Hagamos algo

No alcanza con horrorizarse o indignarse, hay que hacer algo más efectivo que buscar a una piba perdida

 

La mañana fría y lluviosa recuerda que el ciclo de la vida continúa, inexorable. Y que el otoño se aproxima. Luego será el invierno y después la primavera. Siempre recuerdo a mi profesora de música explicando la crueldad de los inviernos europeos y cómo la primavera los sorprendía llena de vida. Y que por eso los compositores europeos escribían maravillas dedicadas a la primavera.

Quien escribe es una persona del verano. Nací en diciembre, lo cual ya es todo un dato, el mes en el que todo empieza de nuevo. Me gustan los días largos, las mañanas frescas y silenciosas y la luz que baila. Y el ritmo sosegado de los eneros sin clases y ya de adulta, sin tribunales. Como a todas las temperaturas extremas me ponen de mal humor, pero señalo, hasta 34 grados puedo decir que es una temperatura donde soy feliz, siempre que pueda dormir siesta. En cambio, por debajo de los 10 grados un poco las ganas de vivir entran un letargo del que logro salir cuando los jazmines empiezan a florecer. Una de mis posesiones mas absurdamente valiosas es el pequeño florero de porcelana celeste y blanco donde mi nona Ruth le ponía jazmines del Cabo a la Virgen, todos los 8 de diciembre, y la casa se llenaba de un perfume característico que aun hoy es el perfume de la felicidad, las vacaciones y las bibliotecas que asaltaba de niña, mientras todos dormían la siesta.

Pensaba en esto mientras veía el desesperado operativo de búsqueda de M, la chiquita que fue secuestrada. Niños para los cuales la infancia es apenas un tramo de la vida en el cual lo único que importa es vivir para contarlo. ¿Cuál es la infancia real de una nena –de cientos de nenes— que viven en la calle? ¿Cómo sobreviven al hambre, al frío, al abuso, a la violencia real y simbólica a la que son sometidos diariamente? Da una pena infinita pensar en esos niños, aunque asumamos que con mi pena no se arregla nada.

“M” afortunadamente apareció viva, algo cada vez menos frecuente cuando se trata de niñas, adolescentes o mujeres que desaparecen. Extraña y cruel sociedad donde las nenas y las mujeres son siempre el cervatillo más indefenso de la manada. Ese que cercan y capturan los depredadores. No es extraño entonces que mientras más indefensa y desprotegida esté la niña o la mujer, más funcione el instinto depredador.

En algún punto, aunque suene horrible, la sociedad finge que no ve a esas nenas y mujeres expuestas a mil riesgos. Las ve recién cuando las cámaras de TV encuentran un cuerpo masacrado en un basurero o una pobre chica que milagrosamente logra escapar de una red de trata. O cuando un montón de mujeres pobres cortan una calle pidiendo que aparezca una nena.

Incluso aquellas que pueden intentar defenderse recurren a los mecanismos que ofrece la sociedad y son las instituciones las que rechazan ayudarlas. Las comisarías que no toman las denuncias o que exigen un plazo para hacerlo. Ignorando que cada hora es un riesgo potencial. Los juzgados que demoran con parsimonia insultante las medidas solicitadas por mujeres que sólo quieren que las protejan de un riesgo que sienten inminente.

Siempre me he preguntado cuánta violencia debe tolerar una mujer para que las instituciones acrediten que en efecto está en riesgo. ¿Cuántos golpes, abusos y amenazas son necesarios?

Recuerdo el relato de una mujer contando cómo su pareja la golpeaba poniendo especial cuidado en no dejar marcas en lugares visibles. El hecho que el señor fuese policía solo hacia pensar dónde había aprendido la especificidad que requerían esos golpes. Pero volviendo a la reflexión anterior… ¿Cuántas cicatrices y marcas de violencia debe exponer una mujer para que su relato sea creído? ¿Y de cuánto tiempo dispone antes de que la violencia se vuelva muerte?

En mi lógica de chica de clase media me llevó algún tiempo entender que a veces las mujeres están atadas a su agresor por lazos invisibles. Que van desde la imposibilidad de pensar una alternativa, el miedo a relatar los abusos en el ámbito familiar, la indefensión económica, propia y de los niños si los hay. El temor a las represalias del agresor y el rechazo de las personas más cercanas. Porque tenemos que ser honestos: la noticia de la situación de violencia genera indignación, pero también una profunda incomodidad en el círculo cercano. La misma incomodidad que hace que muchas veces ese círculo no vea o no quiera ver la violencia, sucediendo ante sus propias narices.

Quiero señalar que ninguna persona debería vivir en la indigencia, ni dormir debajo de una chapa y un plástico. Tampoco resulta admisible que alguien pase hambre, no tenga acceso a agua potable o servicios de salud. Ninguna persona.

También quiero señalar que el hecho de que una madre adicta –o un padre, para el caso— someta a sus hijos a semejantes condiciones de vida también es inadmisible. Y eso pasa frente a los ojos desaprensivos del Estado. Sea Nacional, Provincial o Municipal.

Por incomodo que sea, la policía debe ver a las nenas vendiéndose por monedas en ciertas esquinas de Constitución. Porque pasa todos los días a 30 cuadras del Teatro Colon.

Todas premisas muy lindas pero que, en los hechos no se verifican. Porque el Estado, que debe cuidar a las personas, no lo hace. En una sociedad violenta y cruel, un Estado indiferente es parte del problema.

Además de un batallón de trabajadores sociales recorriendo las zonas de vulnerabilidad social para detectar cada abuso y cada violencia, debería haber un batallón de abogados prestando asistencia y asesoramiento para impulsar las denuncias y las medidas necesarias para proteger a las víctimas.

Y añado, en las comisarías debe haber un equipo de trabajadores sociales para verificar que se tomen las denuncias y que además protejan a las familias. ¿Nadie comprobó la situación en la que vivía M? ¿Nadie tomó nota de que su madre era una adicta? ¿Nadie se interesó en ver cómo sacaba a esa nenita de la situación de extremísima vulnerabilidad en que estaba?

También es imperioso un sistema de casas de guarda o de transito para que las mujeres se puedan refugiar, ellas y sus hijos. Y un riguroso seguimiento de la escolarización de esos hijos. No solo por la escolarización en sí misma, sino porque es la plataforma de soporte para asegurar la alimentación y el acceso a los cuidados de la salud. ¿Ofrecen los Estados asistencia para que los padres adictos puedan tratar sus adicciones? Sí, pero son de difícil acceso. ¿Les enseñamos a detectar las violencias y defenderse de ellas?  No lo sé, sé que estamos surcados por campañas de concientización a las que acceden quienes cuanto menos tienen un televisor.

No creo que se logren milagros, pero sí podemos conseguir salvar a los niños y a los adolescentes del destino de violencia y pobreza al que parecen condenados aun antes de nacer. Trabajemos para que al menos tengan una oportunidad o varias, para que se salven. Para que ese montón de niños y adolescentes no engrosen la filas de quienes transitan sin un gramo de esperanza u oportunidades.

Pienso además que debe exigírseles a los funcionarios judiciales algún grado de responsabilidad mayor respecto a las denuncias de violencia de genero. Porque es una de las pocas situaciones en que el Poder Judicial puede prevenir un hecho y no solo hacer autopsias de lo que pasó. Pueden impartir justicia de verdad, de la que salva y cura y no ser eterno cuerpo de forenses de una sociedad que no pudo o no supo evitar el daño. Es claro que deben extremarse no solo los controles sino también el seguimiento de los casos. La protección judicial debe ser efectiva y no un raro caso de buena suerte.

Podríamos estar discutiendo estas cosas, pero no estamos discutiéndolas. Estamos analizando la discusión de un ministro de Seguridad provincial con un secretario de Seguridad nacional, mientras que el responsable político de la zona donde vivía M brilla por su ausencia.

¿Saben lo que pasa? Que cuando convertimos los temas importantes y de fondo en meras peleas políticas, el telón que las desgracias de esos niños abren sobre lo que pasa y no vemos, se vuelve a cerrar. Es más fácil y hasta más cómodo como sociedad enfrascarnos en discutir la pelea de hombres grandes que comen todos los días y no qué hacemos con los miles de pibes que pasan hambre, que sufren violencias y duermen en la calle, debajo de una chapa y un cartón.

El caso de M nos abrió las puertas a un mundo espantoso y sórdido, del que preferimos escaparnos antes que afrontarlo. Pero mientras escribo esto soy consciente de que está desapareciendo otra M, y una mujer está siendo violada, y otra más esta siendo sometida a una red de trata y un niño está siendo abusado. Y una mujer ha pedido una medida de restricción y un secretario judicial, apurado por comenzar su fin de semana, dejó el pedido sobre el escritorio y tal vez este fin de semana el agresor vuelva a agredir a la mujer o sus hijos. El descuido del viernes tal vez sea el titular policial del diario del lunes. Y de nuevo todos nos horrorizaremos, inútil y vacuamente, mientras a cuadras del Teatro Colon una pibita le hace una fellatio a un señor por unas monedas.

Porqué, ¿saben qué? No alcanza con horrorizarse, conmoverse o indignarse. Se trata de hacer algo más efectivo que buscar a una piba perdida y celebrar porque milagrosamente la encontramos viva. O disputar la foto de ese triste éxito. Se trata de hacer algo de verdad. Sin demoras. Y sin excusas.

 

 

 

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