En mayo de 1945 llegó a la Argentina el flamante embajador de los Estados Unidos, el rubicundo Spruille Braden. Venía de Chile, donde su familia había fundado la compañía minera Braden Copper Company y donde había conocido a su esposa. Tenía experiencia diplomática en la región: en los años ‘30 había participado en Montevideo de la Séptima Conferencia Panamericana como asistente del secretario de Estado norteamericano, y en 1938 estuvo en Buenos Aires en la Conferencia de Paz del Chaco, que buscó fijar los límites territoriales entre Paraguay y Bolivia después de la Guerra del Chaco. Allí conoció al canciller argentino Carlos Saavedra Lamas, quien por su mediación en aquel conflicto recibió el Premio Nobel de la Paz (el primer Nobel obtenido por un latinoamericano). Años después, Braden recordaría con antipatía al aristocrático funcionario. Tal vez la Argentina era demasiado limitada como para poder contener ambos egos.
Pese a la brevedad de su mandato (volvió a su país cuatro meses después de su llegada, para ocupar un puesto en el Departamento de Estado), Braden fue un embajador muy activo. Los Estados Unidos desconfiaban del Presidente Edelmiro Farrell y sobre todo de su Vice Juan Domingo Perón, a quienes acusaban de ser promotores del nazismo en la región. El diplomático se transformó de hecho en el jefe de la oposición –radicales, socialistas, comunistas y demócratas progresistas, partidos en los que se expresaba no sólo la vieja oligarquía, sino también una parte de la clase media urbana– y su tarea consistió en aglutinarla para frenar las veleidades electorales del Vicepresidente. La Unión Democrática, resultado de la fraternal insistencia del Departamento de Estado, fue una alianza electoral efímera, que no sobrevivió a la derrota en las elecciones de febrero de 1946. Su exiguo programa fue la oposición a Perón, resumido en la candorosa consigna de la “defensa de la libertad”. Teniendo en cuenta que la Marcha de la Constitución y la Libertad –la multitudinaria manifestación opositora al gobierno– se llevó a cabo el 19 de septiembre de 1945, es decir un mes antes del “aluvión zoológico” del 17 de octubre, podemos inferir que el antiperonismo precede al peronismo.
Braden llegó incluso a explicarle al embajador británico que “el derrocamiento del gobierno argentino es posible y deseable a cualquier costo”, aunque el Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido no compartió plenamente sus alucinaciones. El diplomático inglés John V. Perowne escribió al embajador: “Uno no puede eludir la sensación de que el ‘fascismo’ del coronel Perón es tan solo un pretexto para las actuales políticas del señor Braden y sus partidarios en el Departamento de Estado: su verdadero objetivo es humillar al único país latinoamericano que ha osado enfrentar sus truenos”. Detrás del sentido elogio a la Argentina, se percibe la amargura de una potencia en declive que veía evaporarse su imperio y sus zonas de influencia a manos de la nueva potencia hegemónica.
Ochenta años después de la creación de la Unión Democrática, el freno al peronismo (hoy circunstancialmente kirchnerismo) y la invocación vacua a la libertad siguen siendo las únicas consignas políticas de nuestra derecha, hoy extrema derecha.
A principios de los años ‘70, el propio Perón recordaría al incansable embajador-empresario: “Braden actuaba como en su casa. Hacía discursos, se reunían con los de la Unión Democrática y les hacía un discurso. Indudablemente, nosotros no podíamos dejar de aprovechar esa situación. Por eso, cuando me proclamaron a mí fue cuando dije: ‘El pueblo tendrá que elegir: o Braden o Perón’. Un slogan que se expandió enseguida por toda la república. Indudablemente, fue un gran acierto. Y yo a Braden quizá le tuviera que levantar un monumento, porque en la Argentina fue el que más nos ayudó para ganar las elecciones, con su conducta y con su intervención abierta y descarada dentro del panorama político argentino”.
El 11 de abril, por cadena nacional, el Presidente de los Pies de Ninfa presentó como “tercera fase del plan económico” lo que fue una capitulación frente al Fondo Monetario Internacional (FMI). En efecto, pese al superávit comercial del 2024 –de unos U$D 19.000 millones–, producto del desplome de la actividad que redundó en la caída de las importaciones, y al blanqueo de capitales –otros U$D 20.000 millones–, el Banco Central que el papá de Conan quería destruir se quedó sin dólares y tuvo que recurrir al FMI, el prestamista de última instancia. “Terminar en manos del Fondo es terminar en la B (...) es perder el partido”, solía explicar el economista gutural José Luis Espert cuando todavía no era un entusiasta de la motosierra.
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Si los 20.000 millones de dólares del Fondo no le alcanzaran al ministro Luis Caputo –el Timbero con la Tuya– en su irrefrenable incendio de reservas, el secretario del Tesoro norteamericano, Scott Bessent, prometió ayudarlo: “Si la Argentina lo necesita, en caso de un shock externo y si Milei mantiene el rumbo, estaríamos dispuestos a utilizar el FSE”, en referencia al Fondo de Estabilización Cambiaria del Tesoro de Estados Unidos.
Hace unos días, durante la Asamblea de Primavera del FMI, la humorista búlgara Kristalina Georgieva, accesoriamente titular del organismo, habló sobre los peligros que acechan a la Argentina, entre los cuales incluyó las elecciones de medio término de este año. “Es muy importante que la voluntad de cambio no se descarrile. Hasta ahora, no vemos que ese riesgo se materialice. Pero yo le pediría a la Argentina que mantenga el rumbo” afirmó. Nótese que no nos ordenó votar a La Libertad Avanza, sólo nos lo recomendó con ahínco.
Retomando la misma letanía que invocan los funcionarios del gobierno nacional y los periodistas serios (dos colectivos que cada día cuesta más diferenciar), Georgieva explicó –en referencia al nuevo préstamo del FMI– que “esta vez es diferente”. Una afirmación asombrosa, que trasluce que para ella todos los programas anteriores con el FMI fueron un fracaso. Al menos en ese punto, una mayoría de argentinos acuerda con la funcionaria.
Sentada junto a Federico Sturzenegger y con el pin de una motosierra prendido a la solapa de su tailleur, la titular del Fondo llamó a votar por el partido del Presidente de los Pies de Ninfa, dando a entender que es la única opción que tiene la Argentina para continuar recibiendo la ayuda financiera de ese organismo técnico que no hace política. También sostuvo que nuestro país tiene una gran oportunidad como proveedor de materias primas. Un apoyo claro a la destrucción de la industria nacional que lleva adelante el aplaudido Javier Milei.
Frente a esta tosca operación política, es difícil no recordar las candorosas declaraciones del Presidente Alberto Fernández: “(Georgieva) entiende de la pobreza porque ella vivió en la Hungría comunista (sic) y vio de cerca lo que fue la pobreza (...) Yo tengo mucha confianza de que ella entienda y nos acompañe. Tengo mucha confianza en que ella se dé cuenta de que no le podemos hacer pagar costos a aquellos que han perdido todo”. No es húngara, pero tampoco nos acompañó. Digamos todo.
Además del frenesí que generaron en el oficialismo, las declaraciones de la titular del FMI lograron el milagro de unir al peronismo, que denunció tanto su “intromisión electoral” como “otro préstamo político, similar al otorgado a Mauricio Macri en 2018”.
Incluso Martín Guzmán se indignó y consideró que además de “inaceptables y repugnantes”, las declaraciones de Georgieva “blanquean que el préstamo del FMI al Gobierno de Milei fue político”. Es una lástima no haberlo tenido como ministro durante el gobierno de Alberto Fernández, seguramente hubiera rechazado el acuerdo político anterior.
Es bueno recordar, en ese sentido, la actitud de Máximo Kirchner, que presentó su renuncia como presidente del bloque de diputados del Frente de Todos debido a las diferencias que tenía con el gobierno por el acuerdo con el FMI: “Esta decisión nace de no compartir la estrategia utilizada y mucho menos los resultados obtenidos en la negociación con el Fondo. No aspiro a una solución mágica, sólo a una solución racional”, afirmó en aquel momento. “Lo que construimos fue una alternativa razonable”, le contestó el entonces ministro Guzmán.
No hay nada nuevo en estos acuerdos catastróficos para el país. Como escribió Noemí Brenta, economista especializada en deuda externa: “El FMI no solo propició el crecimiento de la deuda externa argentina a través del apoyo directo a los programas económicos neoliberales, condicionando su aprobación a las reformas estructurales pro-mercado, sino que proveyó montos enormes que fueron utilizados para la fuga de capitales, pese a que su Convenio Constitutivo lo prohíbe”.
La intromisión electoral de la burócrata búlgara replica la del empresario-diplomático norteamericano en la campaña de 1945: son elefantes en un bazar. Cuesta imaginar a quién se dirige esta operación del oficialismo en un país que históricamente repudia al Fondo Monetario por conocer en carne propia los efectos devastadores de sus políticas.
Pero, en todo caso, tanto el FMI como el Tesoro de los Estados Unidos tienen la cortesía de aclarar los tantos: el acuerdo no es más que otro colosal aporte de campaña.
Y por definición, los aportes de campaña –y su eventual devolución– sólo incumben a sus beneficiarios.
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