Hogar Infierno de Belén
Juicio por apropiaciones y abusos en un internado de la Iglesia Católica durante la dictadura
Pasado el mediodía del viernes 11 de marzo, en la segunda audiencia del juicio “Hogar Casa de Belén”, acontece el tiempo de los acusados. La mayoría aparecen por Zoom, del otro lado de la pantalla respecto a los jueces, fiscales y abogados. Desde la Unidad 34 de Campo de Mayo, Miguel Osvaldo Etchecolatz, de 92 años y vestido de blanco, se sienta en su silla de ruedas con un enorme crucifijo colgado en el pecho. En el penal que funciona en la mayor guarnición militar del Ejército, en el que se sienten tan anfitriones como en sus casas, también están otros represores como Roberto Guillermo Catinari y Héctor Raúl Francescangeli, ex miembros de la Brigada de Investigaciones de Lanús de la Policía bonaerense. Con arresto domiciliario, irrumpen en los cuadraditos de la pantalla el ex ministro de Gobierno de esa provincia durante la dictadura, Jaime Lamont Smart, y los policías Juan Miguel Wolk, Armando Antonio Calabro, José Augusto López y Rubén Carlos Chávez. La única imputada presente en la sala del Tribunal Oral Federal 1, en La Plata, es Nora Susana Pellicer, ex funcionaria judicial que permanece en libertad. Los imputados están acusados de los delitos de sustracción, retención u ocultamiento de menores de 10 años, supresión de su estado civil, y todos excepto Pellicer de seis homicidios agravados.
Cuarenta y cinco años atrás, en un mundo sin celulares, María Vicenta Orrego Meza de Ramírez se acostaba luego de cenar con sus tres hijos y dos compañeros que vivían en su casa. La vida de la joven paraguaya de 26 años, conocida como “Chela”, transcurría agitadamente y en poco tiempo debió mudarse varias veces por la persecución policial: su marido Julio Ramírez, también paraguayo, había sido encarcelado en 1974 por su militancia en la Juventud Peronista y en Montoneros. María Vicenta también militaba allí aunque permanecía a resguardo de su familia. En la madrugada del 15 de marzo de 1977 una patota de represores los sacó a tiros de sus camas en la casa situada en Rafael Calzada, partido de Almirante Brown. La comandaban los genocidas Ramón Camps, jefe de la Policía bonaerense, y Miguel Etchecolatz, su director de investigaciones. Vicenta salió a la calle agitando un trapo blanco. Poco después, sin mediar palabra, la acribillaron a balazos junto a su compañera de militancia María Florencia Ruival y a José Luis Alvarenga, otro compañero que estaba en la casa. Todo bajo la mirada de sus hijos Alejandro Mariano, María Ester y Carlos, que tenían 2, 4 y 5 años cuando los verdugos les arrancaron a su madre por la fuerza.
El caso de los hermanos Ramírez compone el centro gravitatorio del juicio de lesa humanidad denominado “Hogar Casa de Belén”. Así lo recuerda María Ester, aquella niña que presenció la balacera y que será una de las testigos centrales de las próximas audiencias, con un relato desgarrador: “Tuvimos el último abrazo de mi madre cuando estábamos rodeados de militares y las balas entraban por todas partes. Era terrorífico el operativo, los balazos no terminaban nunca. Allí fusilaron a mi mamá y a dos compañeros más. Antes de hacernos saltar por la ventana de atrás nos abrazó fuerte y largo. No era un abrazo común. Era un abrazo de despedida. Recuerdo sus últimas palabras: ‘María, te quiero’, igual que a mis dos hermanos. Y también la promesa que le hicimos de cuidarnos unos a otros. Quedamos al cuidado de una vecina y después caímos en las manos de la jueza Marta Pons, de Lomas de Zamora, que nos hizo desaparecer como NN”.
Su padre logró ser expulsado del país en 1981 y se exilió en Suecia. El juzgado rechazó sus intentos por lograr la tenencia en base a informes de la psicóloga María Teresa Gómez –apartada del juicio por problemas de salud– en los que consideraba que los niños no debían ser entregados a la familia. Recién en 1983, con el apoyo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) que presidía Emilio Mignone, el padre obtuvo un dictamen de la Corte Suprema de Justicia y logró sacar a sus hijos de la Argentina.
El juicio “Hogar Casa de Belén”, en efecto, se convirtió en un proceso paradigmático por correr el velo de una conexión conjunta entre policías, militares, funcionarios del Poder Ejecutivo, del Poder Judicial, burócratas del Estado y hasta de la Iglesia Católica. Un debate para el que se prevén varios meses de audiencias, que alcanza a 60 testigos y nueve víctimas: María Vicenta con sus tres hijos y los dos compañeros con los que fue asesinada, más Pedro Juan Berger, Narcisa Adelaida Encinas y Andrés Steketee. “El accionar en bloque de las instituciones estatales en manos de la dictadura es difícil de probar, por eso este proceso es histórico y sentará precedente ya que no estamos hablando solamente de muertes y desapariciones sino de la complicidad para separar a niños de sus familias y después criarlos en un hogar eclesiástico donde abusaron de ellos”, definió el fiscal Juan Martín Nogueira a este medio.
Una ex funcionaria judicial, un ex ministro provincial y nueve ex policías están en el banquillo de acusados en un juicio para el que se unificaron dos causas instruidas por separado: la de la apropiación de los hermanos Ramírez y la de dos masacres perpetradas por la Policía en colaboración con el Ejército, que culminaron con seis homicidios. La segunda tuvo lugar en Lavallol el 16 de marzo de 1977, al día siguiente del operativo en Almirante Brown, y comenzó cuando fuerzas represivas rodearon una finca ubicada en Ascasubi y Camino de Cintura. La vivienda era propiedad de Berger –padre de María Antonia, sobreviviente de la masacre de Trelew–, quien residía allí en compañía de Encinas y Steketee. Sin intimación previa, los represores comenzaron a disparar contra la vivienda y no cesaron a pesar de la rendición de sus ocupantes. Casi el calco del operativo que terminó con el abandono de los hermanos. “Las víctimas se rindieron, salieron de la casa con las manos en alto y fueron acribilladas”, se lee en la pieza acusatoria. Después de la cacería, los efectivos arrojaron explosivos y destruyeron la vivienda. Los cadáveres fueron enterrados como N.N. en el cementerio municipal de Lomas de Zamora.
Lo revelador del juicio unificado es que la niña y los niños Ramírez fueron confinados en un hogar por disposición del Poder Judicial, cuyos integrantes –según las pruebas acumuladas por la fiscalía– los ocultaron hasta el fin del Terrorismo de Estado. La maniobra fue sombría y llegó hasta los altos mandos de la dictadura. A pesar de conocer sus identidades fueron entregados como N.N. al hogar “Casa de Belén” de Banfield, que dependía de la parroquia Sagrada Familia de Nazareth, donde fueron inscriptos con el apellido de los cuidadores de la institución. Había que borrar de raíz el apellido de las “crías de terroristas”: otro procedimiento predilecto del Proceso.
De acuerdo a la causa judicial, en el hogar de menores los hermanos Ramírez sufrieron tormentos y abusos sexuales reiterados. Bajo la égida de la jueza Marta Delia Pons –ya fallecida–, el Tribunal de Menores de Lomas de Zamora impidió que su padre y una tía paterna conocieran el paradero de los niños y, cuando al fin lo lograron, tampoco les permitió tomar contacto. “Este juicio no tiene comparación con otras apropiaciones de menores –prosiguió el fiscal Nogueira–, ya que no responde a un patrón de adopción y posterior crianza. Después del asesinato de su madre, los represores abandonan a su suerte a los niños, que por no poder ser criados por los vecinos terminaron en la Justicia. Y ahí comenzó el periplo que los llevó a un hogar de menores ligado a la Iglesia. Un hogar que en vez de protegerlos, los maltrató, los escondió de su familia real y abusó de ellos como si fueran descartables, tanto por su filiación con los ‘subversivos’ como por ser paraguayos, con sistemática discriminación”.
En la segunda audiencia, el primer imputado citado por los jueces fue Etchecolatz, que con voz ronca y clara anunció que haría uso de la palabra; entonces se puso de pie y pidió un minuto de silencio por el pueblo ucraniano mientras otro represor a su lado sostenía un tubo de luz. “Lo escuchamos”, interrumpió un juez. “Estoy haciendo un minuto de silencio, esperen”, respondió Etchecolatz. Luego leyó un escrito donde dijo lo mismo de siempre: que es una víctima de la democracia, que defendió a Dios, la Patria y la Familia ante el ataque terrorista, y que no respondería preguntas ante la que considera como una justicia ilegítima. El de Pellicer, la ex secretaria de la jueza Pons, fue un extenso testimonio, en el que afirmó que no sabía nada de lo ocurrido con los menores y se desvinculó de los hechos. Fueron los únicos acusados que eligieron no guardar silencio.
Desde que se reencontraron con su familia, a fines de diciembre de 1983, los hermanos Ramírez viven en Suecia con su padre. Por la dificultad de conformar tribunales orales federales en La Plata, el juicio se suspendió tres veces y estuvo a punto de caerse tras más de una década de investigación. En el camino, tres de los cuatro acusados en el expediente por sustracción y abusos (Dominga Vera, Juan Carlos Milone y María Teresa Gómez) fueron apartados por incapacidad sobreviniente, y otros diez fallecieron: la ex jueza Pons, Bruno Trevisan, Carlos Alberto Ramallo, Juan Carlos Tuvus, Antonio Pedro Génova, Mario Dante Ercoli, Raúl Abel Donadío, Lisandro Luis Chiavaro, Manuel Maciel y Asunción Vera.
El origen del proceso, según se había detallado en la instrucción, tuvo en común la participación de efectivos de la Dirección General de Investigaciones y la Brigada de Investigaciones de Lanús. Y todo surgió a partir de la investigación de enterramientos N.N. en cementerios de la zona sur del Conurbano bonaerense. El proceso de identificación de los cuerpos, en rigor, permitió detectar los dos operativos que forman parte del juicio.
“A los hermanos Ramírez se les dio un trato denigrante suponiéndolos hijos de padres subversivos, para así tratar de borrarles sus identidades y darles una lección por el compromiso político asumido por sus progenitores. Así lo explicitó la jueza Pons, que dio la orden de internarlos en el hogar Casa de Belén porque eran hijos de ‘un montonero que traicionó la Constitución argentina’”, aseveró el abogado querellante Pedro Griffo, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. En síntesis: fueron víctimas de diferentes violencias y abusos, ocultados de su familia biológica –que los buscó incansablemente–, vedados de contacto con ellos, e incluso sufrieron la sustitución de su identidad: los cuidadores del hogar les dieron su apellido, todo con conocimiento de la cúpula eclesiástica.
Marta Delia Pons tuvo una activa participación en la apropiación de niños nacidos en cautiverio o secuestrados junto a sus padres durante la dictadura. Su nombre aparece sistemáticamente en distintos expedientes, aunque murió en 1999 sin llegar a estar imputada en la investigación por el Plan Sistemático de robo de bebés. Es otro costado de la complicidad que se vive amargamente en el juicio “Hogar Casa de Belén”: la impunidad de la pata civil del Terrorismo de Estado, tal vez la principal deuda pendiente de los procesos de lesa humanidad en la Argentina, que son modelo en el mundo.
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