Garantía de hambre
El fetiche del libre mercado en el dilema de los sistemas agro-alimentarios
Es un problema medular que en un país agro-industrial como la Argentina una buena parte de la población requiera asistencia del Estado para poder alimentarse y otra buena parte vea cómo su salario se evapora debido a los aumentos sostenidos de los precios de los alimentos. Esta situación se profundiza a partir de las medidas que viene tomando el gobierno de Javier Milei. En su relato, el Estado es el responsable de todos los males y el libre mercado la solución divina. Por eso avanza en el desmantelamiento de las instituciones responsables de regular, controlar o promover la producción y comercialización de alimentos, según sea el caso. Recientemente confirmaron el desmantelamiento de la Dirección Nacional de Programas y Proyectos Sectoriales y Especiales (DIPROSE), cuyo objetivo es ejecutar recursos externos proveniente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) y otros organismos de crédito para el desarrollo rural, entre ellos el PROVIAR II, un programa para pequeños y medianos productores vitivinícolas de todo el país que ya tenía en formulación más de 300 proyectos abarcando a más de 1.500 productores en cooperativas y grupos asociativos, principalmente en Mendoza, San Juan, La Rioja Catamarca y Salta. Además, como si el objetivo fuera la destrucción de las economías regionales, anunciaron la apertura de las importaciones de alimentos.
Analizando la realidad global, es muy claro que no existe libre mercado y que las corporaciones aumentan su dominio subordinándolo a sus intereses. Por otro lado, las principales potencias y bloques de países desarrollados invierten mucho dinero en subsidios para los agricultores y sostienen instituciones y políticas intervencionistas. La crisis alimentaria es uno de los dilemas globales que el capitalismo financiero no ha podido y no podrá resolver. De Milei, lo que podemos afirmar es que parte de supuestos alejados de la realidad.
En el año 2023, en al menos 65 países hubo movilizaciones y protestas de productores agrícolas, campesinos y agricultores. Desde India hasta Kenia, pasando por Colombia, Bélgica y Francia, tractores y herramientas del campo pasaron a ser símbolos de protesta en todo el mundo. Quienes se dedican a la agricultura advierten que, sin protección y sin una mejora en los precios, peligra su futuro. Con demandas que, si bien varían, tienen ejes en común: ingresos justos para quienes producen de forma que permitan un nivel de vida adecuado, intervención estatal para garantizar precios sostén, y regulación del mercado para establecer reglas justas y claras en el intercambio comercial dentro de la compleja cadena agroalimentaria global. Paradójicamente, los precios globales de los alimentos presentan aumentos considerables: casi se triplicaron en los últimos cuatro años, presentando una leve moderación de los aumentos el año pasado, pero que en términos de tendencia no logra bajar los niveles de inseguridad alimentaria y nos alejan de los objetivos de desarrollo sostenible 2030.
Según el informe anual de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2023, el 29,6% de la población mundial (2.400 millones de personas) padecía inseguridad alimentaria moderada o grave en 2022; entre ellas, unos 900 millones (11,3% de la población mundial) sufrían inseguridad alimentaria grave, y más de 3.100 millones no podían permitirse una dieta saludable.
Si los precios de los alimentos aumentan y los productores protestan porque no llegan a una vida digna, ¿adónde va esa diferencia de precios?
Este cuadro nos presenta uno de los dilemas de la fase financiera y digital del desarrollo del capitalismo: una crisis alimentaria aguda. A medida que los sistemas agro-alimentarios se subordinan a la dinámica financiera aumentan las dificultadas de los pueblos para acceder a los alimentos, se agrava la crisis climática y además se deteriora el nivel de vida de los agricultores.
Sin embargo, la visión que se impone desde los medios de propaganda y algunos sectores académicos y tecnológicos subordinados a las finanzas es que el problema son los Estados que intervienen los mercados. En ese relato se invisibiliza a los principales actores, que impulsan la profundización del proceso y que obtienen grandes beneficios: las corporaciones transnacionales y monopolios agroalimentarios.
Un estudio de SOMO reveló que las mayores empresas comercializadoras de productos agrícolas, es decir ADM, Bunge, Cargill, COFCO International y Louis Dreyfus (generalmente denominadas “ABCCD”) controlan el 73% del comercio mundial de cereales y semillas oleaginosas, así como un millón de hectáreas combinadas de tierras de cultivo.
Según el último informe del Grupo ETC (Barones de la Alimentación), las cuatro empresas más grandes de agroquímicos controlan el 62% del mercado mundial; las seis más grandes el 78%; Syngenta Group, el coloso de China, controlará un cuarto del mercado global de plaguicidas después de la fusión entre Sinochem y Chemchina. En lo que respecta al mercado mundial de semillas, las dos principales compañías controlan el 40%, las seis más grandes el 58% y sólo Bayer el 23% del mercado. Cuatro firmas (Syngenta, Bayer, Basf y Corteva) controlan el 50% del mercado, cuya facturación total fue de 45.000 millones de dólares en 2020. Siguiendo el mismo informe, respecto a la maquinaria agrícola, tres compañías controlan el 44% del mercado global; las seis más grandes el 50% y sólo Deere & Co. el 18%. En farmacéutica animal, cuatro firmas controlan el 61% de del total mundial. En otro rubro muy importante por su incidencia en las dietas de los cinco continentes, el de la genética avícola, tres empresas multinacionales controlan los pies de cría del 100% de la avicultura comercial. Finalmente, en el mercado de fertilizantes, diez empresas controlan el 38%. China es uno de los principales productores de fertilizantes, con una participación del 31% en UREA y 42% en fosfato de amonio.
Como vemos, lejos de ser un mercado perfecto y libre, el mercado de los insumos agroindustriales está concentrado y dominado por corporaciones capaces de provocar crisis de precios y abastecimiento según sus intereses.
El mismo informe analiza que en 100 corporaciones estadounidenses se encontró un aumento medio en las ganancias del 49% durante los últimos dos años. Cuando se trata de aumentos de precios de los alimentos en una crisis, es difícil discernir qué está genuinamente relacionado con la crisis y qué es especulación. Es decir, el problema no es sólo el caos de la cadena de suministro o la inflación; es también la codicia corporativa.
Frente a este escenario complejo de crisis y control corporativo, y atendiendo a que los sistemas agroalimentarios no sólo inciden en el problema de la seguridad alimentaria sino también en desarrollo, ordenamiento territorial, generación de trabajo y cuidado del ambiente, los Estados del llamado Primer Mundo imparten una serie de políticas de protección y subsidios a sus productores y empresas agropecuarias y aparecen como el otro lado de la pinza que se cierra sobre un mercado global agroalimentario cada vez más lejano de la utopía libertaria (o anarco-capitalista) del libre mercado.
El gobierno de Estados Unidos sostiene el “Farm Bill”, un conjunto de disposiciones muy variadas y a veces contradictorias que contempla el programa de cupones de comida (food stamps), el cual beneficia el 10 ó 12% más pobre de la población; los subsidios para la compra de seguro de cosechas y otros subsidios directos e indirectos tienden a beneficiar a una capa de los agricultores (individuos, bancos y corporaciones).
Según los informes de la ONG estadounidense EWG de febrero de 2023, los subsidios agrícolas federales entre 1995 y 2021 suman un total de 478.000 millones de dólares, es decir un promedio de 18.000 millones de dólares anuales.
Respecto a la Unión Europea, la Política Agrícola Común (PAC) lleva más de 60 años de programas de subsidios y regulaciones a la producción agroalimentaria europea. La nueva PAC Aprobada en 2023 establece que para el período 2021-2027 se asignarán 387.000 millones de euros que proceden de dos fondos diferentes: el Fondo Europeo Agrícola de Garantía (FEAGA), establecido en 291 100 millones de euros (a precios corrientes), y el Fondo Europeo Agrícola de Desarrollo Rural (Feader), que ascenderá a 95 500 millones de euros.
Para constatar su aplicación en territorio podemos ver el ejemplo español. Según el diario El País: “La ejecución del plan supone la disponibilidad de unos fondos anuales estimados en unos 4.800 millones de pagos directos que, como ha señalado el ministro de Agricultura, Luis Planas, son un seguro de rentas que apoya la estabilidad de los ingresos del sector. De cada 10 euros de estos fondos, seis se irán a ayudas básicas a la renta y al pago redistributivo; 1,4 euros para ayudas asociadas a diferentes producciones; 2,3 euros a ayudas agroambientales vía los eco regímenes y 20 céntimos como pago complementario a los jóvenes. A esta cifra se suman más de 500 millones en programas sectoriales y otros 1.700 millones por vía del desarrollo rural para digitalización e innovación”.
Según el informe de la OCDE 2023, las subvenciones a la agricultura china fueron de 59.000 millones de dólares anuales. Podríamos seguir la lista de Estados que intervienen: Noruega, Suiza, Ucrania, Islandia…
Ese es el contexto en el que Milei propone abrirnos al mercado “libre” mundial. Bajo esa estrecha luz que deja la pinza mencionada entre el poder de las corporaciones concentradas y la fuerte intervención de las principales potencias mundiales, la Argentina entrega su mercado interno abriéndolo a las importaciones de alimentos, y en paralelo desarticulando las principales herramientas estatales no sólo de control sino de promoción de la producción, tal como los programas de la DIPROSE, que han sido congelados y desmantelados, como las diferentes líneas de intervención de agricultura y comercio. Como complemento de la entrega suicida esta la denominada ley Bases, que pretende legitimar la entrega del trabajo y los bienes naturales de la patria a las corporaciones extrajeras y locales.
Crisis alimentaria y crisis climática son dos arietes que evidencian dilemas profundos que el capitalismo global no sólo no logra resolver, sino que por el contrario profundiza. Podemos afirmar que son evidentes fracasos del capitalismo financiero y neoliberal.
En nuestro país, la cadena agroalimentaria está controlada por menos de diez empresas, que siempre ganan, incluso cuando se abren las importaciones, porque en muchos casos ellas mismas operan como importadoras. Quienes pierden en esta odisea son las cooperativas, pymes, pequeños y medianos productores, así como los pueblos rurales y economías regionales que no tienen ningún tipo de condición para “competir” sin reglas ni árbitros.
Así, no resulta audaz afirmar que la “teoría económica” del Presidente y los resultados que pregona son terraplanismo económico o falacias conscientes para lograr más beneficios económicos de los sectores concentrados a costa de condicionar la soberanía alimentaria y el desarrollo nacional.
En la Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996, la FAO estimaba en 800 millones las personas alcanzadas por la inseguridad alimentaria en el mundo; actualmente, de la mano de la concentración y fusión corporativa, ese número aumentó a 2.400 millones de personas, dato que derriba la argumentación que usa Milei para sostener que a más monopolio más beneficio para la gente, que tendría mejores productos y más baratos.
Las fuerzas nacionales y populares de Argentina deben construir y acordar un programa hacia la soberanía alimentaria, y para eso visibilizar y poner en discusión el rol de las corporaciones y la necesaria intervención del Estado, para controlar y regular las prácticas especulativas y promover una sistema agro-alimentario cuyos principales objetivos deben ser abastecer de alimentos saludables al pueblo argentino y motorizar el desarrollo nacional con arraigo y uso sustentable de los bienes naturales. Para eso, impulsar el acceso y la democratización de la tierra para los agricultores, campesinos y cooperativas, el fortalecimiento y financiamiento de las cooperativas y las pymes, el desarrollo tecnológico y de la agro-ecología, y los precios de referencia para que productores y consumidores sean beneficiados. Articulando una política de exportaciones que se apoye en la integración sudamericana y oriente estratégicamente las divisas al desarrollo de nuestro país.
Como plantea la Mesa Agroalimentaria Argentina, la intervención estatal debe ser segmentada y diferenciada según los actores y atentos a la diversidad que muestra el campo argentino.
Luego de frenar el intento de Javier Milei de desangrar las venas abiertas de nuestra patria, nuestro principal problema es entender como nación la cuestión agraria, el rol del Estado y su relación con el campo y la producción agropecuaria según el ritmo que impone el mundo del siglo 21.
Sin soberanía alimentaria la democracia estará siempre en riesgo.
* Diego Montón es referente del Movimiento Nacional Campesino Indígena Somos Tierra y de la Mesa Agroalimentaria Argentina, y miembro del comité editorial del sitio Defending Peasants Rights.
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