Hablar o callar
Crónicas de un defensor: el costo de guardar silencio
Hay un libro de Foucault que me gusta mucho. Se titula Obrar mal, decir la verdad (Siglo XXI, 2014), y su subtítulo es La función de la confesión en la Justicia. Se trata de un curso que el filósofo brindó en la Universidad de Lovaina en 1981. Allí, a modo de presentación, evoca una escena ciertamente dramática que transcurre a mediados del siglo XIX: un psiquiatra francés induce a un enfermo que ha sufrido delirios y alucinaciones a reconocer que nada de lo que relata ha ocurrido, que sólo se trataba de una locura, y por la fuerza (sometido a progresivos baños de ducha fríos) es obligado a reconocer su condición de loco, confesión que se convierte en un elemento decisivo de la cura.
La escena revela la complejidad de una práctica que, aun bajo coacción, necesita suponer a un sujeto libre que se comprometa a ser lo que afirma ser o lo que dijo haber hecho. Así, a lo largo de todo el curso, Foucault analizará la trayectoria de ese acto verbal de “confesión” mediante el cual el sujeto plantea una afirmación sobre lo que es-hizo, quedando vinculado a esa verdad impostada, a esa relación de sumisión respecto del “otro”, que le exige ese encasillamiento respecto de sí mismo.
Si pensamos el loco, no podemos dejar de lado al delincuente, que –como también cree Foucault– ha sido tratado de la misma forma. Entonces nada muy distinto a esta escena es lo que suele ocurrir a diario en los Tribunales Penales.
Recordemos cómo, hasta hace muy poco, un juez y un fiscal federal utilizaban la amenaza contra políticos y empresarios; si ellos no se arrepentían con el libreto que les deban en mano, e inculpaban a miembros de la oposición política del gobierno de entonces, los metían presos.
En la (mal) llamada “Causa de los cuadernos”, una parte de la justicia de Comodoro Py dio una lección inquisitiva y demostró la vigencia del texto de Foucault en el denominado lawfare.
Pero si llevamos esto a inferior escala, veremos que la Justicia penal basada en la criminalización de los pobres, suele utilizar –todos los días– la misma receta o manual.
Manual de inquisidores
En la actualidad, nuestro sistema constitucional establece que el Estado es quien debe colectar la prueba para destruir la inocencia y demostrar la culpa de una persona, a través de una sentencia firme; caso contrario, corresponde dictar la absolución.
Derivación de ello es que nadie, ningún ciudadano, está obligado a declarar contra sí mismo, es decir a confesar nada, sin que ello sea usado o presumido en su contra.
Toda persona merece trato de inocente, salvo que se pruebe lo contrario y lo diga una sentencia. Como en las películas: eso le recitan los policías a las personas cuando las detienen. Por lo tanto, una persona imputada de un delito tiene la opción (el derecho) de guardar silencio durante todo el proceso, y es libre de declarar cuantas veces quiera o considere.
Sin embargo, nuestro sistema penal, históricamente entrenado como sistema inquisitivo basado en la táctica de la sospecha selectiva y la búsqueda de la verdad arrancada de la confesión a los culpables, tal como ejemplifica Foucault, deja entrever que no es tan bueno mantener un largo silencio. Al menos parece resultar algo sospechoso no tener que decir nada ante la autoridad que te detiene.
Si la policía ya ejerce un rol hostil y criminalizante sobre los cuerpos de los detenidos, el sistema judicial debe convalidar o no esa sospecha que captura la policía. Por ello, en esa instancia es importante, a la corta o a la larga, brindar una explicación razonable ante la acusación de un fiscal. Al menos eso es lo que, en la práctica, suelen aconsejar los buenos abogados. Y ese es un sano criterio en el que muchos juristas están de acuerdo.
El ejercicio contrario al etiquetamiento y la sospecha, por lo tanto a la inquisitiva confesión, es hablar ante los estrados. Nunca quedarse callado. “El que calla, otorga”, dice el refrán. Por eso hay que declarar. Deslindar. Convencer. Siempre de manera razonable y prudente. No forzada, ni apresurada. En forma coherente y sin contradicciones. De manera verosímil. Y nunca, jamás, confesar.
Ese sano criterio entiende que, aun cuando el sistema constitucional garantice el principio de inocencia, la costumbre inquisitiva es un imaginario tan fuerte que juega muy en contra de los más débiles. Especialmente de aquellos que carecen del contexto de defensas o herramientas para neutralizar la administración de la sospecha. De allí que sea muy difícil para ellos (me refiero a los pobres, en general) evitar –a la larga– un adelantamiento de castigo a través de la prisión preventiva o –finalmente– una condena.
“El que calla, otorga”
Suele ocurrir que las personas que carecen de recursos económicos son asistidas por defensores oficiales, quienes –muchas de las veces– no siguen la premisa de los buenos abogados que comentamos más arriba; por el contrario, siguen al pie de la letra el principio de no hacer declarar a sus asistidos en los juicios, a menos que estén muy seguros que la persona no está mintiendo y sea inocente. Es decir, los hacen confesar antes de asesorarlos, y luego evalúan si el relato sirve para que declaren.
Por lo general esos abogados optan por el “no declares por ahora, después vemos”. El “después vemos”, luego se transforma en “nunca”.
Eso les asegura, a esos abogados de oficio, poder sostener la cantidad de trabajo y de defensas. No olvidemos que los defensores suelen ser escasos, y mucha la demanda de trabajo. Entonces, por posición burocrática, aconsejan a sus asistidos que no declaren de entrada, cuestión que si el silencio no será usado en su contra no deberían preocuparse. Sin embargo, ese silencio sí juega en contra. Y eso, desde ya, no parece muy razonable.
Veamos la opinión de un defensor que piensa de este modo: “Siempre es mejor que el defendido no declare, y la excepción es que lo haga... Esto es así porque en la mayoría de los casos, pese al principio de inocencia, el grado de sospecha que pesa sobre el imputado es fuerte, ya sea porque es una persona marginal, de actitudes o aspecto sospechosos, o es un reincidente, o hay prueba suficiente... por lo que en estos casos no tiene sentido y es riesgoso hacer mentir al imputado en la indagatoria, o incluso hacerle decir algo que pudo ser tranquilamente la verdad pero que no se sostiene con otras pruebas y lo hace quedar igual de mentiroso... Nosotros no somos saca-presos... Los jueces y fiscales nos pierden la credibilidad si hacemos declarar siempre a los imputados, y tampoco los vamos a hacer perder tiempo, mejor es cuando valga la pena... Hacemos declarar si la persona defendida nos dice la verdad, si es alguien presentable, si aporta algo que luego desvirtúe la prueba de cargo...”.
Para los defensores entrenados bajo este imaginario, mantener el silencio del defendido –incluso si las acusaciones no son justas– será más un deber que un derecho. Si el defendido habla y explica, debe decir la plena verdad de lo acontecido. En el fondo, en este tipo de imaginarios, “el que no habla” no lo hace porque no tiene razones suficientes para decir verdad, de lo que se podría inferir (más allá de que el derecho lo impida como garantía de silencio e inocencia) alguna duda o grado de sospecha sobre la persona imputada.
Un botón de muestra
De 100 expedientes analizados por mí mientras trabajaba en una defensoría penal para adultos, entre los meses de enero a diciembre del año 2005 (Fuero penal de La Plata, edificio de 8 e/56 y 57, en el Piso 4º), por diversos delitos seguidos a personas adultas, mi muestra arrojó el siguiente dato: sólo en un 5% de los imputados prestaron declaración en alguna oportunidad del proceso penal.
Es decir, en un 95% los imputados no declararon, en función de criterios como el asentado más arriba. No he tenido acceso a la finalización de los procesos en todos los casos (sólo a una mayoría), por lo que no podría vincular o relacionar sistemáticamente la declaración con el resultado de los procesos (sí afirmar que muchos de esos procesos finalizaron con juicios abreviados con anuencia del defensor oficial, por lo que las declaraciones eran inocuas ante ese desenlace que suponía –de algún modo– reconocer la atribución de los hechos).
Sin embargo, analizar por entonces algunos documentos del SIMP (sistema informático de estadística y gestión de la Procuración Bonaerense) me permitió concluir en su momento que dentro de aquel 5% del universo de casos se produjo la mayor efectividad en términos de absoluciones y sobreseimientos, proveniente de aquellas causas que los imputados declararon y dieron su versión de los hechos.
“Quememos las naves de entrada”
Entrevista con F. en la defensoría:
- Está tranquilo, me dice que está todo el tiempo en la misma esquina porque ahí pasan siempre unas chicas que le gustan, que ahí se junta con otros del barrio que muchas veces lo dejan dormir en su casa porque hace tiempo los padres lo echaron dado que consumía marihuana, pero que él no es adicto sino que consumía esporádicamente.
La madre lo quiso internar en una clínica y él se opuso porque no se consideraba un enfermo; entonces el padre le pegó en el rostro una trompada y le pidió que no vuelva más. Desde ese día va de casa en casa o duerme en la calle.
Me dice que la policía lo conoce y que ya lo levantó por “doble A” varias veces, que incluso le pidieron que realice varios trabajos, pero él en esa no se engancha. Que esta vez eran como diez en la esquina y uno tenía un arma, estaban fumando y alguien se zarpó, pero él no hizo nada. Como la policía llegó y no encontró a nadie lo agarraron a él de “perejil”, que no tenía nada robado en sus manos, pero que igual así lo llevaron a la comisaría y en el patrullero lo golpearon.
En la comisaría le sacaron fotos y además lo pusieron delante de una persona para ver si era o no era quien había robado. Esa persona dudaba.
Le propongo armar bien el relato, ponerle temporalidad a cada uno de sus pasos. Un relato más pausado y que haga hincapié en la secuencia que me cuenta, y sobre todo en que “no le encontraron nada”.
- parece confiado, tiene todas las ganas de declarar y salir cuanto antes, me dice que no tolera estar ni un minuto más encerrado y que si los jueces van a llamar al padre que siempre lo golpea, “se va a matar”.
Le pido que no se desespere, que esté tranquilo y que lo mire al fiscal a los ojos, tal como me mira a mí en ese momento, con mucha postura de sinceridad, y que no se enloquezca y menos que diga eso de matarse.
Le digo, me sale, le explico: "Quememos las naves” antes que el caso llegue al juez en el quinto día.
Me pregunta qué es “quemar las naves”, le explico que es ir a decirlo todo ante el fiscal con la tranquilidad que va a salir en libertad.
“Yo no soy la verdad que el sistema me impone que sea”
Hay una película estrenada hace poco en Netflix que habla de todo esto. Se titula “Monstruo”. Las preguntas son las mismas:
¿Qué es decir la verdad ante un juez para que no te trate como delincuente?
¿Qué es la verdad judicial hoy sino una negociación de la sospecha entre la parte débil y fuerte del proceso penal?
¿Asegura algo decir la verdad ante una acusación y un jurado?
¿Confesar sirve para algo, o mejor inventar una verdad verosímil?
Estas son las preguntas que surgen en la actualidad, frente al sistema punitivo. Estas son las preguntas de todo abogado defensor junto a su defendido.
Seguramente F. nunca hubiera declarado bajo el asesoramiento del defensor para quien la “regla no escrita del silencio” es regla de oro. Pues, lo seguro, es que tampoco le hubiera creído, o con la duda lo hubiera mantenido en silencio hasta mejor oportunidad.
“Mirá cómo me chamuyo al fiscal”
Extracto central del acta de la declaración del joven F, ante la fiscalía:
“Yo venía por la calle y la policía me levanta, estaba sólo, me dicen que había robado el supermercado de la vuelta… me suben al patrullero, me llevan a la taquería y me ponen frente a un tipo que dice que yo le robé… cómo es posible que le haya robado si estaba a la vuelta y no tenía nada, no me sacaron nada… ningún arma, si la policía buscó en la cuadra y no encontró nada… me tienen preso porque soy parecido al que robó y nada más...”
La forma que asumió F.al poner en palabras el relato transcripto fue lo más importante. Tal como ensayamos, F. miró al fiscal a los ojos, bajó la mirada, adoptó una pose de sinceridad, y remató apelando a la idea de injusticia cometida por la policía sin mayores pruebas que el parecido físico.
El fiscal evaluó la prueba, no tenía muchos elementos: el cruce –de hecho– entre la víctima y F. en la comisaría exponía cierta irregularidad en el procedimiento policial, que hacía que una eventual rueda de reconocimiento estuviera viciada. Más allá de la sospecha, lo declarado por F. era un relato verosímil. Tampoco el fiscal iba a perder tiempo con este tipo de casos.
Se dispuso la libertad de F. de inmediato, y a falta de otras pruebas, al tiempo, se archivó el expediente.
* Julián Axat es escritor y abogado.
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