Flores en las parcelas del el aire
Voces de lo innombrable, a partir de la foto de un avión de los vuelos de la muerte
La lengua del exterminio
“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, repetía Theodor Adorno luego de la guerra, hasta que en 1973 debió retractarse tras leer Todesfuge (Fuga de la muerte), poema-testimonio de Paul Celan sobre su paso por el lager.
Aunque la retractación adorniana fue una suerte de aclaración (“lo que yo dije es que luego de Auschwitz no se puede escribir poesía en el mismo alemán de Hölderlin”), más tarde surgieron toda una camada de poetas que continuaron poniendo en discusión –como si fuera una especie de trauma o culpa– el problema del lenguaje alemán, y la posibilidad de sanar esas heridas a través de la poesía (así Rolf Dieter Brinkman, Reiner Kunze, Sarah Kirsch, Thomas Kling, Durs Grünbein, por nombrar algunos poetas alemanes más actuales que se sintieron interpelados por aquellos versos de Brecht: ¡Qué tiempos son estos, en que / hablar sobre árboles es casi un crimen / porque implica silenciar tanta injusticia!)
Si aplicamos la regla adornaniana a nuestro país, la poesía salió gravemente herida de la ESMA, no solo porque en ese lugar desaparecieron miles de personas sino también porque desde sus sótanos se prescribió un sistema de lenguas y cuerpos. Allí la militante y poeta Ana María Ponce escribió un libro de poesía (al menos el único borrador de poemario del que se tenga noticia y que nació en las fauces de ese infierno, que fue rescatado por la sobreviviente Graciela Daleo).
Nombrar lo innombrable, donde también desaparecieron el cuerpo y los últimos manuscritos de Rodolfo Walsh. Allí –dentro, fuera, después de la ESMA– todavía es posible escribir poesía.
Ya Juan Gelman al recibir el premio Juan Rulfo en el año 2000 expresó que después de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki, del genocidio argentino, la poesía continúa: “Ninguna catástrofe, natural o provocada por el hombre, ha podido jamás cortar el hilo de la poesía, esa sombra sin cuerpo que nace de las huellas del límite para borrarlo de la faz de la sangre. A pesar de los genocidas, la lengua permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar”.
Después está el léxico que pergeñó el terror y que nos llega hasta hoy. Así la palabra “desaparecido”, “parrilla”, “dar máquina”, “traslado”, etc. Un “proceso de reorganización nacional” semiótico-lingüístico que nos habla, pero también que nos hace hablar sin darnos cuenta (Un léxico del terror, Marguerite Feitlowitz, 2015).
En el caso de la palabra “traslado” ha sido eufemismo con el que se designa el tipo de solución final a través de los “vuelos de la muerte”. El inolvidable poeta Alberto Szpunberg publicó en 2002 un libro que se titula –no casualmente– Traslados, en el que reconstruye el tejido de la voz de los sobrevivientes, y con ello la idea de que la poesía puede sanar las palabras, quitarles ese hedor a exterminio con el que han quedado impregnadas.
Por esa senda es que existe –o es posible– explorar una poética que asuma el lenguaje de la catástrofe concentracionaria, enfrentándolo a complicidades y agujeros del habla cotidiana; es decir, aquello del pasado que se filtra en el presente.
Poesía y desaparición
Esto que vengo diciendo viene a cuento del libro que acaba de publicar Paisanita Editora, me refiero a Una imagen para decirlo, antología compilada por la psicoanalista y poeta Mónica Rosenblum, que convocó a distintos autorxs a partir de una fotografía tomada por Giancarlo Ceraudo, donde se puede ver el interior de uno de los aviones Skyvan utilizados durante la última dictadura argentina.
Recordemos que el fotógrafo italiano y la periodista-sobreviviente Miriam Lewin (actualmente a cargo de la Defensoría del Público), tras años de investigación, lograron localizar algunos de los aviones y reconstruir su historia. En el interior de uno de ellos estacionado en Fort Lauderdale-Florida, encontraron documentación que llegó a los tribunales y resultó esencial para condenar a cadena perpetua a dos pilotos. (ESMA III, Megacausa ESMA. El libro de Lewin se titula Skyvan, aviones, pilotos y archivos secretos y fue publicado por Sudamericana en 2017.)
El experimento que da rienda suelta a una imagen para decirlo nace a partir de la idea de Mónica de enviar por correo a cada uno de lxs escritorxs, la imagen –en blanco y negro–del fuselaje del Skyvan tomada por Ceraudo, como si fuera el tobogán al vacío; quizás la última imagen que los ojos de lxs desaparecidos retuvieron en sus retinas.
Esa provocación a la escritura ocurrida durante la pandemia fue tan eficaz que el resultado ahora publicado deja a la luz un mosaico colectivo y polifónico, que permite pensar la voz de los vuelos de la muerte (como ejercicio de imaginación).
Los textos reunidos, de lo más variado (con predominancia de la poesía) asumen el lugar (ético) de representación del horror desde lo percibido en la imagen como resto o sucedáneo de algo que únicamente presenció el verdugo o el desaparecido. Como si en esa tentativa cada escritor se midiese ante el silencio/interpelación de la imagen (que lo dice todo) y por su nivel de representación, no parece querer dejar margen a las palabras.
¿De lo que no se puede decir, sería mejor callar? La frase de Ludwig Wittgenstein se transforma en una pregunta. La tentativa de la literatura como otra forma del testimonio (como lo es la forma jurídica y política).
Dar testimonio, en estos términos, sería algo así como asumir la imposibilidad de contar el abismo de la representación. Su lado de silencio en el que un cuerpo cae al vacío. Pues, ¿cómo poner en palabras un vuelo de la muerte?
Más allá del límite de representación
En realidad, el proyecto una imagen para decirlo comenzó a escribirse mucho antes, en agosto de 1977, cuando desaparece José Rosenblum. Desde ese momento, exiliada en Israel y con 19 años, Mónica Rosenblum movió cielo y tierra para dar con el paradero de su hermano. Fue allí que se topó con la palabra “traslados” y con la presunción de que haya tenido como destino un “vuelo de la muerte”.
Cuenta también en el prólogo que cuando en 1995 Adolfo Scilingo apareció confesándose, atormentado por haber arrojado personas vivas al mar desde un avión, conmocionada como pocas veces, escribió un texto poético titulado “Flores”, que fue por entonces publicado en un diario porteño. Allí Mónica decía:
Aparentemente, el alma de Scilingo está siendo saqueada por los vuelos de la muerte. Supongamos que así fuera. Supongamos que sabíamos y que ahora sólo confirmamos la ecuación argentina que enuncia: muerto es a enterrar lo que desaparecido es a arrojar al mar. ¿O deberíamos acuñar el término “enmarar”, siguiendo así con la misma línea creativa que nos llevó en un principio a otorgar a los seres humanos la original cualidad de “desaparecibles”? (…)
Y terminaba: (…) “Quiero llevarle flores a mi hermano. ¿A qué parcela de fuego, de aire, de tierra o de agua debo dirigirme?”
El libro El vuelo, de Horacio Verbitsky, fue la punta del ovillo. Luego vinieron las actas del tercer juicio de la Megacausa ESMA en 2017. Los libros de Miriam Lewin y Giancarlo Ceraudo. La investigación del periodista Fabián Magnotta (El lugar perfecto, 2012). La película Koblic (2016). Y paro de contar. Allí se acaba el material sobre los “vuelos de la muerte” en la Argentina. No hay mucho más. Tal es el límite de su representación.
El recientemente fallecido escritor Marcos Mayer se ha preguntado (Los ojos del represor, en Revista Haroldo) por el motivo de las pocas producciones culturales y periodísticas en torno a los llamados “vuelos de la muerte”. Y se anima a nombrar dos probables razones: la imposibilidad de dar cuenta del horror, no únicamente de la ejecución de los vuelos, sino también de las mentes que los idearon. La segunda razón es la “casi imposibilidad” de representar ese momento, doloroso, inasible; de esbozar algún tipo de respuesta a la pregunta “¿cómo habrá sido?”.
Son estas cuestiones, la limitación o dificultad de hablar de los vuelos; a las que habría que agregar el hecho de que, si bien hay sobrevivientes-testigos de los llamados traslados, no existen sobrevivientes de los vuelos. Al igual que de las cámaras de gas, nadie ha regresado de los vuelos de la muerte para contarlo (solo lo ha hecho el verdugo, quien ha pactado silencio). De allí, la propuesta de colocar palabras para decir lo que no se puede decir.
Eso se convirtió en obsesión de Mónica Rosenblum y fue el disparador de una imagen para decirlo: el ejercicio libre de imaginación como lugar posible de un testigo que no puede contar, pero que puede prestar (donar) un testimonio (poético/artístico) frente al doble vacío: el literal y el de la caída de un cuerpo desde el fuselaje de un avión.
Al menos la antología parece asumir esos interrogantes, apostando a las voces de 63 artistas y escritorxs de los más diversas proveniencias, que se animan a poner palabras a ese hueco difícil de nombrar: el esbozo de algún tipo de respuesta a la pregunta que sugiere Marcos Mayer: “¿Cómo habrá sido?”. Representar el momento –doloroso, inasible, innombrable– del “vuelo de la muerte”. Ese instante de imposible testimonio.
¿Cómo enfrentarse a la imagen del Skyvan? “La foto nos enfrenta con lo que no podemos no ver, aún si no lo vemos”, dice Perla Sneh, y el resultado a la vista es una proyección hacia el lenguaje de la muerte, un buceo en las profundidades para rescatar algo que quede de vida. Un resquicio de lo representable como lapsus o temblor de las palabras (“algunos artistas afirman que el momento de fotografiar algo horroroso se asemeja a un momento de trance: se trata de una experiencia física, donde el cuerpo tiembla y se desvanece momentáneamente ante el dispositivo de la muerte. En este libro, cada escrito se torna como un rayo o una chispa de ese temblor”, dice Natalia Fortuny en el epílogo).
La memoria poética de las víctimas exige a los vivos la “renovación” de las experiencias y la “lengua” llevada al límite. Llenar huecos, hacer temblar las palabras, hacer más digerible la catástrofe.
Un fragmento
Aurora
Por Perla Sneh
Algo nos inunda. Lo organizamos.
Se nos cae a pedazos. Volvemos a organizarlo
y caemos nosotros a pedazos.
R. M. Rilke, Historia
La imagen (¿qué mirada se ubicó en la odiosa simetría entre ventanas?) irrumpe en la historia conocida. Nos echamos hacia atrás, temiendo casi resbalar.
Los ojos se sustraen, agraviados. No tanto por el hechizo turbador de la imagen congelada, sino porque no logran no creer que ven lo que no está, pero persiste: agonías que poblaron el vacío que nos mira; el terror en los gemidos a medias enterados de su fin; el atronador silencio de quienes, despertados, duermen con su muerte. No falta el estertor feroz de los motores. Tampoco, el turbio trajinar de hombres y guardianes. Órdenes. Puteadas. Algún ronquido del esfuerzo que reclama el peso de los cuerpos condenados.
Y aún hay los que piensan: una imagen puede mostrar lo que la lengua escamotea.
¿Qué imagen guardará el sudario de sombras y luces inauditas envolviendo esas vidas en picada? ¿En qué retrato resuena la voz indescriptible de quien despierta rasgando la carne espesa de las nubes? Ahí queda, solo en su invisibilidad, tanto más presente cuanto más invisible.
La imagen nos fuerza a mirar con el oído, confidentes desolados de la necrópolis aérea, testigos improbables de la caída que nunca podremos detener, de los cuerpos que solo se nos aparecen en su intangible trayectoria, en su último vislumbre de las paredes arañadas, en el escozor incomprensible de la postrer e inclemente medicina. Algo suena en la luz maldita que se filtra por la compuerta abriéndose al abismo, el ruido a motor magnificando el olor a mar, a algo que es brisa primero, huracán después. Al día que se preludia helado y no de frío.
De todo eso, solo está esta foto. O, mejor dicho, todo eso en esta foto. Figura indescriptible de las entrañas de la bestia, sus paredes en pedazos, las arrugas como venas secas, impasibles, su interior desvencijado. ¿Qué pliegue de sus hierros conserva los olores del sudor y del espanto? Los suspiros narcotizados. Apenas conscientes, pero no ignorantes del horror que los acecha. Los roces de la ropa de la que van siendo despojados. Y el vértigo que despabila de golpe los párpados cegados, el golpe de las aguas que se abren, espantadas, para volver a cerrarse por encima, cómplices del crimen que cobijan entre bancos de arena o lodo ensangrentado.
Borroso memorial de lo que no está, la foto nos enfrenta con lo que no podemos no ver, aún si no lo vemos. Con lo que no sabemos ni sabremos nunca. No sabemos cómo estaba el agua al envolver la carne torturada. No sabemos si ya despiertos o aún dormidos vieron acercarse su destino. ¿Se mecen sus cabellos acunados como algas entre peces de ojos sin pupilas? ¿Vagan sus manos, ondulando en sombría oscuridad? ¿Contuvo su aliento el aire acelerado al verlos en caída, en desamparo, cada uno solo con su cuerpo? ¿Qué alud de sonidos persiste mudo entre remolinos?
¿Qué sabemos de esas sombras, siluetas y figuras que allá en lo alto persisten colándose en la luz de las ventanas? ¿Alcanzaron a ver el sol hecho astillas sobre el agua? No sabemos.
Sabemos que, bajo la foto, oscura y magra, esperaba el agua. Sabemos que, sobre ella, resplandores impiadosos se cuelan por el fondo y las ventanas; claraboyas; luminarias de degüellos.
Era un miércoles; también eso lo sabemos.
una imagen para decirlo
Mónica Rosenblum, compiladora.
(Autores: Emiliano Bustos, Julián López, María Teresa Andruetto, Emiliano Tavernini, Julia Magistratti, Gabriela Luzzi, Perla Sneh, Ángela Pradelli, Mariano Quiroz, Karina Macció, María Pía López, Eduardo Mileo, Ivana Romero, Patricio Torne, Andi Nachon, Clara Muschietti, Celeste Diéguez, Laura Forchetti, Mario Arteca, Ana Lafferranderi, Félix Bruzzone, Blanca Lema, Daniela Camozzi, Silvia Castro, Ariel Bermani, Romina Frschi, Carlos Battilana, Nicolás Correa, entre otros.)
Paisanita Editora, 2022.
Se consigue en http://paisanitaeditora.blogspot.com/
* Julián Axat es escritor y abogado.
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