Fuerzas Armadas: ¿defensa o seguridad?

Una confusión peligrosa

El 22 de enero de 2016, apenas 43 días después de haber asumido la presidencia, Mauricio Macri firmó el decreto 228, que autorizó a la Fuerza Aérea a derribar aviones sospechosos y remisos a identificarse (léase básicamente avionetas del narcotráfico). Fue un primer y tempranero paso hacia la fusión —de facto— de las funciones de seguridad y defensa. Es esta una obsesión que el oficialismo mantiene hasta el día de hoy, que contradice la normativa vigente: las leyes de Defensa Nacional, Seguridad Interior e Inteligencia. Este cuerpo legal separa nítidamente ambas funciones y regula las responsabilidades tanto de las Fuerzas Armadas como las de las entidades de seguridad y policiales. A su alrededor se construyó el consenso interpartidario más sólido forjado desde la recuperación de nuestra democracia en 1983.

En el mismo sentido, se acaba de aprobar el pasado 11 de junio el despliegue de 1.000 efectivos del Ejército —al que seguirán 3.000 más en meses sucesivos— en la frontera norte del país, para apoyar el trabajo de la Gendarmería. Además, los dardos gubernamentales han apuntado contra el decreto 727/06, reglamentario de la primera de aquellas leyes, que taxativamente indica que nuestras tropas militares sólo se empeñarán de manera disuasiva o activa, frente a amenazas presentadas por los ejércitos de otros Estados. Intentan derogarlo para reemplazarlo por un sustituto que abra la posibilidad de romper aquella demarcación y legitime el uso de soldados en tareas policiales y/o de seguridad.

Para más información, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich embistió en la misma dirección. Criticó el antedicho decreto y se preguntó: “¿Isis y Hezbollah son Estados extranjeros?” y también: “¿El ejército americano no podía actuar en el 11S porque no era un ejército el que atacaba?” Añadió: “En París hay miembros del ejército en las estaciones de trenes”. Y concluyó: “Hace 36 años que terminó la dictadura. Estamos en condiciones de poder darles una oportunidad a los militares argentinos para que se inserten en la democracia”. Va sin decir, claro, que esa oportunidad consiste en que se apliquen a la seguridad pública. En fin, hay mucha tela para cortar en esta intervención de Bullrich. Se suena las narices cuando Estados Unidos y Francia estornudan –es decir, mide lo nuestro con parámetros externos y ajenos—, se inmiscuye en asuntos que no son de su competencia ministerial (el uso de las fuerzas militares) y sostiene —sin razón— que los hombres de armas no están hasta ahora insertos en la democracia.  Pero más allá de comportamientos de facto, de obsesiones y de confusiones, hay datos muy duros que indican que además del impedimento normativo hay poderosas razones prácticas que ponen en evidencia que carece de sentido implicar a los soldados en la seguridad.

El 16 de marzo pasado se expidió la Decisión Administrativa 338/2018, firmada por el Jefe de Gabinete, Marcos Peña, en cuyo Anexo I se ofrecen cifras actualizadas sobre el personal militar en actividad. El Ejército tiene  6.522 oficiales; 21.995 suboficiales; y 22.000 soldados, de los cuales 20.715 son voluntarios y 1.285 aspirantes. (A esto deben agregarse 749 cadetes —cursantes del Colegio Militar— y 83 capellanes con grado militar). Si se atiende a las cifras que no están entre paréntesis, se encuentra que hay prácticamente el mismo número de suboficiales y soldados, una proporción inusual para la fuerza terrestre. Se constata, asimismo, que hay 3,37 soldados por cada oficial, lo que implica una anomalía severa: la proporción entre uno y otros suele ser mucho mayor.

Por otra parte conviene examinar qué despliegue orgánico del Ejército se atiende con esta dotación de personal. Como no es fácil consolidar información fehaciente referida a la totalidad de las unidades militares existentes, se considera aquí a aquellas destinadas directamente al combate o la batalla y se correlaciona exclusivamente con ellas las cifras de personal antedichas (lo que obviamente es impropio porque también hay personal militar afectado a los Estados Mayores Conjunto y General del Ejército, al Colegio Militar, a los hospitales militares, etc.). El ejercicio es imperfecto porque en la realidad el numerador es más amplio que el utilizado acá, pero es de todos modos revelador, a trazos gruesos, del estado en que se halla el Ejército.

Los resultados que se alcanzan son inquietantes. La fuerza terrestre tiene tres divisiones y una Fuerza de Despliegue Rápido (que es considerada una cuarta división). Si se divide por cuatro el número de soldados, el promedio resultante es 5.500 efectivos de tropa, lo que resulta escaso para estas unidades mayores. Si se efectúa la misma operación con las once brigadas en que se desagregan las divisiones, se alcanza un promedio de 2.000 soldados por brigada, que es un guarismo muy bajo. Y si se repite el cálculo, esta vez referido a las unidades autónomas (regimientos, grupos, batallones, compañías autonomizadas, destacamentos, etc.) incluidos en las brigadas, que son no menos de 120, se alcanza un promedio de 183 efectivos de tropa, que es alarmantemente insuficiente. Razonablemente, el Ejército ha concentrado sus escasos medios de forma tal de disponer de  un dispositivo mínimamente operativo. En consecuencia, no son pocas las unidades que han debido quedar reducidas en su personal y equipamiento –digamos “incompletas”— e incluso hay algunas que subsisten a título meramente nominal. (Cabe aclarar que la Fuerza Aérea y la Armada tienen otra estructura de personal pues sus efectivos de tropa han sido siempre mucho menores que los del Ejército por motivos funcionales. En cualquier caso, en sus respectivas condiciones actuales también acarrean padecimientos y penurias que por razones de espacio quedarán fuera de esa nota.)

Así las cosas y ante el panorama severo y sombrío que descubre la  información que se acaba de ofrecer, cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene bregar por la aplicación permanente de unos militares —que deberían ser recapacitados y reentrenados— a la seguridad pública? ¿Qué pueden sumar a un sistema que incluye a la Gendarmería Nacional, a la Prefectura Naval, a la Policía Federal y a la Policía de Seguridad Aeroportuaria, al que se puede agregar la colaboración de 23 policías provinciales y de la Policía Metropolitana? Pero además, ¿qué pasaría con la responsabilidad estatal de atender a la defensa nacional? Si esta capacidad está ya menguada, como se desprende de lo presentado más arriba, ¿a qué quedaría reducida si se policializara una porción de nuestras fuerzas militares?

Bien miradas las cosas, lo que se debería estar discutiendo hoy no es cómo nuestras anemizadas Fuerzas Armadas se aplican a la seguridad pública contra el viento de la normativa que lo veta y la marea de los asuntos prácticos que se acaba de exponer, sino cómo se las puede ir recuperando para que queden en condiciones de cumplir con su papel fundamental: atender a la defensa de la Nación. Esta no es un bien transable más, ni se puede desistir de ella.

La Argentina tiene significativas problemáticas geopolíticas y de defensa a las cuales debería prestarle atención. La más importante hoy es la del Atlántico Sur. Allí se localizan las Islas Malvinas, las Georgias y las Sandwich del Sur. Y si bien se ha establecido hasta con rango constitucional que la disputa con el Reino Unido deberá resolverse mediante la acción diplomática, esto no excluye la previsión defensiva. Hay un despliegue militar británico en las islas y su entorno que debería ser objeto de una sistemática de apreciación. Hay también otras dos potencias nucleares de la OTAN en el área sudatlántica: Estados Unidos y Francia (frecuentemente se olvida la posesión francesa de la Guyana), hay pasos estratégicos que albergan rutas comerciales que conviene monitorear (la conexión Atlántico Sur/Océano Indico; el pasaje Drake y el estrecho de Magallanes, que interconectan el Atlántico con el Pacífico). Y hay recursos naturales, como la pesca y el petróleo, que conviene preservar y salvaguardar.

En fin, carece de sentido ningunear a la defensa nacional y a los instrumentos militares que la sirven, en beneficio de una gestión securitaria. Es mucho más importante poner en marcha un proceso de recuperación de ambos, que ignorar a la primera y esforzarse por convertir a los segundos en rueda de auxilio de la seguridad.

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