Para lxs de ceño fruncido y anteojos xenófobos, para los que usan traje de estafador y cheque volador a tono, para las señoras de caniche blanco y nariz artificial, serán por siempre la mersa, los inmundos, la resaca que escupe la ciudad, en fin, el negrerío. Estoy hablando de los vendedores ambulantes, esa logia callejera que no sabe de patrones ni horarios, la que te ofrece en las esquinas, en las fondas, en los trenes y andenes (los colectiveros se ortiban) un tentempié a precio obrero, crema de grasa de iguana para el reuma o la artritis, cargador de celulares, fajas que te hacen adelgazar, linternas de mano, pañuelos de papel. Todo lo tienen, lo ofrecen, lo saben vender.
A veces, se me da por imaginar que alguno de estos hombres que cruzo a diario en la estación Constitución son nietos o bisnietos de aquellos antiguos vendedores de pescado que llegaban con su carrito o sus canastos a la esquina de tu barrio: "¡Merluza, doña… fresca la merluzaaa!" Con su delantal a la cintura y esos ojos de mirar distancias, no solo ofrecían sus tesoros plateados sino también la ilusión de conocer el mar, quiero decir, en su olor a sal, en sus manos llenas de escamas de corvina, estos hombres eran lo más parecido al mar. Yo conocí a uno, a fines de los ‘80 lo vi cruzar por última vez la esquina del Pasaje Junín y Bouchard (Lanús) y ya nunca más.
Mismo juego sucede cuando bordeo el Riachuelo rumbo al puente La Noria y, de pronto, como venido del fondo de la infancia, el carro del botellero tirado por un caballo más flaco que su dueño (a pesar de la prohibición, alguno todavía queda). Instantáneamente llega a mi corazón la imagen de los “carreritos”, hombres de ternura larga, acaso verduleros, vendedores de tierra y abono, polleros o hueveros, pero mayoritariamente lecheros. Y mientras escribo estas líneas cargadas de nostalgia pienso en “Don Canseco”, que desde la altura de su pescante fileteado, atado a una yegua mansa, supo remontar hasta mediados de la década del ‘90 las calles de Monte Chingolo; junto a mi amigo Leonel Iacobuzio lo veíamos trepar las tardes del barrio, bajar del carro, y con su particular manera de caminar entregar los cajones de leche. Desesperado por saber algo más de su historia, en estos días conversé con Liliana, su hija:
–¿Don Canseco era vasco como la mayoría de los lecheros?
–No, papá nació en Argentina. El oficio lo heredó de mi abuelo, creo que era de la zona de Cosenza.
–¿Ordeñaba, o la leche venía del tambo?
–Llegaba del tambo, el tren la dejaba en la estación de Lanús. Papá en las madrugadas iba a buscar los tarros y se los traía.
–¿Y el reparto?
–Era casa por casa, la gente lo esperaba con la lecherita. Fraccionaba la leche con un medidor, hasta que llegaron las botellas de vidrio retornables y finalmente el sachet de las marcas naciones.
–Contame de los caballos.
–Tuvo varios, los tenía en el fondo de casa, en una caballeriza, se tomaba el trabajo de limpiarla todos los días, incluso le enseñó a las yeguas a hacer pis en unos tachos para evitar que ensuciaran los cascos. Las últimas dos que tuvo se llamaban “Muñeca” y “Flecha”.
El paso del tiempo, las normas de salubridad e higiene, la competencia feroz de los productos lácteos, no solo le fueron quitando el botellón de vidrio, el tambo, las yeguas, sino también su economía. Todo comenzó a apagarse cuando se requirió para las ventas el aporte a Ingresos Brutos y otras cuestiones burocráticas, pensá que Don Canseco ganaba centavos por cada litro de leche vendido. Por esto que te cuento, toda vez que suena el tango El Carrerito por la orquesta de Tanturi en la voz de Alberto Castillo llega desde el corralón de mi memoria “Don Canseco”, el lecherito bueno de Monte Chingolo.
Paréntesis: si andás con ganas, cruzá El carrerito (1928) con el tango Mano blanca (1941) de Manzi y De Bassi. Notarás su filiación; ¿acaso un homenaje de Homero al autor de El conventillo de la Paloma?
El carrerito (Vaccarezza-De los Hoyos).
La más maravillosa música
Ahora quiero detenerme en el canto de estos vendedores ambulantes, en su pregón. No sé si sucede en tu barrio, pero acá, en Boedo orillando Pompeya, todavía pasa el churrero, el afilador de cuchillos, algún que otro vendedor de ristras de ajo, y muchas chatas destartaladas que vienen de Villa Caraza y Fiorito, ¿antiguos botelleros? vueltos en el tiempo chatarreros. Aparecen en las siestas, el pregón sale del megáfono de la chata, gangoso, distorsionado, y la manzana del barrio se inunda de esa música. "¡Compramos muebles, camas, colchones, calefones viejos, señoraaaa!" No cabe duda, en esas melodías anida el eco inmemorial de una larga tradición.
Llegó el momento de contarte el porqué de este asunto. Meses atrás, Enrique Binda –compañero de la Academia Nacional del Tango– nos hizo saber de la creación de su canal de YouTube donde semana a semana comparte registros fonográficos de tango con especial acento en la Guardia Vieja. Llegué a casa y lo busqué; saltó un registro sonoro de Ángel Villoldo, ¡cada día más inmenso! ¡Cada día más actual! Título: Gritos Callejeros Populares (1909). “Anteayer –comienza esgrimiendo– me levanté muy temprano y viendo la mañana tan hermosa me fui a dar unas vueltas por esas calles. ¡Dios mío! ¡Qué bullicio! ¡Cuántos vendedores ambulantes! ¡Cuántos gritos jeroglíficos difíciles de descifrar!”, y se larga a imitarlos. Creeme, me largué a llorar.
Te pido entonces, te tomes tres minutos clavados para zambullirte en este regalo que nos ofrece Binda, regalo que merece una tesina dando cuenta, por ejemplo, del armado de las oraciones, los tonos, inflexiones, modismos del pregón según el oficio; por tanto, si te embalás, volvé a oírlo y detenete en las nacionalidades: el napolitano gritón y alegre vinculado a las carnicerías ambulantes, el apagado canto del provinciano vendedor de yuyos, el turco con texto estudiado –por lo general ofreciendo toallas y manteles–, el lecherito con su boina y su silencio vasco. También podés reflexionar en torno a la territorialidad: ¿dónde sino a las puertas de los teatros el vendedor de diarios madrileños? ¿Y para los carros verduleros? El suburbio. ¿Y las plazas? ¿Y cerca de los cines? Ah… ese era territorio exclusivo del chocolatinero.
Como lo habrás notado, todos eran hombres, es decir un oficio masculinizado, y su interlocución básica era femenina. Un modelo cuyo reparto sexual distinguía esferas de acción bien definidas: el espacio público “al sonido del pregón” (dominio masculino); el espacio doméstico, privado, “el de los susurros, chismes y confidencias a media voz” (dominio femenino).
Hoy la historia es diferente pero igual. Unos aman el oficio; otros, expulsados del mundo, encuentran en la venta ambulante la última balsa de supervivencia. Pero el pregón sigue, sigue, sigue… en las vendedoras de arepa y chipá, en algún canillita esquinero, en los cafeteros, en los “arbolitos” de la calle Florida, en los vendedores de golosinas, ¿por qué la comunidad senegalesa no pregona? Constitución, Once y Retiro los junta. Montados a los vagones de los trenes despliegan su ópera prima, y al promediar la tarde, al caer de sus luces, se los puede ver en lenta retirada, el paso cansado, los ojos también.
Ahora los estoy viendo acodados a los puestos de panchos, algunos alisan el manojo de billetes, lo ordenan según el color; otros descartan las cajas de mercadería, o cabecean un sueño corto. Y están también los que no pueden con su genio, los que aman la calle más que los perros vagabundos, los que le prenden una vela al San Cayetano de los andenes… y entran a las fondas cantando.
¡Hasta la Victrola Siempre!
Gritos Callejeros Populares.
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