GLOBALIZACIÓN, PANDEMIA Y DESPUÉS
Nos encontramos frente a un porvenir borroso que aún no tiene cara ni dueño
Las crisis financieras de 2008-2009 en Estados Unidos y de 2011 en Europa, de especial repercusión en la Eurozona, fueron llamadas de atención sobre el estado de salud de sus correspondientes economías. Ninguna de las recuperaciones que les siguieron fue capaz de ir más allá de devolverles a sus respectivas matrices económicas, sus condiciones preexistentes. Y poco aportaron para mejorar las condiciones de vida de los sectores menos favorecidos que eran meros convidados de piedra en esas estructuras.
En este contexto de creciente desigualdad, que fue examinado —entre otros y tempranamente— por Robert Castell en el plano social y por Joseph Stiglitz en el económico, se fue abriendo camino el crecimiento de simpatizantes y partidos de derecha. Thomas Piketty, en un artículo publicado en Liberation el 23 de marzo de 2015, que tituló “La doble condena económica y política de las clases populares”, escribió: “Durante las últimas décadas, las clases populares sufrieron el equivalente de una doble condena, primero económica y después política”. Y remató: “Este sentimiento de desamparo alimenta el voto de extrema derecha y el surgimiento del tripartidismo, tanto dentro como fuera de la zona euro (por ejemplo, en Suecia)”. Se infiere de esto que la sostenida exclusión instrumentada por gobiernos de centro o de centroizquierda motivó el desplazamiento de un número significativo de electores hacia la derecha.
Este proceso cundió también en el continente americano, donde se instalaron Presidentes de derecha como Donald Trump, Sebastián Piñera, Alejandro Giammattei y Jair Bolsonaro. Se me dirá probablemente que a los dos últimos se les facilito la elección con la exclusión de algunos candidatos —en el caso brasileño Lula Da Silva, que no es decir poco—, lo cual es verdad. Pero no es menos cierto que vencieron a otros postulantes que quedaron compitiendo y no eran de derecha. Bolsonaro, aun hoy, con todo lo que se le achaca, tiene un 39% de imagen positiva.
Como quiera que sea, entre crisis económicas y desbordes políticos por derecha se fue procesando un desgranamiento del modelo económico globalista asentado sobre el fundamentalismo de mercado. Curiosamente, ha sido el actual Presidente de los Estados Unidos quien más impulso le ha dado a aquel desgranamiento.
Multilateralismo en la picota
Desde su inicial decisión de retirar a su país del Acuerdo Transpacífico –importantísimo convenio impulsor de acuerdos de libre comercio, una de las panaceas de la matriz globalista— y de enterrar nonata a su réplica atlántica, Trump no ha parado de actuar agresivamente sobre múltiples planos del modelo globalista, además del económico. Abandonó el Acuerdo de París; redefinió el Tratado de Libre comercio con Canadá y México; sostuvo e incluso fomentó el belicismo en el mundo y abolió el convenio sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio. Destrató a la Unión Europea, de la que llegó decir “que es probablemente tan mala como China, pero más pequeña”; y maltrató a Angela Merkel y a Justin Trudeau, premiers de Alemania y Canadá respectivamente, entre otros notorios zafarranchos. Queda así claro que embistió contra el multilateralismo, que es una condición básica de la globalización. Su más reciente blanco fue la Organización Mundial de la Salud. Pero su más sostenido empeño antiglobal ha sido la guerra comercial con China.
Trump, el perturbador
Trump anunció en marzo de 2018 la intención de imponer aranceles por 50.000 millones de dólares a China por sus “prácticas desleales de comercio” y el “robo de propiedad intelectual”. En respuesta, aquella hizo lo mismo con 128 productos estadounidenses, entre otros la soja, que hasta entonces era una de sus principales importaciones. En abril del mismo año, Washington dispuso una imposición arancelaria adicional de 100.000 millones de dólares. En mayo China acudió a la Organización Mundial del Comercio, una iniciativa casi formal porque la entidad se halla paralizada desde hace tiempo, por desavenencias internas y por la actitud estadounidense de obstaculizar la renovación de los jueces de su Órgano de Apelación.
En diciembre de 2018, en la reunión del G20 realizada en Buenos Aires, Trump y Xi Jinping acercaron posiciones y buscaron un nuevo entendimiento. Pero no cundió. En mayo de 2019, el Presidente norteamericano inició un ataque contra la empresa de comunicaciones e informática china Huawei y la negociación quedó de nuevo en agua de borrajas.
El 15 de enero de este año ambos países convinieron poner en marcha un nuevo acuerdo comercial. Poco después, a raíz de la aparición de la Covid-19, Trump fue instalando un ácido clima de discordia centrado en acusar a China de ser la responsable de la pandemia.
No obstante, el 8 de mayo representantes de ambos países anunciaron su intención de recuperar lo convenido en enero. Duró poco. Una semana después Trump colocó un filoso tweet: “Como dije durante mucho tiempo, negociar con China es muy costoso. Acabamos de hacer un acuerdo comercial, la tinta está apenas seca y el mundo fue golpeado por una plaga desde China”. ¿Tinta apenas seca? Desde febrero viene acusándola. Además, el racconto que se viene llevando muestra con claridad que los entuertos comerciales entre ambos países comenzaron hace ya más de dos años, con Estados Unidos llevando siempre la iniciativa. Es difícil no concluir que ha sostenido una actitud ex profeso desafiante y provocadora.
Por si fuera poco lo anterior, al día siguiente —16 de mayo— Trump declaró a la cadena Fox News que estaba “muy decepcionado” por el manejo chino de la pandemia. Y agregó: “Hay muchas cosas que podríamos hacer. Podríamos cortar toda relación”. Casi en simultáneo, su gobierno volvió a operar contra Huawei: dispuso bloquear los envíos de semiconductores a esa empresa china.
Es evidente que a Estados Unidos le interesa poco resolver la guerra comercial con China. Recurre a ella –junto a otras opciones— en procura de contenerla, de obstaculizar su expansión y de frenar su vigoroso crecimiento. Y es evidente que una querella de esta naturaleza entre los dos países con los más altos PBI del mundo es poco compatible con la globalización tal como se la ha conocido hasta ahora.
Final
En rigor, el Presidente norteamericano viene desarrollando desde el comienzo de su gestión una política que tiene el propósito de perturbar la globalización. Probablemente ha estimado que de este modo perjudica el desenvolvimiento de China. Y ha operado procurando quitarle agua a la piscina de la globalización en el que aquella nadaba cada vez más a sus anchas. Ha sido, por cierto, una opción costosa mundialmente que, sin embargo, no ha tenido tiempo suficiente para demostrar su eventual eficacia para frenar el ímpetu chino, pues la pandemia ha paralizado al orbe y ha instalado una durísima depresión económica que alcanza prácticamente a todo el planeta y dado curso, en lo inmediato, a una amplia y profunda crisis. Caen a escala mundial el nivel de actividad, el de demanda, el de empleo y el PBI. Hay inestabilidad financiera, cortocircuitos comerciales diversos y se han interrumpido las cadenas de suministros, entre otros perjuicios.
Hoy se augura, sin que se den mayores precisiones, que el mundo cambiará. Algunos destacados economistas indican que sobrevendrá una desglobalización, lo que es sostenido por argumentos bastante razonables. Se señala también que el enfrentamiento entre Estados Unidos y China persistirá, lo cual en un mundo económicamente descalabrado es asimismo plausible.
Algo, sin embargo, debe ser dicho sobre la esfera de lo político. En primer lugar, habrá elecciones presidenciales en Estados Unidos el próximo noviembre. Si gana Trump es muy probable que incurra en más de lo mismo. En cuyo caso la turbulencia mundial estará asegurada por cuatro años más. Y si el que se impone es Joseph Biden habrá que ver: hasta ahora no se percibe nada en el campamento demócrata respecto de su lectura de lo que vendrá y de su actuación futura. En segundo lugar, habrá que observar cómo se comporta políticamente el variopinto campo de la derecha cuyas bases podrían llegar a pugnar, a su modo, en contra de la doble condena señalada por Piketty. En tercer lugar es dable esperar que los progresismos apunten hacia una modificación de la articulación entre mercado y Estado que mejore las performances de sus respectivos países en el plano económico y abra posibilidades que les permitan avanzar sobre la exclusión social y la falta de oportunidades. Y eventualmente sobre otros asuntos como la cuestión ambiental o el ya casi olvidado desarme. Finalmente, estarán los fundamentalistas del mercado que añorarán lo ido y andarán en busca de un “gatopardismo” de dudosa posibilidad y probablemente terminarán como esos sordos que contestan preguntas que nadie les ha hecho.
Así las cosas, nos encontramos frente a un porvenir borroso que no tiene cara aún y que, hoy por hoy, tampoco parece tener dueño.
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