His master's voice

El despliegue de agencias de Estados Unidos para influir y controlar a jueces y fiscales en América Latina

 

La última semana de septiembre se llevó a cabo en la Ciudad de Mendoza el “Taller de Investigación y Persecución de Delitos Transnacionales Complejos en el Sistema Acusatorio”. En ese ámbito, de apariencia académica, se congregaron fiscales provinciales y federales de todo el país para congraciarse con la Oficina Internacional para el Desarrollo, Asistencia y Capacitación de los Sistemas de Justicia (OPDAT, por sus siglas en inglés), dependiente del Departamento de Justicia de los Estados Unidos.

El organizador local de la actividad fue el procurador general de Mendoza, Alejandro Gullé, quien se congratuló de recibir a los funcionarios de la OPDAT, especialistas en capacitar “en todo el mundo en la temática de delitos transnacionales y sistema acusatorio”. En ese marco, subrayó Gullé, “tuvimos la oportunidad de escuchar a jueces y fiscales de Estados Unidos que tienen una vasta experiencia en esta temática”.

La OPDAT es financiada por el Departamento de Estado y el Pentágono. Se conformó en 1991 para “contribuir a la reforma de los sistemas de justicia extranjeros (…) en consonancia con los objetivos de seguridad nacional de los Estados Unidos”. Sus capacitaciones cuentan con la asistencia del Departamento de Justicia (DOJ) y 5.000 fiscales federales: “Dependiendo de las necesidades del país anfitrión, la OPDAT también coordina con otros componentes” como la DEA, el FBI, los Departamentos de Seguridad Nacional, del Tesoro, los organizaciones multilaterales y estudios jurídicos privados. Para lograr sus aspiraciones, la OPDAT cuenta con Asesores Legales Residentes y Asesores Legales Intermitentes que trabajan para imponer criterios funcionales a las necesidades de Washington. Los objetivos buscados son:

  • la instalación de orientaciones cognitivas dispuestas para oponerse al nuevo Eje del Mal y a sus países acólitos malvados,
  • la difusión e instalación de prioridades político-jurídicas de la justicia federal de los Estados Unidos, más a allá de que sea ajenas a los intereses de los países visitados,
  • la estipulación de los tribunales de Estados Unidos como jurisdicciones de instancia superior de los estrados domésticos,
  • la adecuación de mecanismos procesales para reconvertirlos en complementarios y compatibles con las necesidades estadounidenses,
  • la búsqueda por imponer la tramitación conjunta de expedientes, con potestad de última instancia al norte del Río Bravo, y
  • la utilización válida de la Prueba Extranjera en Juicio, incluyendo evidencias provistas por las agencias de ciberdelito (verificables por fiscales y jueces carentes de control local).

Este último mecanismo fue explicado el pasado 30 de septiembre en Mendoza por la fiscal general del distrito Medio de Florida, y coordinadora del área de delitos de Cuello Blanco, Amanda Riedel. La procuradora fue más de una década funcionaria del Departamento de Justicia y su tarea, dentro de esa agencia, consistía en litigar contra empresas extranjeras competidoras de las estadounidenses.

Para lograr las seis operaciones expuestas, las agencias estadounidenses apelan a un entramado de normas –de pretensión extraterritorial– apto para intervenir en forma directa, a través de la mediación de organismos multilaterales, y a las articulaciones con entidades de la sociedad civil. Apelando a esas instancias de injerencia, en la segunda jornada de capacitación el juez del distrito de Puerto Rico, Marshal Morgan, expuso sobre la admisibilidad de evidencia electrónica en el sistema acusatorio, sin referir a que los datos utilizables son controlados de forma exclusiva por autoridades estadounidenses, y que su liberación (o manipulación) solo puede ser alcanzada por autoridades federales de ese país.

Una de las regulaciones genéricas esgrimidas en Mendoza –con pretensiones de convertirse en marco de jurisdicción universal– es la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero, que autoriza al Departamento de Justicia a investigar y sancionar los actos de corrupción ocurridos fuera del territorio estadounidense. Para influir en las decisiones jurídicas de cada país, cuentan –específicamente en América Latina y el Caribe– con diversas agencias dependientes del Departamento de Justicia, como la citada OPDAT o la Academia Internacional para el Cumplimiento de la Ley (ILEA), orientadas a predisponer empáticamente a los fiscales y magistrados capacitados.

 

 

 

Enemigos

 

El juez Jared Bennett, elegido por la OPDAT para exponer el 30 de septiembre.

 

La faceta humanitaria, que también ofrece recomendaciones normativas, es abordada directamente por el Pentágono a través de USAID. Los otros dos colectivos comprometidos en la injerencia judicial son los organismos multilaterales controlados por Washington, como la OEA, y el conglomerado de instituciones de la sociedad civil, universidades, think-tanks y estudios de abogados reconvertidos en agentes multiplicadores en la región.

La estrategia de esta red tiene como fin último, en Latinoamérica, el de contribuir a los esquemas planteados por la política exterior estadounidense: (a) limitar la influencia de los Estados, considerados enemigos, como es el caso de China, Rusia, Venezuela, Cuba y Nicaragua; (b) criminalizar la política para inutilizar su capacidad de transformación; (c) perseguir a dirigentes populares rebeldes a la lógica neoliberal; y (d) favorecer a las trasnacionales estadounidenses y a los fugadores de capitales que derivan sus divisas a guaridas controladas por Wall Street. En ese marco, los actores sociales, políticos o empresariales que pretenden desarrollar senderos libres de tutelas e injerencias pasarán a formar parte de las nuevas amenazas criminalizables, señaladas por las diferentes agencias.

El injerencismo jurídico es uno de los elementos de intervención disponible por Washington. Pero existen otros dos que pueden activarse si la ecuación de necesidad y posibilidad lo permiten: las invasiones militares directas –algunas de cuyas acciones más recordadas han sido en República Dominicana (1904 y 1916), Cuba (1906), Nicaragua (1909, 1912 y 1926), Haití (1915), Granada (1983) y Panamá (1989) – y los golpes militares: en las últimas ocho décadas se produjeron alzamientos coordinados por el Departamento de Estado en Cuba (1952), Guatemala (1954), Brasil (1964), Uruguay (1973), Chile (1973), la Argentina (1976), Granada (1983), Panamá (1989), Venezuela (2002) y Haití (2004). El último episodio se ejecutó en Bolivia en 2019.

La intrusión judicial es el modelo operativo más utilizado en las dos últimas décadas y viene acompañado de apéndices mediáticos modelados por las grandes usinas de comunicación internacional, comprometidas en producir el sentido común neoliberal. Sus operaciones más quirúrgicas se han consumado en Honduras en 2009, con la destitución de Manuel Zelaya, avalada por la Corte Suprema de Justicia; en Paraguay, en 2012, con la destitución de Fernando Lugo; y en Ecuador, la Argentina y Brasil en la criminalización política de Rafael Correa, Cristina Fernández de Kirchner y Lula, respectivamente. Los nuevos modelos de intromisión buscan someter a las instituciones tribunalicias nacionales y –al mismo tiempo– condicionar a los jueces y fiscales.

Uno de los materiales de estudio ofrecidos como bibliografía obligatoria para las capacitaciones en la sede de ILEA en El Salvador es la Visión conjunta 2020 del Departamento de Defensa. En uno de sus párrafos se advierte sobre la mutación de los conflictos globales a partir de “una profunda articulación entre la cultura, la política y lo militar”. Para enfrentar las nuevas amenazas –sugieren– hay que “desarrollar una formación compartida con socios clave (…) La eficacia de las operaciones multinacionales depende de la interoperabilidad entre organizaciones, procesos y tecnologías”, para lo cual hay que “promover la innovación intelectual apoyada en la educación”.

 

 

 

Monroe, cañones y jueces

 

La ley como arma de guerra, de Orde Kittrie.

 

Los amigos y socios locales de la embajada preparan un nuevo encuentro de confraternización para el 18 y 19 de octubre, a realizarse en el salón de honor del Centro Cultural Kirchner. El evento es presentado como un aprendizaje para mejorar “la implementación del sistema acusatorio en la Justicia Penal Federal en la Argentina”. Sus organizadores son la delegación diplomática de Washington y el Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA), que se presenta como “un organismo intergubernamental, con autonomía técnica y operativa, establecida por resolución de la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA)”.

La presidenta de la CEJA es Jenny Willier Murphy, una ex funcionaria de USAID, agencia de ayuda humanitaria dependiente del Pentágono, recientemente denunciada por el Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, como partícipe del financiamiento ilegal de candidatos opositores. El vicepresidente del CEJA es el juez Daniel Petrone, integrante de la Sala I de la Cámara de Casación Penal, quien reconoció recientemente en un escrito –presentado ante el presidente de la Cámara– “una amistad íntima” con el ex ministro de Justicia Germán Garavano, factótum –junto al prófugo Fabián Pepín Rodríguez Simón– de la denominada Mesa Judicial instituida durante el gobierno de Mauricio Macri para propagar el lawfare. En el cónclave académico cuyano no faltaron otros magistrados que suelen visitar con asiduidad las dependencias diplomáticas ubicadas en el barrio de Palermo: Mariano Llorens, Diego Barroetaveña y los inefables integrantes del clan Mahiques.

En 2016 Orde F. Kittrie publicó Lawfare: Law As A Weapon Of War, en el que explica cómo los “códigos normativos se convierten en balas”. El texto historiza el concepto de lawfare, acuñado en 2001 por el general de división de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, Charles Dunlap, quien proponía la utilización de los magistrados y procuradores “como un sustituto de los medios militares tradicionales para lograr un objetivo de combate bélico”. Este procedimiento, sugería Dunlap, era menos sanguinario y más económico porque permitía derrotar a los enemigos utilizando “recursos blandos” disponibles. Sus acciones deben orientarse –en el contexto de América Latina– a destruir los vínculos entre dirigentes populares y sus bases, y a fragmentar a las mayorías populares en múltiples tribus de referencia y reconocimiento, haciéndolas olvidar aquello que tienen en común: su anclaje socioeconómico.

Casi dos siglos atrás, en 1823, se difundió la Doctrina Monroe, sintetizada en la frase “América para los americanos”. Según registros históricos, fue nominada inicialmente por John Adams y atribuida al Presidente James Monroe. En 1904 Theodore Roosevelt postuló una enmienda a dicha doctrina que fue conocida como Corolario Roosevelt. En su discurso del 6 de diciembre de ese año, el mandatario enunció los principios que aún guían su política exterior: “Todo lo que Estados Unidos desea es ver a sus vecinos estables, organizados y prósperos […] pero los comportamientos incorrectos crónicos […] requieren la intervención de alguna nación civilizada, y en el Hemisferio Occidental el apego de Estados Unidos a la Doctrina Monroe nos obliga […] a ejercer un poder internacional policial”. En febrero de 2018, el entonces secretario de Estado, Rex Tillerson, aseguró que la Doctrina Monroe “es tan relevante hoy como el día en que fue escrita”. Cambian los métodos, la tecnología bélica y los dispositivos de sometimiento. Pero no muta la doctrina.

 

Persecución política, mural del pintor y escultor peruano Leonardo Olfer.

 

 

 

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