Holocausto y heroísmo
Las contradicciones hacia dentro y fuera del país en materia de derechos humanos
“A la memoria de los combatientes árabes y judíos muertos en una guerra que el mundo debió evitar y cuya reanudación tiene la obligación de impedir”
Bernardo Verbitsky, Etiquetas a los hombres, 1972
Javier Milei aprovechó esta semana la recordación del levantamiento del gueto de Varsovia (1943) para intentar que una proeza de valor universal se confundiera con su pretensión particular. A su llamado a “tomar partido (como) una obligación moral”, frase que sacada de contexto puede ser tan noble como ambivalente, le sumó su ofrecimiento para presidir la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto: “Me ofrezco para presidirlos”. No es una muestra de mayor generosidad.
Sacó coraje para tamaña audacia de algunos méritos en los que no tuvo nada que ver, como que aquí exista la mayor colectividad judía de América Latina y la décima más importante del mundo, además de un dato histórico: “La Argentina fue el primer país en reconocer al Estado de Israel”, dijo, sin reparar en que en 1948 el Presidente era Juan Perón, responsable del presunto fracaso de 70 años de no se sabe qué.
Su discurso remedó el concepto confrontativo de “civilización y barbarie”, tan caro a Domingo Sarmiento como alejado de Juan Bautista Alberdi, cuyas desavenencias no se limitaron a esa cosmovisión. Esa mirada le sirvió para cargar contra las universidades, con las que había querido congraciarse en pos de minimizar el impacto de la movilización en el Día del Libro, el 23 de abril pasado. Su mención vino a cuento de las manifestaciones pro palestinas que tienen lugar en las casas de altos estudios “donde forman la mentalidad de las elites”, en palabras de Milei.
Tal indirecta se concatena con el párrafo en que los corrió por derecha: “Miro en los liderazgos del mundo libre a grandes naciones y veo indiferencia en algunos y, en otros, miedo a pararse del lado de la verdad”.
La parte de razón que le asiste es la del centenar de rehenes que Hamás secuestrara, “de los cuales ocho son argentinos”, recordó, a la vez que rindió homenaje a Lior Rudaeff, el compatriota israelí secuestrado el 7 de octubre, cuya muerte fue confirmada el martes.
La consiguiente mención a Irán va en línea tanto con los intereses de la Casa Blanca como con el inminente 30° aniversario del atentado a la AMIA, del que se cumplirán tres décadas en nueve semanas y media.
Eso no obstó para que, ante la mirada de Marc Stanley, embajador de Estados Unidos, le achacara “al mundo libre incomodidad y gestos ambiguos” ante el “anti-semitismo” que en su discurso queda igualado con el anti-sionismo.
Es, por lo menos, novedosa la forma en que Milei busca no quedar “aislado del mundo”, para usar una frase habitual de su socio político Mauricio Macri. Por eso vino a cuento la expresión del consultor Jaime Durán Barba, quien aseguró que “tampoco es que te declaras pro-norteamericano y llueven las inversiones”, ya que eso “tiene que ver con el concepto de seguridad jurídica”, que la Argentina “no tiene”.
La historia
Milei ya había participado de otro acto, el que rememora la liberación del campo de concentración de Auschwitz, cuando llegaron las tropas comunistas el 27 de enero de 1945. Esa es la fecha tomada por la UNESCO desde 2005 como Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto para ratificar su compromiso contra el antisemitismo, el racismo y toda intolerancia contra grupos humanos. De ahí que la directora general de ese organismo de las Naciones Unidas, Audrey Azoulay, resumiera: “El recuerdo del Holocausto nos exige esta labor de memoria y respetar los derechos humanos”. Nadie habla de curro en el mundo libre.
En todo caso, el negocio que debe ser señalado detrás del Holocausto es el de las grandes corporaciones capitalistas como Siemens o IBM. Esta última confeccionó las tarjetas y los sistemas computarizados para aumentar la eficacia en la búsqueda y selección de personas con abuelos judíos. El aporte de las máquinas Hollerith fue más que crucial, tan decisivo que no sería exagerado plantear que en algunos países ocupados no podría haberse llevado a cabo de modo tan masivo sin la aplicación de los sistemas del gigante de origen estadounidense, según plantea Edwin Black, en el libroIBM y El Holocausto. Desde su prólogo firmado en Washington hacia octubre de 2000, cierra con esta sentencia: “Sólo si se saca a luz y se examina lo que sucedió podrá el mundo de la tecnología adoptar por fin el bien conocido lema: Nunca más”.
En la conmemoración anual de estos días, lo que se destaca del Holocausto es el heroísmo (Shoá ve Guevurá, en hebreo). “La resistencia de un puñado de combatientes espectrales, desnudos, hambrientos, sin armas, contra el ejército mejor pertrechado de Europa”, describió Horacio Verbitsky en el 25º aniversario, cuando Milei ni había nacido. “Polonia entera había resistido menos que ellos: 28 días, en septiembre de 1939”. Duró seis semanas de resistente contraofensiva la de los 300.000 polacos apiñados en un espacio de no más de dos kilómetros de lado.
El historiador Emauel Ringelblum anotó en un diario: “En el silencio profundo de la noche, los gritos de hambre de los niños son desesperantes, lastiman el corazón. Es común que mueran en la acera”.
Esas cosas fueron omitidas en la prensa diaria de esta semana que se concentró en el análisis de las palabras del mandatario argentino, de por sí urgentes, pero no más importantes que la memoria histórica de cómo la extrema derecha mundial llevó a cabo su prejuicioso planteo de “limpieza”.
Invadían un país, obligaban a los judíos a llevar un distintivo estigmatizante, tomaban los datos de los registros civiles y los procesaban en las computadoras de IBM para saber dónde vivían. A sus casas caía el manto oscuro de “Noche y Niebla”, que secuestraba a quienes no habían obedecido a marchar hacia el lugar determinado de una ciudad con destino de ghetto. En esas casas, dentro de una zona de pocas cuadras, eran forzados a convivir hasta siete personas por habitación, sin posibilidad de salir y con la sola libertad de proveerse de alimentos en los comercios que quedaran, pronto vaciados por la demanda. Ante el hambre, las personas despegaban el empapelado que decoraba las paredes en pos de comerse la harina del engrudo.
Desde allí eran sacados en tandas para cargarlos en trenes con la promesa de llevarlos a trabajar. La mentira estaba ligada a la palabra “libertad”, como habrían de comprobar al ingresar al campo de concentración y exterminio más grande del mundo: “El trabajo libera”, rezaba el portal de Auschwitz.
Era cierto que allí tendrían trabajo, aunque la paga era una miserable comida. Con suerte, quienes contaban con capacitaciones técnicas aspiraban a mejores raciones. Uno de ellos, Primo Levi, relató en su libro Si esto es un hombre que el último mecanismo de defensa de muchos era la negación. Lo describió con la discusión de dos rehenes; mientras uno advertía que la única incerteza de la muerte era su fecha, el otro se esperanzaba en que no era así, que había de darle tiempo al sistema, que si trabajaban mucho, seguro saldrían. La desesperación del primero lo llevó a asirlo de un hombro y acercarlo a la ventana para señalarle la evidencia, las chimeneas humeantes. El que abrigaba esperanza en la libertad sólo atinó a justificar: “Pues… la panadería”.
Las chimeneas emanaban el olor de la carne humana, de los prisioneros asesinados en las duchas de gas en todos los campos de exterminio. En alguno, un día, se les acabaron las latas de zyclon B, por lo que saltearon ese paso en pos de incinerar vivos a una mayoría de niños y ancianos, los menos productivos. A los últimos, los demoraban antes de pasarlos a los hornos porque les hurgaban los dientes a fin de arrancarles los implantes de oro, que terminarían en lingotes. Así, culminaba un proceso de usurpación de cuerpos que había comenzado al ingreso, consistente en raparlos para destinar el pelo a la confección de alfombras.
Del oro, como de las obras de arte robadas en la Europa ocupada, se perdieron los mayores rastros entre los circuitos de bancos con sede en un cercano país que por algo no fue invadido: Suiza.
De eso no había consciencia cabal en los ghettos. La negación psicológica disminuyó cuando trascendieron las voces de los conductores de trenes que habían llevado vagones de carga humana, repletos, en coches de madera sin asientos, con tanta gente apiñada que se dificultaba la respiración, incluso dormir, ni hablar de las necesidades fisiológicas. Cada tren ingresaba a Treblinka o a Auschwitz por debajo de un arco de ladrillos al centro de la edificación que daba paso a la zona de barracas, donde llegaron a recluir a 1,2 millones de personas. En algunos momentos, la formación llegaba hasta metros de los hornos porque el alto mando apremiaba el exterminio.
A las primeras rebeliones en el ghetto de Varsovia, le siguió el asalto alemán del 18 de enero de 1943. La población resistió con lo que tenía a partir del liderazgo de Mordejai Anilevich, de 23 años. Ganaron. Al menos hasta el 19 de abril, en que la reconquista nazi buscó imponerse a costa de cientos de bajas propias. Anilevich eligió suicidarse antes que entregarse a esos carniceros; lo hizo al verse rodeado, un 8 de mayo; de ahí el día del heroísmo.
El final es reiterativo, por lo altisonante del grito de las hijas que heredaron algo de aquellas fortunas, previo a escudarse en que “no eran seis millones, ¿por qué mienten? Dejen de engañar a la población”, tan parecido al discurso de la hija del militar Villarruel acusado de otro genocidio.
Claro que estas vinculaciones históricas no estarían en boca de los organizadores, la DAIA, representada por Jorge Knoblovits, y el Museo del Holocausto, presidido por Marcelo Mindlin, empresario de Pampa Energía.
Restará saber que opinarán en la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, que reúne desde 1998 a gobiernos y expertos en pos de fortalecer, avanzar y promover la educación, la investigación y el recuerdo de aquellas violaciones a los derechos humanos. ¿Cómo se verán votando a un gobierno reivindicador de su genocidio más cercano?
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