La globalización padece hoy trastornos profundos. Y el fundamentalismo de mercado, emergido de la Escuela de Chicago, que orientó política e ideológicamente el desarrollo del capitalismo globalizado, está en problemas. Es archiconocido que su desenvolvimiento amplió significativamente las oportunidades de negocios de las empresas transnacionales a nivel mundial –en particular pero no exclusivamente norteamericanas—, tanto en el plano productivo (que incluyó el cierre de empresas que se relocalizaron en terceros países) como en el financiero y en el comercial. Este proceso, sin embargo, con el correr del tiempo ha encontrado límites y enfrenta serias dificultades.
El dinamismo inicial de la globalización ha desaparecido. La interdependencia compleja pero amistosa, constructora de consensos y relaciones convivenciales inéditas hasta entonces entre Estados, empresas y las sociedades que quedaban concernidas, se encuentra hoy interrumpida, por decir lo menos. Y el desencuentro campea.
Esto se muestra claramente en los conflictos comerciales y tecnológicos que enfrentan a Estados Unidos con China, las dos economías más importantes del planeta. La guerra arancelaria en curso entre uno y otro país es un reflejo de ello. Lo mismo que el enfrentamiento entablado en el campo de la tecnología informática G5. Ambas disputas, no está de más aclararlo, fueron iniciadas por los Estados Unidos. Las turbulencias entre ambos países se expresan, asimismo, en una sintomática paradoja, difícil de calificar. Como consecuencia de aquel impulso globalizador inicial se fueron radicando en China, entre otras, las siguientes empresas estadounidenses: Amazon, Apple, Coca Cola, General Motors, Gillette, Intel, KFC, Microsoft, Nike, Starbucks, Walmart y Walt Disney Co. En la actualidad, varias de ellas están en problemas y consideran la posibilidad de retirarse parcial o totalmente de aquel país.
Las crisis económicas y financieras que sufrieron Estados Unidos en 2007/2008 y la Eurozona en 2010 también fueron una advertencia en el sentido de que la economía globalizada no estaba funcionando bien. En tanto que las diversas reacciones sociales y políticas que sobrevinieron luego, tanto en Europa como en América, mostraron progresivamente que el malestar avanzaba (y aún lo hace).
Todo induce a pensar hoy en día que el neoliberalismo como doctrina y como política se ha vuelto incapaz de conducir a una refuncionalización de la globalización. Con el agudo sentido crítico del que hace uso frecuentemente, Joseph Stiglitz lo dijo con todas las letras en un artículo que lleva el significativo título Después del neoliberalismo, publicado hace ocho meses. Dice allí que “después de 40 años de neoliberalismo en Estados Unidos y otras economías avanzadas, sabemos que no funciona. El experimento neoliberal… ha sido un fracaso espectacular”. Y marca algunas insuficiencias de la doctrina y la práctica neoliberal, sin ninguna pretensión de agotar la lista. Enumera: impuestos más bajos para los más ricos, desregulación de los mercados laboral y de productos, alto desarrollo de la financiarización, distribución desigual del ingreso y pérdida de posiciones de los segmentos más débiles de la escala.
De las diversas causas profundas que inciden sobre la disfuncionalidad o el fracaso de la globalización y de su gobernanza neoliberal, hay una que me parece que tiene una fuerte potencia determinativa: la antinomia que se establece entre la competitividad y la inclusión.
Puede decirse que la competitividad es la capacidad para aprovechar las innovaciones tecnológicas; para abrir y desenvolver oportunidades de negocios y para producir beneficios para las empresas. En tanto que la inclusión (social), favorecedora de mejores salarios para los trabajadores, de mayores oportunidades laborales, de mercados regulados de bienes y servicios o de mejoras en las posibilidades de acceso a la educación de los sectores de menores recursos —sin agotar la lista— conspira contra la competitividad. Ni qué hablar del gasto estatal, que es percibido como pernicioso, lo que redunda en una tendencia a la desestatalización que suele llevarse puesta tanto a la recién mencionada educación, como a la salud, a las jubilaciones, etc. Estatalidad vs. privatizaciones es, en fin, una ya clásica manera de exponer la antedicha antinomia.
Cabe agregar que esta dura lógica sistémica ha presidido hasta ahora la globalización. Para ser exitosa, una economía competitiva debe ser refractaria a la inclusión. Por el contrario, una economía que haga concesiones a la inclusión, no será ni competitiva ni exitosa. Esta contraposición entre competitividad e inclusión funcionó bien durante cierto tiempo, con predominio de la primera. Hoy, en cambio, hay indicios de que la falta de equidad que genera el predominio de la competitividad produce tanto disfuncionalidad como rechazo. Sin ir más lejos, el continente americano lo ha comenzado a mostrar con cierta nitidez.
El neoliberalismo con rostro humano pero no inclusivo de los demócratas norteamericanos, cuyo último exponente fue Barack Obama, terminó cediéndole oportunidades electorales entre los descontentos y afectados a Donald Trump, quien por añadidura reniega de algunos principios del neoliberalismo sin pretender excluir de la globalización a Estados Unidos. Ha retirado a su país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica y de la Asociación Transatlántica para el Comercio. También del Acuerdo de París sobre asuntos ambientales y del Acuerdo 5+1 con Irán, todas cuestiones sensibles y de gestión asociativa. Son muestras de un desdén por las lógicas y prácticas multilaterales, que fueron piezas centrales del armado original de la gobernanza global. Esto ha venido acompañado de gestos y actitudes contra la Unión Europea y hacia algunos/as primeros/as mandatarios de los países que la integran. Nada de esto es poco ni deja de ser sintomático respecto de los trastornos de la globalización.
Estados Unidos ha propiciado sin cortapisas la participación en aquella de los países latinoamericanos. Un caso paradigmático es el de Brasil. Tras el golpe blando contra Dilma Rousseff y el ilegal encarcelamiento de Lula da Silva se abrieron las puertas para que Michel Temer aplicase un Programa de Desestatización, que puso en marcha un amplio proceso de traspasos a la órbita privada que llevó, incluso, a la privatización de Embraer, hasta entonces “nave insignia” de las empresas estatales brasileñas. Temer, además, anunció la privatización de la explotación petrolera del presal. Jair Bolsonaro, dando continuidad a esta iniciativa, abrió recientemente una licitación de áreas marítimas a empresas transnacionales, entre otras iniciativas pro-globales.
Por lo demás, Trump y sus antecesores han alentado el fundamentalismo de mercado practicado por Colombia, Chile, Ecuador, Paraguay, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Honduras y Panamá.
No obstante, en los tres primeros han estallado movimientos reactivos y refractarios a la inserción y prácticas globalistas que sostienen sus gobiernos. En estos casos se trata de un rechazo de la condición de subordinación globalizada que padecen. Más particularmente, de una acción contestataria cuyos protagonistas insurgen contra un modelo que privilegia la competitividad antes que la inclusión (dicho esto sin desconocer sus particularidades históricas y nacionales). De gente común y diversa que reclama mejores condiciones de vida, mayores oportunidades de empleo, mejores salarios y más beneficios sociales que amplíen su escaso bienestar presente, entre otros reclamos. Y que no está dispuesta ya a permanecer callada e inactiva.
Argentina, por su parte, acaba de iniciar una nueva singladura con Alberto Fernández en busca de superar la desastrosa herencia dejada por Mauricio Macri y su pretensión de incorporar a la Argentina al mundo globalizado, sobre la base de un fundamentalismo de mercado combinado con endeudamiento externo abismal, una “timba” financiera inaudita y una desinclusión social abrumadora. Todo esto bajo la atenta mirada del Fondo Monetario Internacional, un organismo importantísimo para la gobernanza global. Y del apoyo brindado a Macri por Trump, que pesó a la hora de la aprobación de los U$S 54.000 millones que aquel organismo le confirió.
Lo anterior es una muestra más de que la globalización anda a los tumbos. Y es también un desafío para Fernández y el Frente de Tod☼s, que deberán navegar las actuales trastornos globales a la par de iniciar negociaciones con el FMI debido al pesado endeudamiento que Argentina tiene. Todo esto con el norte puesto en alcanzar cierta autonomía nacional que nos ponga a cubierto de una reinserción subordinada al enclenque, achacoso e incierto orden global que impera hoy.
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