Fingir democracia

En la naturalización del extravío constitucional se incuba un modelo autoritario

 

Nuestra realidad institucional, a diferencia de la que hemos conocido hasta hace un año, es hoy imprevisible, caótica, arbitraria, ilícita, y resiste a todos los análisis habituales de politólogos o especialistas que con buena voluntad y las mejores intenciones intentan explicarla.

Lejos de pretender descifrarla, sólo quiero expresar mi respuesta a la alegación habitual de “ganamos las elecciones, aguántensela”, o “ganamos las elecciones, tenemos el derecho de ejercer nuestra visión de las cosas como prometimos y de acuerdo con nuestros criterios”, o “ganamos las elecciones y tenemos el derecho de gobernar”.

Se trata de expresiones que pretenden defender un derecho obvio del Presidente, del “ganador”, pero que gran parte de la sociedad interpreta como la posibilidad de ejercerlo sin reparo institucional alguno, sin respeto por nuestro sistema democrático, como un monarca, simplemente por la aprobación electoral que le brindó una mayoría de la sociedad. A él y también a un Congreso de representantes del pueblo.

Por otra parte, para ser honestos, esta modalidad contiene una práctica reiterada del nuevo Ejecutivo en nuestras costumbres políticas, con los matices consabidos, aunque en este caso en un exceso nunca visto, salvo en dictaduras, en el período post-electoral. El Congreso, poder menor para él, es arrinconado claramente por el nuevo Presidente en su función de lastre necesario de esta democracia de formato, con muestras claras: físicas, protocolares y de destrato e insulto.

Pareciera que se hubiera elegido un tribuno con amplias facultades para hacer y modificar cualquier cosa de la vida institucional, social o económica por el sólo hecho de haberlas prometido. Una especie de magistrado monárquico, con atribuciones desconocidas para el sistema democrático en vigencia. Y entonces se valida alegremente esta vulneración de nuestro sistema de vida por “las encuestas”, los supuestos “consensos”, las pasajeras victorias de algunos aspectos de la macroeconomía, en un contexto de desastre social y recesión económica brutal.

Estas irregularidades manifiestas, en algunos casos de modalidades, en otros de importantes transgresiones institucionales, son demasiado graves como para que aceptemos sin más que estamos en democracia. Lo cual nos llevaría a definir qué significa en nuestra sufrida experiencia institucional “vivir en democracia”. Somos apenas aprendices de una suerte de convivencia de ese tipo, con grandes altibajos. Pero como aquí se trata de confrontar argumentos (“ganamos las elecciones…”) creo interesante analizar palabras y contenidos.

El mundo ha transcurrido entre las democracias constitucionales, las democracias liberales, las democracias populares, las democracias limitadas, las democracias con matices de algunas de estas y otras definiciones de la ciencia política, incluyendo las democracias con partidos hegemónicos, entre tantas otras. Así como los reinados, formales o no, con características de cierta vida democrática, cada país de nuestro planeta, así como cada región determinante del globo, tiene una mayoría de estas tipologías dominantes en sus territorios.

En nuestra querida América Latina se han alternado últimamente algunas de esas diversidades democráticas y, al mismo tiempo, se han desarrollado dictaduras del más alto salvajismo visto en la historia moderna.

Por lo tanto, con la piedad y la prudencia que exige el análisis actual de nuestra región, me animo a decir que asistimos a un conjunto de democracias específicas y determinadas, incluyendo las que expresan dictaduras de hecho en envases democráticos, una particularidad que no es única de este continente pero que se ha desarrollado con importante creatividad.

Así, tenemos el fujimorismo, reactualizado hoy en el actual gobierno peruano, y las democracias hijas del lawfare, con golpes blandos, democracias limitadas por el vicio de origen, todavía vigentes en varios países de la región. Superados esos golpes con el rescate del aparato judicial, como el caso de Brasil, o por el protagonismo de su pueblo, como en Bolivia. Apreciamos también intentos de superar esos vicios con democracias constitucionales reales, en parte con mayor tradición y continuidad (aunque surgidas de nuevas experiencias a posteriori de golpes sangrientos o luchas intestinas) como en Chile y Uruguay. O Colombia.

Y experiencias únicas, inclasificables, como el caso de Cuba, con un gobierno autocrático, o de partido, que justifica su vitalidad, su resiliencia, sólo por el cerco irregular de su vecino grande. O Nicaragua, por su apartamiento de una revolución antaño gloriosa; o Venezuela, intentando demostrar su supervivencia en una institucionalidad harto dudosa, que acechan siempre los que apoyan al Gran Hermano del norte (al que sólo le interesa su petróleo).

Esta enumeración tiene el único efecto de mostrar la dispar situación de la vida democrática en nuestra región, y sirve para entrar, en ese contexto, en nuestra vida institucional a partir de un eje central: ¿la Argentina participa hoy de una vida democrática, en su sentido más amplio y genuino, ya que “ganamos las elecciones”? Veamos primero entonces que significa democracia, o vivir en ella.

Desde hace siglos se la supone como aquella convivencia social en la que predomina la voluntad del pueblo, y que dada sus diversas expresiones en la historia es válido referenciarla y valorarla respecto de sus sistemas antagónicos: los gobiernos dictatoriales, autocráticos, autoritarios, despóticos, tiránicos, en algunos casos de la vida moderna etiquetados como nazismos o fascismos.

Pero hete aquí que los sistemas de gobierno actuales han encontrado en varias partes del mundo, incluyendo nuestra región, las formas de mantener moldes “democráticos”, pero prácticas que se traducen en los sistemas opuestos ya señalados.

Para desarrollar y explicar esta anomalía, engaño, fraude o como quiera llamarse, debemos introducirnos, en nuestro caso especial, en el sistema institucional que nos rige, que contiene en su esencia una institucionalidad de carácter democrático. Que se basa en el estricto cumplimiento de la Constitución Nacional, tanto en su letra como en su espíritu, entendido esto último en una interpretación de los objetivos históricos de su origen, que permanecen hasta ahora vigentes.

Es así que observo aquí y ahora la transgresión, grave, de la letra y el espíritu de la norma democrática que fundamenta nuestra Constitución.

En primer lugar está subvertido el principio republicano, la división de poderes, que garantiza el protagonismo real de la voluntad popular, expresada principalmente por los representantes del pueblo, el Congreso; y también, en el administrador de la vida concreta del funcionamiento del Estado, el Ejecutivo. Para lo cual, ante cualquier intromisión de un poder sobre el otro, está previsto un poder independiente, el Judicial, con el fin de dirimir eventuales conflictos.

La realidad actual nos muestra con absoluta claridad que el Ejecutivo adopta normativas como legislador, de una magnitud tal que supone modificaciones propias de las reformas constitucionales, pero por decreto, y así lo ha calificado ya una de las cámaras del Congreso Nacional, fulminando esa actitud de crasa inconstitucionalidad. Sin consecuencias de ningún tipo de crisis institucional, y cierta naturalización de la cosa, como si nada hubiera pasado. Finjamos institucionalidad…

Al mismo tiempo el Ejecutivo propone cambios sustanciales a la vida institucional, social y económica del país real a través de una ley-constitución, sin que el Congreso –extorsionados muchos de sus miembros sin empacho por diversas fórmulas– se oponga a esa violación flagrante del sistema republicano. Así, esos congresales han incurrido en el artículo 29 de la Constitución Nacional sin ningún reparo ni vergüenza. Por el contrario, naturalizando esta traición a la Patria, porque “ganaron las elecciones”, entonces “demos gobernabilidad” al nuevo Ejecutivo. La ética democrática por el suelo.

Las apelaciones diversas al Poder Judicial, en cabeza de la Corte Suprema y la justicia federal, son una vana expectativa, tal es el descrédito y la total ineficacia de este poder en el sentido de resolver este tipo de alejamientos constitucionales. Su propio origen es inconstitucional, formal y éticamente (aceptaron algunos de sus miembros ser designados ¡por decreto!, aunque luego legalizados, pero habiendo perdido la virginidad democrática y… su prestigio ético). Por ello, cuando tiene intereses propios y personales interviene violando los principios republicanos de la Constitución: legisla y adopta atribuciones ejecutivas.

El otro principio constitucional de nuestra forma de gobierno, el Federal, es vulnerado claramente y sin ninguna duda por la voluntad del Ejecutivo, al denigrarlo, someterlo y destruirlo a como dé lugar. Expresamente. Cosa que concreta sin encontrar la debida resistencia de gran parte de los afectados, extorsionados también por esta actitud no republicana. Consintiendo muchos, no todos, esa presión, fingiendo normalidad…

Ninguno de los tres poderes del Estado ejerce su función constitucional con un grado mínimo de racionalidad y honestidad democrática. Salvo personas o grupos aislados del Congreso, sin capacidad decisoria. No se trata aquí de mayorías o minorías, sino del funcionamiento básico de las instituciones del Estado. Cualquier subterfugio para vulnerar un accionar normal es puesto en juego y es aceptado pasivamente por quienes tienen el poder y el deber de oponerse. Se ha naturalizado así un sistema de vida institucional, cualquiera sea la palabra jurídica para caracterizarla, que no es seguramente la de una vida democrática en el país actual. Sin embargo, fingimos democracia.

Y si no la hay, ¿qué sistema nos rige?, ¿cuál de los señalados como antagónicos predomina hoy en este país en los márgenes de la institucionalidad? ¿Cuál de aquellas precisiones que señalé al principio? Queda al lector sacar sus conclusiones.

Usted dirá para qué tanto interés en caracterizar la irregularidad manifiesta de nuestra vida institucional, si por otro lado los participantes principales –no todos– siguen actuando como si, fingiendo que se trata sólo de alguna excentricidad pasajera, pero que todo sigue una vida de legalidad aceptada como natural. Total las encuestas… y total ganamos las elecciones… total la gobernabilidad…

Mi interés reside en destacar que toda esta discusión de límites y facultades, más allá de las claras extralimitaciones constitucionales, y ante una Corte amorfa o cómplice, permite bajar las defensas en la lucha por la institucionalidad democrática, porque entretanto, a su sombra y bajo ese paraguas, se monta una espectacular transformación estructural del sistema económico nacional; un profundo desmantelamiento del aparato estatal de protección de sus ciudadanos y de la vida social; una fenomenal transferencia de ingresos de las clases medias y bajas hacia los sectores altos y concentrados de la economía; un nuevo endeudamiento del país, como lo han hecho los mismos responsables anteriormente; un remate de los recursos naturales del pueblo argentino en beneficio de intereses extranjeros coaligados con multinacionales locales; y un deterioro cultural basado en la pérdida de los derechos humanos obtenidos en los últimos tiempos. Al mismo tiempo, creando un clima de odio y revancha que reivindica a menudo la peor parte de la reciente historia salvaje y dramática del país.

En esa naturalización del extravío democrático, constitucional, podría estar incubándose un modelo autoritario como ya se ha visto en la historia contemporánea en el mundo y aun en nuestra patria.

Pero este funcionamiento del Estado, de la sociedad, del país, conlleva una gran fragilidad y se vislumbra insustentable a la larga: su base tiene consistencia de arena. Y una de tantas consecuencias, más allá de los reproches del pueblo, de la sociedad, ante tanta injusticia y arbitrariedad, puede surgir también del insuficiente respaldo jurídico ante eventuales demandas de los afectados por este sistema, ya que no podrá alegarse en su momento defensa alguna ante la clara ilegalidad e ilegitimidad existente, tanto por parte de particulares o de eventuales acreedores externos, y de organismos internacionales, que no pueden desconocer esta situación aunque también finjan democracia, finjan institucionalidad, finjan constitucionalidad. La responsabilidad del Estado, en cuanto tal, está limitada ante quien conoce nuestro funcionamiento institucional, sus fundamentos reales de obligarse de acuerdo al derecho interno e internacional.

Una parte importante de la sociedad, de su clase dirigente, ha abandonado la defensa de los elementos básicos de convivencia democrática, conseguidos y adoptados como fundamentales hace cuarenta años. Por razones menores y circunstanciales, medran los poderosos, y especulan los demás, con esperanzas varias, mientras la legalidad derrapa y fingimos democracia.

 

 

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