HISTORIAS DE LA VIDA HORROROSA
Once relatos de Gabriela Courreges transmiten el terror trasladado a los cuerpos durante la dictadura
¿…cuántas veces puede un tipo mirar para otro lado y fingir que simplemente no ve?, recuerda Alberto que dice Bob Dylan en Soplando en el viento (Blowing In The Wind). De eso se trata. Están los que se hacen los giles, los que miran lo que quieren ver, los que ven y después hacen como que no, en fin, versiones de los que luchan y los que lloran. También, aquelles que se comprometen. Con el cuerpo, con la palabra, con la escritura. Dentro de tales coordenadas se zambullen los once cuentos cortos recién presentados por Gabriela Courreges (Buenos Aires, 1934); periodista, dramaturga, alfabetizadora, poeta, novelista y —hay que decirlo— compañera del maestro del peridismo Pajarito García Lupo (Buenos Aires, 1931-2016) durante cuarenta y seis años.
Reunidos en Cuentos de Famillia por la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, Courreges traza breves aunque potentes momentos que diseccionan la atmósfera de terror imperante durante la última dictadura eclesiástico-cívico-militar (1976- 1983). Tiempos en que, según plasma el preciso prólogo de Luis Bruschtein, la población parecía tener incrustado “un aparatito en la cabeza que le regula la vida para poder creer que lo que le pasa es normal y sobrevivir. Y que después de un tiempo que pasó lo terrorífico, el aparatito se desconecta. Y recién allí la persona toma consciencia del miedo absoluto, callado, siniestro. Y supongamos que ese aparatito funciona en un barrio, en una ciudad, en un país entero. Y supongamos que el despertar de esa anestesia se produce mucho más lentamente que el encendido automático y que, además, es incompleto porque quedan zonas de la memoria que no se recuperan”.
Son historias domésticas, cotidianas, en las que ciudadanes comunes de repente se ven atravesados por una situación conmocionante que no siempre resulta asociada de inmediato a la represión reinante. “Lo peor era que yo desconocía qué sabía o no sabía la muchacha. Y mucho peor era lo que yo ignoraba, no había querido averiguar o preferí dejar así como estaba”.
Instantes a veces fugaces, en otras oportunidades sostenidos con crueldad por el paso de los años que, como sea, operan al modo de marcas indelebles que calan el cuero hasta llegar al corazón. Muchas veces escenas a las que los sucesivos protagonistas ingresan como meros testigos y en cuyo transcurso agregan a esa condición, la de víctimas. En efecto: una categoría usual en los posteriores juicios de lesa humanidad ha sido, es, la de testigo víctima.
Relatos que se van encaminando hacia un destino de tragedia pues siguen el derrotero de la Historia por todos conocida, pero no por ello menos conmocionante. La particularización de los relatos suma desgarro a situaciones trágicas de por sí, siniestras en su reiteración. Imposible ignorar, sin ir más lejos, el plan sistemático de robo de bebés. Ahora bien, cada vez que cobra forma concreta, tiene el efecto de volver a suceder: “No sabía cómo entrarle al tema de la familia de la Pepa, cómo enterarme si ellos sabían que esta hermanita vendría a verme, porque me habían dicho que Elsa, la hermana de Pepa, había estado años averiguando en Buenos Aires. Lo peor era que yo desconocía qué sabía o no sabía la muchacha. Y mucho peor era lo que yo ignoraba, no había querido averiguar o preferí dejar así como estaba. (…) La familia de Pepa se había ido enterando de a pedazos, de a jirones de historia, a veces unos relatos no encajaban con otros y uno o dos años después encontraban otro jirón que acomodaban cuidadosamente donde correspondía”.
Buena parte de los relatos enhebra la bicentenaria bandera revolucionaria de la fraternidad, tantas veces desplazada y ahora devuelta al primer plano por el movimiento feminista a través de la ética sorora. Es la hermanitud —o su dialéctica contraria— la que aparece en forma reiterada como paradigma liminar de la solidaridad. La autora pone en juego tal modelo de relación en las más diversas circunstancias, también por encima de los lazos sanguíneos, en el seno de las prácticas sociales.
Courreges obsequia al lector la cálida ferocidad de la precisión en su escritura. A diferencia de cierto regodeo truculento, cuando no de efectismo morboso, de demasiados textos donde se alude a la represión, la tortura, el secuestro, el asesinato, el robo de objetos y seres (como si fueran cosas), Cuentos de Familia mantiene todo el tiempo ese respetuoso decoro, propio de quien sabe de lo que habla. Prudencia que no resta un ápice a cada trama, a la potencia del relato, a la profundidad histórica. Acaso el título del libro aluda a refrescar la memoria de quienes vivieron —vivimos— aquella época, no menos que a transmitir a las nuevas generaciones una tensión en el cuerpo, un sismo en la cabeza, un estruje en el corazón. Aquello que retorna cada tanto.
FICHA TÉCNICA
Cuentos de Familia – Dictadura militar argentina 1976- 1983
Gabriela Courreges
La Plata, 2020
77 págs.
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