Fifty-fifty
El objetivo invocado por Perón y por CKF debe encabezar el DNU del futuro gobierno popular
“De esa ganancia, el gobierno se ocupará de que sea distribuida con justicia entre todos los que la producen (...) fifty-fifty, como dicen, mitad y mitad”.
Juan D. Perón, discurso en la CGT, 1973.
En agosto de 1990, en su programa Tiempo Nuevo, Bernardo Neustadt volvió a transitar su obsesión por los ferrocarriles: “¿Saben cuánto pierden los ferrocarriles? 1.800.000 dólares por día, ¿Sabe cuánta gente trabaja en los ferrocarriles? 90.000 personas. Buenísimas, todas con derecho a trabajar. ¿Usted cree que hay derecho que por 90.000 personas todos los argentinos tengamos que sufrir 1.800.000 dólares por día de nuestro bolsillo? (...) 90.000 personas frente a 30 millones de argentinos”.
En esa Rogel de asombros es difícil elegir por qué capa empezar. Por un lado, debemos señalar la idea tóxica de analizar un servicio público como un gasto. Ocultaba de esa manera a los miles de pasajeros transportados cada día a cambio de una tarifa accesible, pero también invisibilizaba a las empresas –en su mayoría pymes– que dependían de esos trenes para recibir materias primas, trasladar a sus empleados o transportar sus productos a bajo precio. Pero la idea más peligrosa era sin duda la de generar un enfrentamiento imaginario entre “los argentinos” (“argentinos de bien” dirían hoy los entusiastas de la motosierra) con los trabajadores del ferrocarril (que hoy serían tratados de “casta” por esos mismos entusiastas). Con sorna, Neustadt mencionaba el “derecho a trabajar” y lo contraponía con el valor individual del “bolsillo”. Demonizaba así a los empleados públicos –en este caso los trabajadores del ferrocarril– que caracterizaba como un grupo tan privilegiado como ocioso. Una casta que le costaba millones de dólares a la pobre Doña Rosa, el personaje imaginario creado por Neustadt, una señora humilde de clase media baja que debía ser protegida de las garras del Estado depredador. El resultado fue la destrucción de un transporte público barato y eficaz que, como en esos países que el propio conductor de Tiempo Nuevo consideraba serios, debía ser mejorado con inversiones, no desguazado.
En realidad, el sentido común que Neustadt logró consolidar junto con otros colegas, medios y fundaciones de nombres luminosos y financiamiento opaco, no sólo buscó transformar en enemigo al empleado público sino, de forma más amplia, al trabajador sindicalizado en general. De la misma forma, el trabajador precarizado, que ya en aquella época intentaban vender como emprendedor, fue puesto como ejemplo de virtud individual frente al abuso de lo colectivo.
Pocos años después, luego de la privatización de YPF, miles de trabajadores perderían su empleo y se verían obligados a transformarse en cuentapropistas, como remiseros o kiosqueros, empleos precarios y de corta vida que presentaban la virtud de alejarlos del radio de influencia de los tan vapuleados sindicatos. El 20 de junio de 1996, un grupo autoconvocado cortó la ruta en el ingreso de la refinería de Plaza Huincul en Neuquén, frente a la ex planta de YPF. Pocos días después, más de 5.000 personas colocaron barricadas desde Cutral Co hacia Neuquén capital. En apenas cuatro años, entre 1992 y 1996, la desocupación en Plaza Huincul y Cutral Co había pasado del 3,6 al 26%.
Nacía una forma de protesta social que casi 30 años después no ha perdido vigencia: el piquete y su corolario, los famosos planes sociales. Planes que, paradójicamente, suelen ser denunciados por los mismos gobiernos neoliberales que los multiplican. Como señaló CFK en octubre del 2019 en una de las presentaciones de su libro Sinceramente: “Cuando Néstor llegó al gobierno había más de 2 millones de puestos de trabajo artificiales que estaban creados por esos planes (...) Antes de irme, el 9 de diciembre de 2015, de esos 2 millones de planes quedaban 200.000. Habíamos generado millones de puestos de trabajo en el mercado formal”.
Hace dos años, en abril del 2022, Abel Furlán, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), señaló al respecto: “El salario promedio general compite con un plan social y esto demuestra que algo no funciona”.
Ocurre que, según datos del Centro de Investigación y Formación de la CTA (CIFRA), entre 2016 y 2022 hubo una colosal transferencia de ingresos del trabajo al capital, que alcanzó los 87.000 millones de dólares. Eso fue el resultado de la gestión de Cambiemos (la participación de los asalariados pasó del 51,8% en 2016 al 46,2% en 2019) pero también continuó con el gobierno del Frente de Todos (dicha participación pasó a 43,9% en los tres primeros trimestres de 2022).
En los ‘90, desde el discurso público y mediático se demonizó al trabajador sindicalizado para enfrentarlo al precarizado, al que se buscó transformar en un emprendedor imaginario. Hoy se agrega a la demonización del sindicalizado, aún precarizado, el enfrentamiento con el precarizado absoluto que cobra un plan social. Ya no alcanza con un recibo de sueldo para salir de la pobreza, un hecho que debería ser intolerable para cualquier gobierno peronista y que genera la paradoja que menciona Furlán.
El odio tenaz que genera el peronismo en general (hoy circunstancialmente kirchnerismo) y CFK en particular en nuestro establishment nada tiene que ver con supuestas formas rudas, como lo podemos constatar hoy con el apoyo que consigue Javier Milei entre ese mismo establishment, pese a ser un Presidente explícitamente violento y autoritario. El odio es el mismo que generó Juan D. Perón y tiene que ver, en términos generales, con la puja distributiva. Un gráfico sobre la evolución de la participación del salario sobre el PBI entre 1993-2021 (publicado por Chequeado, con datos del INDEC, CEPED y CIFRA) puede ayudar a ilustrar este punto.
La participación del salario sobre el PBI cae con el breve pero contundente gobierno de Fernando de la Rúa, aumenta durante los 12 años de gobiernos kirchneristas, cae con el gobierno de Cambiemos y vuelve a caer con el del Frente de Todos. No hay nada de extraño en esa realidad: en 1999, cuando todavía no soñaba con ser Presidente, Mauricio Macri definió al salario como un costo, que por supuesto era virtuoso recortar y no como la parte que el trabajo recibe por la riqueza que genera. Una sutil diferencia.
Si quedara alguna duda al respecto, el ministro de Educación de Cambiemos Esteban Bullrich tuvo la cortesía de despejarla en septiembre del 2016, al afirmar frente a empresarios amigos: "El problema es que nosotros tenemos que educar a los niños y niñas del sistema educativo argentino para que hagan dos cosas: o sean los que crean esos empleos, que le aportan al mundo esos empleos, generan, que crean empleos... crear Marcos Galperin (se escuchan risas) o crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla".
Los ciudadanos que no hayan tomado la precaución de nacer ricos o no desarrollen su propia empresa –es decir, la inmensa mayoría– no dispondrían de derecho alguno y deberían no sólo conformarse con la incertidumbre sino incluso gozarla. Las certezas se reservarían para el 1% más rico.
En la columna anterior mencioné a la ex legisladora porteña Ofelia Fernández, quien llamó al peronismo a sentar las bases de lo que hará cuando vuelva al poder, llevando el péndulo hacia el lado opuesto de lo que hace Javier Milei: “¿Tenemos nuestro DNU? Es difícil oponerse a un proyecto tan avasallante de país si no tenés un proyecto avasallante. El statu quo está muy roto como para defenderlo de manera intensa, tenemos que reconstruir nuestra propia expectativa”.
El primer artículo del DNU mencionado por Ofelia podría tener como objetivo el fifty-fifty invocado tanto por Juan D. Perón como por CFK. Renunciar a ese camino esperando candorosamente que eso termine con la grieta es ilusorio, como lo prueba el gobierno de Alberto Fernández, que en materia salarial siguió la senda de Cambiemos sin lograr apaciguar el odio del establishment, que hoy se ilusiona con el entusiasta de la motosierra.
Parafraseando a James Carville, asesor de Bill Clinton: “Es la puja distributiva, estúpido”.
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