HAMMETT, PROTAGONISTA DE SÍ MISMO
Un arquetípico policial yanqui en la mejor tradición literaria argenta
Fervoroso antifascista, veterano de las dos guerras mundiales, perseguido y encarcelado por el macartismo al negarse a buchonear a sus compañeros, pero por sobre todo padre fundador de la novela negra, Dashiell Hammett (EE.UU., 1894-1961) salta ahora de autor a personaje protagónico. Luego de treinta años de rauda elaboración, la proeza corre por cuenta de Juan Sasturain (Gonzalez Chávez, 1945), que con El último Hammett logra acaso el cenit de su prolífica producción literaria; una novela de casi setecientas páginas que se lee como un chicotazo, y nada menos que el premio mayor de la Semana Negra de Gijón (compartido con el español Carlos Bassas del Rey por Justo {Alrevés}), otorgado por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos que –precisamente— lleva el nombre del autor de Cosecha Roja.
(Otro sí: dicho sea de paso; algo interesante sucede con los escritores argentinos y el género policial negro, pues el año pasado el contramaestre de este Cohete a la Luna, Marcelo Figueras, con El Negro Corazón del Crimen ( https://www.elcohetealaluna.com/ese-hombre/ ) se alzó con el escalón más alto del podio de Buenos Aires Negra, el festival de novela policial incorporado al circuito internacional en el que participan la Semana Negra de Gijón, Barcelona Negra y Getafe Negro, en España, Mord & Hellweg en Alemania, Polars du Sud en Francia y Theakstons Old Peculier Crime Writing, del Reino Unido).
Lo notable de la flamante novela de Sasturain es, para empezar, el lenguaje. Transcurre como si se tratara de una buena traducción española (como las que hacía Bruguera, señaló oportunamente el autor) en la que el personaje viste chaqueta, compra cigarrillos en la gasolinera, embarra su fino calzado en el lodazal y guarda las maletas en la cajuela. Tan lúcida como difícil triquiñuela (requiere suma cautela para que no se cuele un argentinismo), instala al lector en aquella atmósfera en que se leían los relatos policiales a partir de que hicieron furor en estas pampas, a comienzo de los años '60. De inmediato, ese peculiar idioma se engarza con (¿cómo llamarlo?) la “cadencia Hammett”: descripción con dieta estricta de adjetivos, diálogos intercalados con remate socarrón, toques sutiles intercalados en el párrafo, destinados a aliviar o volver viscosa alguna atmósfera.
Si bien se han intentado sin lograrlo, principalmente en su país de origen, instalar al “viejo, amado e inoxidable Dash” como personaje, aquellos experimentos narcisistas nunca fueron más allá de meras profanaciones o intentos de colocar un enano en la cabeza de un gigante. Por eso El último Hammett resulta al mismo tiempo un Hammett dentro de Hammett; el relato ficcionado de una ardua, extensa, prolijérrima investigación literaria sobre la novela policial negra, su creador, personajes, estilos y aún desviaciones. Todo eso en una narración devoradora, que arranca en la primavera boreal de 1953, cuando el bueno de Dash, casi sexagenario, sin publicar una novela en las últimas dos décadas, esquivándole a los esbirros del FBI que procuran volver a ponerlo tras las rejas por comunista, vive de prestado en una cabaña junto a un lago en un paraje situado a un par de horas de Nueva York.
El vínculo que Hammett –el protagonista– traza con los restantes personajes, con cada uno, constituye una sucesión de cuentos centrífugos, inscriptos uno dentro de otro, dotados de sus respectivos fulgores y sombras expresionistas. En los extremos, la relación con el adolescente Tony, hijo de los anfitriones dueños de casa, se desarrolla con la iluminación de un madrigal, aunque sin concesiones ni pretensión iniciática. En el margen opuesto –y complementario–, el negro Donald Ponyton, que en su constante suposición forja certeza, se adelanta al protagonista o bien lo retiene, regulando la intensidad de las escenas. Boxeador de peso mediano, hace metáfora infinita de la función de sparring: “mientras el boxeador actúa, obra; el sparring, en cambio, representa. El boxeador debe –y en eso radica su destino– ser él mismo; el sparring —y en eso radica su arte– parecer otro. Lo que es ensayo para los boxeadores – el entrenamiento— es el momento de la verdad para los sparrings, devenidos, según esta concepción activa de su papel, shadows”. Sombras y efigies, en roles alternos, a veces superpuestos, son los que pugnan en la literatura de Hammett no menos que en el personaje delineado por Sasturain. Si los define en presencia como a Tony y Donald, en ausencia hace lo propio con Lillian Hellman (EE.UU., 1905-1984): permanece en Francia durante casi toda la trama. La exitosa dramaturga que fuera por treinta años esposa con cama afuera del escritor, en la novela de Sasturain surge en forma epistolar, conmueve como una referencia permanente, una evocación, testigo privilegiada que desde un palco avant scene observa la obra que Hammett realiza para ella en un constante ensayo general sin público. Aparece al principio y al final, duplicando a Linda, la pareja del boxeador, en ambos puntos cruciales del relato, que cobra la forma del circuito borgeano y, de esta manera, corrobora la inscripción de El último Hammett en lo mejor tradición de la literatura argentina. Una novela argenta construida como un policial yanqui; un desafío, una revancha; también reconocimiento, homenaje, confeso acto amoroso.
Excepcional trabajo de escritura, el de Juan Sasturain amalgama relatos incrustados uno en otro; darse el lujo de transitar varios estilos (aún un cuento chino), recuperar personajes históricos y llevarlos a situaciones tanto riesgosas como desopilantes, todo ello sin apartarse de la trama general. Flexión más que reflexión sobre la literatura de Samuel Dashiell Hammett, un texto salpicado de señas, insinuaciones, parpadeos, donde no es cuestión “de encontrar un tema para escribir sino de convertir esa búsqueda del tema en el tema de la novela”. Una hazaña.
FICHA TÉCNICA
El último Hammett
Juan Sasturain
Buenos Aires, 2017
686 págs.
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