de la gran manifestación en su apoyo y el famoso discurso radiofónico de De Gaulle del 30 de mayo, en el que se negó a dimitir y convocó elecciones en un plazo de 40 días. Una respuesta del gabinete que llegaba tres días después de la firma de los Acuerdos de Grenelle por la principal central sindical del país, la comunista CGT. Resumiendo: violencia directa legal del Estado, amnistía para los condenados de la extrema derecha, es decir, impunidad reaccionaria, legitimidad electoral, burocracia sindical y legalidad punitiva de persecución política – que incluyó acusaciones de terrorismo para los detenidos de las movilizaciones. Un término, terrorista, que se había usado en Francia en dos contextos atravesados por el imperialismo. Durante el régimen de Vichy: éste consideraba como tales a los miembros de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana. Y, durante los mismos años '60, en el conflicto por la liberación argelina de la colonización francesa.
Así las cosas, una no puede evitar poner la secuencia –ilegalización, prohibición, amnistía— en relación dialéctica con el presente del país vecino. Y es que entre 2013 y 2015, en España tuvieron lugar dos “cosillas”: se aprobaba la llamada Ley Mordaza y se impedía —a cargo de la jueza Espejel, mano a mano con el gobierno de Rajoy— la actuación de María Servini de Cubría, magistrada a cargo de la querella argentina contra los crímenes del franquismo, según el principio de justicia universal, para extraditar a diez represores de la dictadura de Franco acusados de diferentes cargos.
Este pasado 30 de mayo, en el Congreso de los Diputados, el ya ex ministro del Interior, en su última comparecencia como tal, resucitaba, una vez más, el principio rector de la reforma del Estado aplicado durante la Transición española: de la ley a la ley. Lo evocó, no obstante, maximizándolo y ocultándolo a la vez. Manipulando el uso de dicha verdad histórica, esto es, que la democracia liberal española, el régimen del '78, fue de “la ley –franquista— a la ley –constitucional—”, sin ruptura con la legalidad de la dictadura.
Las palabras de este ministro ante la petición de la retirada de una medalla policial a uno de los torturadores más sádicos, González Pacheco, de la Brigada político-social de los años '70 —“hay que cumplir la ley y la ley es la que ha de aplicarse”— fueron una burla macabra a torturados, asesinados, presos y a toda la sociedad española, de entonces y de ahora, que no legitime, explícita o implícitamente, la dictadura de Franco, su legalidad y sus prácticas represivas.
Con la desfachatez más absoluta, el ex ministro Zoido negó la veracidad de los testimonios de personas torturadas por no estar “reconocido en una sentencia”. Las torturas como método policial en España son una verdad demostrada por otras disciplinas, como la medicina o la historia, por los propios profesionales del derecho en investigaciones no judiciales, presente en los archivos, desclasificados o no, pero ante todo es una verdad, una realidad sufrida y andada por la propia sociedad. No hacía falta demostración. Por lo menos, no hasta este momento. Los sectores de opinión pública que no desconocen por completo la historia del país lo tenían claro, aunque se trate de un país donde el positivismo aún araña al testimonio. Una vez más, funcionó el olvido (hecho desconocimiento construido con el paso del tiempo y el reino del ahora) hasta posibilitar al negacionismo como táctica.
Las sospechas de falsedad y la negación vertidas sobre los testimonios de los sobrevivientes del sistema desaparecedor de la última dictadura cívico-militar argentina, hasta la llegada de la democracia –con el llamado “show del horror” y, por supuesto, el Juicio a las Juntas— marca diferencia con el caso español, como consecuencia de la metodología represiva, los años de ejercicio del poder, etc. En España, el sistema represivo no fue clandestino, aunque los asesinatos en dependencias policiales se disfrazaran de suicidios. Existía el “algo habrán hecho” apegado al “no te metas en política”, pero no había ninguna negación social de que en las cárceles, en los calabozos de la Puerta del Sol de Madrid, se torturaba. El silencio y la ocultación se gestaron en un miedo de lo sabido, no de lo desconocido, ni de la negación de lo sucedido. Estaba demasiado fresca la represión ejemplarizante de los años '40 tras la Guerra Civil y su estela en los '50.
Es sarcasmo que el argumento fuera expuesto en el Congreso dos días antes de ser depuesto el gobierno del Partido Popular por una moción de censura aprobada por el Parlamento, tras conocerse una verdad judicial que demostraba el sistema de saqueo clientelar de las instituciones que este partido ha implementado. Ante dicha sentencia, su “sacrosanta” verdad judicial fue puesta en duda oponiéndola a una verdad, ya no histórica, ya no del testimonio de las víctimas de torturas, sino a una menos crudamente fáctica: la “verdad de la mayoría acumulada de voto” como fuerza política, por el Partido Popular (cuyo nombre delata la presencia del concepto de ‘pueblo’ de los movimientos fascistas del período de entreguerras europeo y el uso que le dio, por tanto, el franquismo). Sin vergüenza cambian de principio rector: como oligarquías tienen experiencia histórica de sobra. Y es que ante la sentencia del caso Gürtel pusieron en tela de juicio públicamente las verdades judiciales intocables hasta el momento, y ante la moción de censura, contemplada en su intocable Constitución de 1978, hablaron hasta de ilegitimidad democrática porque dejaba de gobernar la lista más votada. Olvidando que esa mayoría de la fuerza más votada es una minoría respecto al resto de la población del país, que no les vota, en un sistema parlamentario y no presidencialista. Entonces la ley suprema esgrimida contra el conflicto catalán, puede ser reducida en legitimidad oponiéndola a una legitimidad democrática. El colmo de la demagogia de los “enemigos de los demonios populistas”.
En las derechas mediáticas el argumento se repite: no les merece mucho crédito la Carta de los Derechos Humanos. El caso español no es tan excepcional como a menudo repetimos, de hecho, como respuesta a la masiva soberanía represiva de impunidad, la justicia universal calificó, hace mucho, al delito de torturas aplicadas por los aparatos del Estado como crimen de lesa humanidad y, por tanto, como es bien sabido en Argentina, imprescriptible. Así que los mismos que ahora ponen en duda, en una nueva táctica apoyada en su estrategia de sedimentación de olvidos, la veracidad de los testimonios de esas torturas, lo hacen precisamente porque conocen el enroque vigente hoy en España.
Los jueces desestiman la extradición a Argentina –debieron estar en contra de los procesos abiertos en la Audiencia Nacional a Pinochet y a Scilingo— y cualquier juicio en España por considerar prescritos los hechos de torturas denunciados, en función de la amnistía de 1977 y por una de las cláusulas de los derechos básicos de cualquier acusado: la irretroactividad de la ley penal. Olvidan que es el propio Estado el ejecutor del delito de torturas y por ende éstas no prescriben. Y que, además, los hechos se produjeron bajo la legalidad franquista, que no respetaba derechos ni humanos ni políticos. He aquí el problema de una transición con continuidad legal explícita con la legalidad dictatorial que le antecede. Todas las sentencias franquistas están vigentes hoy, nunca fueron derogadas, y cuando se aprobó la amnistía de 1977 las leyes franquistas de persecución política seguían vigentes.
El colmo es observar la aprobación de la ley de Amnistía, usada como ley de “punto final” para los funcionarios del Estado franquista. Aunque dista de ser como la autoamnistía de Galtieri, también se trata de una amnistía aplicada antes de la condena y la pena, por tanto, sin juicio. Ningún policía o responsable político del aparato del Estado franquista ha sido, como sabemos y nos repiten los negacionistas, ni juzgado ni condenado a ninguna pena. Sin embargo, la amnistía en derecho se define por ser “el perdón y el olvido de una pena”, por tanto, ya sentenciada.
La amnistía, en el caso español, tenía como contenido simbólico durante la transición la libertad de los presos antifranquistas. Fue una amnistía peleada por la izquierda durante el período transicional: “libertad, amnistía y estatuto de autonomía”. En aquel contexto eran los presos del antifranquismo, los presos políticos en las cárceles de la dictadura, los susceptibles de ser amnistiados. El artículo que aseguró la inmunidad e impunidad al aparato del Estado franquista en la ley fue incluido bajo el paraguas de la reconciliación nacional como relato transicional, pero no fue hecho explícito en el debate público. Dicho artículo estuvo ausente en los borradores anteriores de la ley presentados a la cámara hasta el día anterior a la votación. Así, uno de los pocos triunfos del antifranquismo en las movilizaciones durante la Transición resultó incluir un macabro caballo de Troya: la impunidad tácita para torturadores y represores.
Mientras, sigue la secuencia: ilegalizaron las manifestaciones no autorizadas a manos de una ley del PSOE, en los '90; desde 2015 prohíben la libertad de expresión en un control legal y punitivo del pensamiento, bajo la categoría de “terrorismo”, en nombre de los sentimientos religiosos, el orgullo de las fuerzas policiales o las injurias a la corona. Y el franquismo, hoy, continúa amnistiado sin juicio: sus sentencias sin anular y sus torturadores y represores en la calle.
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