FMI y crisis de deuda de Ucrania

Del auspicio de la desestabilización al disfraz de salvador

 

Con el anuncio del entendimiento para la firma de un nuevo acuerdo de la Argentina con el Fondo Monetario Internacional, que reemplace el stand-by de 2018, los interrogantes sobre el devenir de los acontecimientos se amplificaron. En este sentido, es un ejercicio interesante comparar con otras intervenciones del organismo. Concretamente, traemos a colación el caso de Ucrania, que firmó cuatro acuerdos distintos con el FMI en la última década, reestructuró deuda con acreedores privados, y mantiene un litigio abierto por el default con Rusia. El caso ucraniano, más allá de los posibles paralelos con el caso argentino, representa un claro ejemplo de cómo deuda y geopolítica se entrelazan.

 

 

Un país dividido

Ucrania es uno de los focos calientes de la geopolítica contemporánea debido a las disputas entre los Estados Unidos, la Unión Europea y la Federación de Rusia. Siendo una de las ex Repúblicas Socialistas Soviéticas más gravitantes, Rusia guarda intereses históricos en el país, incluyendo fábricas militares de alta complejidad. Para Europa, Ucrania es la pieza clave en el abastecimiento de gas. Estados Unidos, por su parte, la considera un punto clave para la contención de la influencia rusa, tal como se está notando en el actual intento por llevar la OTAN a su territorio. Estas tensiones tienen ya tres décadas de historia.

En noviembre de 2013, la decisión del presidente Víktor Yanukóvich de abandonar las negociaciones para la anexión de Ucrania a la Asociación de Libre Comercio con la Unión Europea, y en paralelo avanzar con acuerdos con la Federación Rusa, fue el detonante de una ola de protestas conocidas como Euromaidán. Culminaron con el derrocamiento del Presidente, la independencia de la República de Crimea, la anexión de Crimea y Sebastopol a la Federación de Rusia y la autoproclamación de independencia de Donetsk y Lugansk. El país se dividió en nuevos territorios, algunos de los cuales siguen en guerra hasta hoy. En mayo de 2014 se llevaron a cabo las elecciones presidenciales que dieron como ganador al empresario Petró Poroshenko.

El apoyo de Europa y los Estados Unidos al sector pro-Occidente de Ucrania fue muy explícito, pero también adoptó formas indirectas. Una de estas últimas fue el uso de la deuda.

 

 

Secuencia de acuerdos

Dotar de recursos a un país en guerra, fortaleciendo a la parte más afín, en el caso de Ucrania era básicamente darle forma a un nuevo Estado. Para ello, las potencias occidentales impulsaron la intervención del guardián del sistema financiero internacional, el FMI.

A tres meses de iniciadas las protestas, en febrero de 2014, Yanukóvich debió renunciar y huir del país. Christine Lagarde declaró entonces que el FMI “estaría dispuesto a ayudar a Ucrania” y lo hizo efectivo en abril con la firma de un acuerdo stand-by. Se trató de un acuerdo a dos años, por un total de 17.010 millones de dólares, equivalentes al 800% de la cuota del país en el Fondo. Este acuerdo, un mes antes de la elección de Poroshenko, tenía el objetivo de traer tranquilidad a los mercados y allanar el inicio de la sucesión a un gobierno favorable a Estados Unidos. Por fuera de ello, se planteó devaluar la moneda, reducir la emisión y el déficit, en especial el energético. Cualquier parecido con el acuerdo de 2018 con la Argentina no es casualidad.

Sin embargo, los logros del acuerdo no fueron los esperados y en menos de un año, para marzo de 2015, se cerró un nuevo acuerdo. Esta vez se trató de un acuerdo de Facilidades Extendidas –como el que firmaría la Argentina en 2025, según lo anticipado–, que tiene un plazo de gracia de cuatro años y una década para el repago. La cifra se amplió levemente a 17.500 millones, proponiendo avanzar no solo en la consolidación fiscal (incluyendo subas de tarifas energéticas) sino en reformas estructurales (en particular, de la empresa estatal de petróleo y gas, Naftogaz).

Nuevamente, el acuerdo tenía propósitos más allá de la letra. Funcionaba como aval en dos frentes donde Ucrania estaba negociando: la reestructuración de la deuda con acreedores privados y una deuda en conflicto con Rusia.

En cinco meses, para agosto de 2015, el gobierno ya había llegado a un acuerdo de canje, donde se lograron regularizar 19.300 millones de dólares, con una quita de capital del 20% y un período de gracia de cuatro años. El canje, que fue ampliamente elogiado, incluía nuevos bonos atados al crecimiento del PBI. Resulta paradigmático destacar las declaraciones del ministro de finanzas alemán, Wolfgang Schaüble. Este apoyo se daba en paralelo a la oposición del mismo Schaüble y la Troika a la postura de renegociación y auditoría que había esbozado el ministro Yanis Varoufakis en Grecia. Se mostraba así cómo se pretendían manejar las deudas: bajo el auspicio del FMI.

Justamente, así como mantenía un doble rasero con Grecia, el FMI avaló un canje que omitía los reclamos del gobierno ruso, a pesar de que el organismo no tiene permitido prestar a gobiernos en mora con acreedores oficiales. Rusia era el único comprador de un bono emitido en 2013 por 3.000 millones, que dejó de pagarse en 2014. A pesar de haber realizado un pago durante su gobierno, Poroshenko empezó a tratar la deuda con Rusia como un “soborno”, contraída por una “cleptocracia” y emitida bajo coacción. El gobierno ucraniano alegaba que su predecesor había contraído una deuda que violaba los principios democráticos y contra los intereses de su propio pueblo. Es decir, apelaba a la doctrina de la deuda odiosa, y el FMI avalando su accionar pareció favorecer esta interpretación.

Rusia presentó una denuncia contra Ucrania en la Corte Suprema de Londres, instancia en la cual obtuvo un fallo a su favor en marzo de 2018. Ucrania apeló la decisión y en septiembre de ese año el Tribunal de Apelación de Londres revocó el fallo de primera instancia. La disputa judicial aún no está cerrada.

Lejos de haberse resuelto, el problema de la deuda de Ucrania persistió. El 8 enero de 2019 Ucrania firmó un nuevo acuerdo stand-by con el FMI por 3.900 millones de dólares. La duración era de 14 meses pero en rigor tenía un “papel crucial en el anclaje de las políticas durante el período electoral”. Vencido el período de ese acuerdo, Ucrania firmó un nuevo stand-by en junio de 2020, por 5.000 millones. El plazo pactado era de 18 meses, y el último desembolso se produjo en octubre pasado.

 

 

Un largo derrotero sin salida evidente

Ucrania es un país clave en materia geopolítica, pues muestra explícitamente las tensiones entre los intereses de Estados Unidos, Europa y Rusia. Con casi una década de derrotero, muestra algunos resultados relevantes. El apoyo de Estados Unidos al sector pro-occidental se tradujo en apoyos sistemáticos por parte del FMI, guiando las reformas estructurales que buscaban y prestando dinero para solventarlas.

Las políticas recomendadas por los sucesivos stand-by y Facilidades Extendidas llevaron a una suba de impuestos, el recorte de programas sociales y el congelamiento de los salarios de trabajadores públicos, tal como muestra el informe de 2018 del entonces experto independiente de la ONU sobre deuda externa y derechos humanos, Juan Pablo Bohoslavsky. Las mujeres fueron particularmente golpeadas por estos recortes, según denunció la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad.

De hecho, en el marco de la consolidación fiscal y las revisiones del FMI, en 2017 se llevó a cabo una reforma previsional que elevó a 35 los años de aportes mínimos jubilatorios. Es decir, aunque no se estableció como un objetivo en los acuerdos de 2014 ni de 2015, la presión sistemática del organismo llevó a esta reforma. A esto debe sumarse el problema de la disputa territorial, por el cual Ucrania suspendió los pagos de pensiones a los desplazados internos: aquellas personas adultas mayores en áreas no controladas por Kiev, como Donetsk y Lugansk. Más de 600.000 personas fueron desvinculadas de sus pensiones.

Otro punto clave –este sí explícito desde el primer acuerdo– estuvo en la búsqueda por reducir el déficit energético, por el cual el Fondo pedía que el gobierno redujera los subsidios, llevara “el precio del gas residencial a precios de mercado” e impulsara el proceso de privatización de Naftogaz. El programa de privatizaciones, sin embargo, era más amplio. Ucrania, con sus más de 3.300 empresas públicas, era el país de la ex URSS con más activos disponibles para la venta.

A pesar de esta década bajo el auspicio del FMI, la deuda externa de Ucrania pasó del 77% del PBI en 2013 al 83,5% en 2020. El PBI empezó a crecer en 2017, pero para 2020 aún estaba un 18% por debajo de 2013. La inflación también se aceleró hasta 2017, reduciéndose desde entonces pero quedando a un nivel superior al que tenía en 2013. De modo que, aunque muestra alguna mejoría macroeconómica en los últimos cinco años, está peor que antes de la desestabilización. El Fondo auspició el deterioro de las cuentas ucranianas durante un lustro para presentarse como salvador en el lustro siguiente. Y aún así, los acuerdos siguen sosteniendo objetivos parecidos, que no incluyen la creación de empleo o mejora distributiva –por mencionar dos variables que se deterioraron en la última década–.

La Argentina no es Ucrania, no es un país en guerra, ni con su territorio en disputa. Pero tiene su propia relevancia geopolítica en la región, y también en el terreno internacional –donde decenas de países deudores observan cómo se trata al país–. Y el sistema financiero internacional se encuentra en cuestión a partir de la pandemia. Tras el acuerdo stand-by de Macri en 2018, el gobierno actual busca cerrar la letra chica del entendimiento para renovarlo y a su vencimiento pasar a uno de Facilidades Extendidas. De concretarse supondrá la vigilancia permanente del FMI sobre la Argentina, que buscará resguardar la plena facultad para determinar si la consolidación fiscal y el control monetario avanzan según sus expectativas. La desestabilización que el propio Fondo ayudó a crear desde 2018 –que incluyó aumento de pobreza y reducción de salarios entre otras tendencias– sirve de base para la actual negociación. Y sobre este seguimiento, el organismo podría incluir nuevos pedidos no acordados en el primer momento. Como ya señaló Kristalina Georgieva tras conocer la reunión de Alberto Fernández con Vladimir Putin, hay que estabilizar la economía para después analizar las reformas estructurales.

 

 

 

* Lucas Castiglioni es investigador de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN) y la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP). Francisco Cantamutto es investigador del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales del Sur (IIESS), de la Universidad Nacional del Sur (UNS) y del Conicet.

 

 

 

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