Polo Schiffrin, un jurista para la democracia
Leopoldo Schiffrin, que murió en La Plata el martes 27 de febrero, fue el mejor juez de la democracia argentina y el que con mayor profundidad y sensibilidad reflexionó sobre su función en un país periférico y dependiente como la Argentina, donde nació hace 81 años, hijo de una madre católica y de un violinista judío que tocó en el teatro Colón y en la orquesta típica de Francisco Lomuto.
Para Schiffrin la magistratura debía equilibrar las desigualdades generadas por el mercado en la sociedad capitalista, alejándose del bloque de poderes fácticos para integrarse en un sistema de poliarquía que surge de la sociedad y que incluye diversas formas sindicales, múltiples ONG, cooperativas, movimientos de base, comunidades religiosas no católicas o católicas alejadas del bloque jerárquico de la Iglesia. Escribió esto hace una década, en pleno conflicto del bloque dominante con el Estado, que luchaba por alcanzar formas de autonomía apoyándose en aquellos sectores de la sociedad civil. No se sabe que lo haya reformulado luego de 2015, cuando aquellos poderes que Schiffrin veía como corrosivos para la democracia se hicieron directamente del control del Estado y lo utilizaron contra los sectores vulnerables de la poliarquía compensatoria que imaginó. Sin embargo, una de sus últimas sentencias desairó la pretensión oficial de un inconsulto tarifazo al consumo energético y apuró la decisión oficial de jubilarlo, pese a la gestión en su defensa que realizó Elisa Carrió. El juez como fiel de la balanza en favor de los más débiles era el camino que Schiffrin proponía para que la judicatura saliera del chiquero en que está sumida y se convirtiera en un contrapoder respetado. No obstante, en el final de la vida fue rodeado por sectores del bloque dominante que siempre detestó y por primera vez pidió por escrito la destitución de un juez. El elegido fue Daniel Rafecas, el único miembro del Estado Libre Asociado de Comodoro Py tan odiado como él, por haber ido a fondo en las causas por crímenes de lesa humanidad, investigado en ese contexto la causa de Papel Prensa y probado que el bipartidismo gobernante en las primeras dos décadas postdictatoriales vendió por treinta dineros la ley de precarización laboral. Conmovido por el atentado a la DAIA, minimizó la gravedad de la gestión del fiscal general Natalio Alberto Nisman, que consultó cada paso de la investigación con la embajada de Estados Unidos. A diferencia de lo que hizo durante toda su vida, en este caso siguió la línea de las instituciones de la colectividad judía, estrechamente aliadas con los servicios de inteligencia de Estados Unidos e Israel y desatendió a las víctimas del atentado, que denunciaron que Nisman malversó en viajes y fiestas de placer los fondos estatales puestos a su disposición para investigar el crimen. Las discusiones que tuvimos por ello no alteraron el afecto de casi medio siglo y el respeto recíproco por las batallas compartidas.
Hombre de dos culturas
A los 18 años comenzó como escribiente de la Procuración General su carrera en la justicia, sólo interrumpida por el exilio durante los años de la dictadura. Perfeccionista y obsesivo, no escribió libros y artículos suficientes que dejaran testimonio de su sabiduría. Será tarea para una generación de estudiantes rastrearla en las sentencias de la Corte Suprema durante los años en que fue su secretario general, de la Cámara Federal de La Plata desde entonces y en los dictámenes que escribió para la comisión bonaerense por la memoria de la que fue consultor científico. Doctor en Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y especializado en Derecho Penal, Filosofía del Derecho y Derechos Humanos en la Universidad de Bonn, Schiffrin fue un jurista de prestigio internacional.
La dualidad religiosa de los padres marcó su vida, porque Polo profundizó ambas tradiciones culturales. Durante su juventud se identificó con la madre y militó en las agrupaciones estudiantiles católicas, como el integralismo de la Facultad de Derecho. Pero más adelante un ejercicio de introspección lo llevó hacia sus raíces hebreas. Ningún católico conocía mejor que él los Evangelios y no había judío más versado en el Antiguo Testamento. Éste no era un conocimiento inerte, porque en su desempeño como magistrado nadie seguía con mayor celo la ética judeo-cristiana. Formado en Alemania, meca de penalistas y criminólogos, actuó en acontecimientos decisivos de la vida política del país desde la década de 1970 hasta su muerte por un linfoma que lo devoró en tres semanas. Siempre cargado de libros y con citas ilustradas, poseía un coraje a toda prueba, manifestado en las situaciones más difíciles.
Entre Osinde y López Rega
Esteban Righi lo introdujo en el mundo de la política cuando asumió como ministro del Interior del Presidente Héctor Cámpora, en 1973.
El Bebe Righi, Schifrin (derecha) y Aleandro Díaz Bialet
Lo había conocido en el Instituto de Derecho Penal y Criminología creado por el jurista español Luis Jiménez de Asúa. Righi fue uno de sus discípulos, junto con Enrique Bacigalupo, Norberto Spolansky y Gladys Romero, que se dispersaron corridos por los bastones largos de Onganía. El grupo se refugió en la Universidad de Belgrano, donde también se sumaron discípulos de Sebastián Soler, como Andrés D’Alessio y Enrique Paixao. Todos ellos trabajaron con Schiffrin y con Enrique Petracchi en el semillero de juristas que fue aquella Procuración General de la Nación. A Righi le preocupaba su falta de historia peronista. Por eso al armar su equipo de colaboradores, pensó en Tito Mercante, el hijo del coronel que acompañó a Perón desde el principio, y en Carlos Seeber, integrante del Consejo Superior Peronista en los años ’40. Schiffrin fue designado subsecretario, pero su función era la de Secretario General del ministerio, por su versación en derecho administrativo y su capacidad en las materias más distintas. Righi recuerda un diálogo muy elevado entre el equipo de colaboradores, que Schiffrin interrumpió con una observación terrenal:
—Está todo muy bien, pero si no firmás esto, la policía se queda sin balas.
“Había trabajado en el Estado, nos daba un toque imprescindible de realismo”, evoca. Cuando el Congreso trató los proyectos de amnistía presentados luego del indulto presidencial del mismo 25 de mayo de 1973, Schiffrin pasó doce horas sin levantarse, escuchando y refutando a cada orador, sin biblioteca a mano, sin papeles, hasta unificarlos en un único proyecto que votaron todos, salvo Álvaro Alsogaray. A medida que lo fueron conociendo, se convirtió en el hombre de consulta de la presidencia de Cámpora e incluso del ministro de la Corte Suprema de Justicia, Héctor Masnatta. Polo insistió para que su amigo de la Procuración, Enrique Petracchi, acompañara a Masnatta en la Corte, pero cuando lo sondearon, Petracchi rehusó porque sentía mayor afinidad con otras líneas internas del peronismo.
El 20 de junio de 1973 el regreso de Perón a la Argentina fue ensangrentado por una provocación montada desde el palco por el jefe de seguridad, Jorge Osinde, un coronel torturador que había organizado los servicios de seguridad durante la primera presidencia de Perón con los ustashas del poglavnik y criminal de guerra croata Ante Pavelic.
El coronel torturador Jorge Osinde
Osinde, que dependía del secretario presidencial José López Rega, cargó las culpas sobre la policía (que formalmente dependía de Righi) y sobre la demonizada juventud peronista.
El comandante de Gendamerìa Padro Antonio Menta
La provocación desde el palco
Schiffrin elevó a Righi cuatro hojitas a mano con sus observaciones: “Me indigna que se discutan cuestiones sin ninguna importancia, cuando el problema reside en que Osinde asumió el control y la seguridad del palco excluyendo totalmente a la policía, a la que tenía a su exclusiva disposición, y quiera achacar a la falta de actuación policial el suceso ocasionado por haber otorgado el control del palco a uno de los sectores en conflicto. Me parece que aquí hace falta golpear y duro. Osinde es el que tiene que justificarse ante los ministros. No éstos ante él. No cometas el error de hacerte perdonar la vida”, aconsejó.
Su función en el gobierno era jurídica, pero nadie entendió mejor que él las implicancias concretas de lo que estaba en juego. Era obvio que la política definiría la partida. Pero Polo documentó cada acontecimiento con la precisión de un instructor judicial. Gracias a él, Righi rebatió con solidez las afirmaciones falaces de Osinde, pero la suerte estaba echada. La alternativa hubiera sido ordenar la detención de Osinde y López Rega y entregarlos a la justicia como un hecho consumado para Perón. Pero Cámpora nunca hubiera enfrentado a quien era la fuente de su efímero poder.
Durante las últimas horas de ese gobierno, Mercante y Schiffrin me entregaron esos y otros documentos, para que diera testimonio de lo ocurrido. Lo hice cuando fue posible publicarlo, en 1985, con mi libro Ezeiza. Righi marchó al exilio en México, Schiffrin en Alemania, donde perfeccionó sus conocimientos.
De la presidencia a la Corte
De regreso tras el derrumbe de la dictadura, el secretario legal y técnico del presidente Raúl Alfonsín, Carlos Fernández Pastor, se lo llevó a trabajar consigo. En 1984, la Cámara Federal se avocó al juicio a los ex Comandantes cuando se hizo evidente que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas no estaba dispuesto a avanzar. Los defensores invocaron la garantía del juez natural y pidieron la nulidad del proceso. La pluma de Schiffrin refutó esa pretensión.
Pero no permanció mucho tiempo en la presidencia. Esta vez sí, Petracchi aceptó la designación en la Corte Suprema de Justicia y Schiffrin fue su secretario general, un cargo a la medida de sus conocimientos. Allí fue redactor del fallo Bazterrica que declaró inconstitucional el artículo de la ley de estupefacientes que perseguía la tenencia para consumo personal. Petracchi, Jorge Bacqué y Augusto Belluscio formaron la mayoría que recordó que “la prohibición constitucional de interferir con las conductas privadas de los hombres, responde a una concepción según la cual el Estado no debe imponer ideales de vida a los individuos, sino ofrecerles libertad para que ellos los elijan”, un paso enorme en la recuperación de derechos fundamentales luego de la larga noche dictatorial.
Luego del alzamiento militar de la Semana Santa de 1987 la Corte se polarizó sobre el camino a seguir, como el resto del país.
Belluscio era abierto partidario de una ley de amnistía, y Schiffrin encabezó el equipo de trabajo (integrado también por Mario Magariños y Hernán Gullco) que preparó el pronunciamiento de Jorge Bacqué por la inconstitucionalidad de la ley de obediencia debida, un texto pleno del humanismo y la versación histórica y filosófica de Schiffrin. Además de Bacqué y Schiffrin unos pocos magistrados consideraron inconstitucionales en aquel momento esa ley y los decretos de indulto. Sus nombres merecen ser recordados: Horacio Cattani, Hugo Cañón, Mario Gustavo Costa, Luis Cotter, Gabriel Chausovsky, Juan Antonio González Macías, Aníbal Ibarra, Ignacio Larraza, Luis Niño, Carlos Oliveri, Ricardo Planes, y Juan Ramos Padilla. Varios han muerto, otros se jubilaron o ejercen como abogados. Sólo siguen en la magistratura Niño y Ramos Padilla, contra quien se desenvuelve ahora una ofensiva que procura su destitución y enjuiciamiento por su intervención como juez en causas por crímenes de lesa humanidad en Santiago del Estero.
El aire se puso irrespirable para Schiffrin y el ministro Belluscio lo acusó de haber montado en la Corte una célula subversiva y sometido “a un lavado de cerebro digno de un establecimiento psiquiátrico moscovita” a una niña entregada a vecinos por el Grupo de Tareas que secuestró a sus padres. “Los padres de la menor fueron chupados y liquidados”, escribió Belluscio, y hay que dejar de lado “las tonterías de los psicólogos referentes a la identidad y otras yerbas con las que difícilmente pueda cebarse un buen mate”. Petracchi y Bacqué respaldaron a Schiffrin, pero su permanencia en la Corte se hizo inviable y Alfonsín lo designó camarista federal en La Plata.
Una obra colosal
Su paso por la Cámara de la capital provincial dejó huellas profundas. En 1989 concedió la extradición de Franz Joseph Leo Schwamberger, requerida por la República Federal de Alemania, por “varios centenares de asesinatos de personas indefensas — también niños” y por el “traslado de millares de judíos a los campos de exterminio de Belzec y Auschwitz”.
Basó en sus convicciones religiosas el razonamiento sobre el aún incipiente derecho internacional. Schiffrin sostuvo que para la Constitución Nacional, que reconoce el derecho de gentes, ante crímenes de lesa humanidad cede el principio de que no hay crimen ni pena sin ley previa. Esto es así porque “existe otra ley, conforme con la razón difundida entre todos los pueblos, que no es lícito derogar y menos abrogar”. Es única “como único es el Maestro y Señor de todos, su Creador, Dador y Vindicador, de la cual sólo cabe sustraerse negando en sí la naturaleza humana”. Con Alberdi sostuvo que el derecho internacional tiene por sujetos principales a los individuos, titulares de derechos y deberes en la esfera de la comunidad mundial. Con citas de los profetas bíblicos, la filosofía del estoicismo, la patrística, la escolástica, la tradición del Islam, y de las grandes civilizaciones del Oriente proclamó “las ideas de la comunidad internacional universal, de los individuos como sujetos inmediatos del derecho de gentes, y el carácter de los principios de éste como superiores a los ordenamientos estatales”. Con Jean Graven entendió que en el plano internacional, “donde no hay estado, ni órganos soberanos comunes, ni legislación propiamente dicha, y no cabe la división de poderes estatales inexistentes”, el nullum crimen, nulla poena sine lege jugaría “un rol contrario al que es su finalidad, ayudando a la opresión en lugar de preservar de ella”.
Gobernaba Carlos Menem, quien acababa de indultar a los militares de la dictadura argentina, y no pudo ocultar su fastidio ante una pregunta que cotejó esa situación con la de Schwamberger. Creía que eran situaciones incomparables. No entendió la carga profunda que Schiffrin acababa de colocar en los cimientos del edificio de la impunidad. En 1995 esos argumentos fueron retomados por la mayoría automática de la Corte Suprema, para conceder la extradición a Italia de un personaje más notorio que Schwamberger y de quien Menem había dicho que era una buena persona: el criminal de las Fosas Ardeatinas, Erik Priebke. Menem necesitaba congraciarse con la comunidad internacional para que sus empresas participaran en el desguace del Estado y creía que la entrega de Priebke era un precio menor a pagar.
Ese mismo año, la confesión del capitán Adolfo Scilingo abrió un nuevo rumbo, que derivó en la apertura de los juicios por la verdad, según la solicitud del CELS en la Capital y de la APDH en La Plata. Una vez más, Schiffrin fue protagonista descollante. La Cámara Federal de la Capital, liderada por Cattani, declaró el derecho a la verdad y al duelo que reclamó Emilio Mignone, pero fue la de La Plata que conducía Schiffrin la que organizó el primer juicio por la verdad, que después se extendió a otros lugares del país. En sus audiencias, Schiffrin puso en evidencia la participación de la Iglesia Católica, de las empresas multinacionales, de la burocracia sindical, con los crímenes de la dictadura. Secuestró el fichero que llevaba en el vicariato castrense el cura Emilio Graselli y el archivo completo de la inteligencia policial bonaerense, que entregó en custodia a la Comisión Provincial por la Memoria, con el cargo de digitalizarlo; acorraló con sus preguntas a los directivos de Ford Motors y Mercedes Benz, al secretario general del SMATA, José Rodríguez, a quien le exhibió una carta en la que junto con el ministro de Trabajo Carlos Rückauf pedía “la eliminación de los elementos subversivos”. Rodríguez sólo respondió que había pasado tanto tiempo que no recordaba los detalles.
De la verdad a la justicia
Pero no se conformó con averiguar la verdad. Luego de un año de audiencias, en el expediente "Teruggi y Clara Anahí Mariani", la Cámara que lideraba estableció que los autores de delitos de lesa humanidad podían ser juzgados a pesar de las leyes de punto final y de obediencia debida y los decretos de indulto, con lo cual se reabrió el primer proceso contra el comisario Miguel Etchecolatz.
El mismo día, la Sala II de la Cámara Federal de la Capital adoptó igual resolución respecto de Alfredo Astiz. En distintos países europeos avanzaban procesos por la represión en la Argentina contra sus nacionales. Astiz fue condenado en rebeldía en Francia, cuyo gobierno pidió su extradición. En Roma comenzó en junio de 2000 la audiencia pública en el juicio contra los generales Santiago Riveros y Carlos Suárez Mason. La fiscalía de Nuremberg abrió una investigación por la desaparición de ciudadanos alemanes. Suárez Mason fue condenado a indemnizar a sus víctimas, en un juicio iniciado por argentinos ante un tribunal norteamericano. El CELS entendió que ya no quedaban razones jurídicas, ni éticas, ni políticas, nacionales o internacionales, para que decisiones políticas tomadas bajo la presión de los alzamientos carapintada mantuvieran su vigencia en el nuevo contexto y decidió solicitar que la justicia declarara nulas las leyes de impunidad, el año anterior al vigésimo quinto aniversario del golpe. El juez federal Gabriel Cavallo accedió a lo pedido el 6 de marzo de 2001.
Schiffrin también negó el arresto domiciliario a un ex agente del Servicio Penitenciario Bonaerense acusado por torturas a los detenidos en la cárcel de La Plata, pese a que ya tenía 70 años. Escribió que la represión se organizó como "una maquinaria destinada a obtener impunidad, borrando todo rastro de los hechos cometidos; que la realidad actual nos demuestra que sigue en funcionamiento, y que opera con la intimidación como un medio para alcanzar su finalidad", por lo cual debe evitarse cualquier riesgo de entorpecimiento de la investigación, considerando además que el ex guardiacárcel goza de buena salud física y psíquica.
Tanto los juicios por la Verdad como las investigaciones que impulsó sobre delitos cometidos por policías, en relación con el atentado a la DAIA, y por funcionarios judiciales para lucrar con excepciones a congelamiento de depósitos en el Corralito, le valieron agresiones y denuncias por parte de dos de sus colegas. Uno de ellos, Ramón Alberto Durán, se opuso al secuestro del fichero de Graselli e intentó devolverle al entonces ministro de Seguridad Aldo Rico el archivo de inteligencia policial y junto con Sergio Dugo promovió el juicio político de Schiffrin aduciendo que tenía causas atrasadas en su vocalía. Consiguieron el apoyo de varios jueces del cardumen menemista en la Corte Suprema. Pero la reacción nacional e internacional fue tan fuerte, que ese juicio político nunca se inició. Hubiera sido un escándalo contraproducente para sus impulsores. Algunos tuvieron un final horrible. En enero de 2006 Dugo murió al volcar su camioneta deportiva (uno de los bienes por los cuales se estaba investigando su enriquecimiento ilícito) en la ruta entre Punta del Este y Montevideo. En 2009, la camioneta de Durán embistió de frente a un camión de combustibles en Formosa. Ese día le envié a Schiffrin un mensaje de humor negro. Se titulaba “Otra vez” y el texto decía: “Sos terrible”. Me contestó impertérrito:
“Salmo 34, v.22: Matará al malo la maldad (pero nosotros, sólo polvo y cenizas)”.
La emergencia y los principios
En 1993, fue el alma mater de una serie de normas prácticas dictadas por la Cámara con el objeto de uniformar criterio para que todos los jueces federales de su jurisdicción tutelaran del mismo modo la libertad de las personas y la defensa en juicio. Dispuso que en caso de detenciones los plazos del Código para la presentación de los detenidos ante los jueces debían computarse en forma continua, “tanto en días y horas hábiles como inhábiles”, una forma de impedir la extensión deliberada de los plazos mediante arrestos de última hora o en fines de semana. También estableció que la policía no podría disponer la libertad de un detenido sin que antes un juez lo escuchara “personalmente”, lo cual limitaba la capacidad policial de negociar acuerdos secretos con los detenidos, sin control judicial. Los defensores oficiales estaban obligados a concurrir cada vez que un juez indagara a un detenido, así fuera en días y horas inhábiles, de modo de ofrecer las máximas garantías. Con una celeridad inusual, apenas un mes después, la Corte Suprema dejó sin efecto esas decisiones que tendían a controlar la acción policial. En 1996 fustigó las carencias presupuestarias y de infraestructura y el descuido burocrático. Destacó la angustia que crea el desconocimiento de los presos sobre el estado de sus causas y sostuvo que era necesaria la designación de un gran número de defensores oficiales para quienes no pueden pagar un defensor privado y el control diario de los jueces. El Servicio Penitenciario sigue orientado a la seguridad y no hay patrones de tratamiento humanitario, dijo. Esta situación se agrava cada vez que desde el gobierno se dan respuestas represivas a cualquier inquietud de los presos. También propuso recrear las desaparecidas comisiones de control, integradas por organizaciones profesionales y de derechos humanos, con facultad para realizar visitas sorpresivas a las cárceles. Según Schiffrin, las causas por consumo de ínfimas cantidades de estupefacientes superan la mitad de todos los expedientes de la justicia federal.
En 2003, durante uno de los periódicos brotes de manodurismo, la Comisión por la Memoria declaró que no tiene sentido recordar el terrorismo de Estado si no se extrae “la lección de que las emergencias no pueden enfrentarse sacrificando los principios básicos del estado de derecho”. En su lugar, recomendó 14 medidas de perfeccionamiento institucional, muy necesarias y útiles pero de bajo impacto emocional y proselitista. Su redacción quedó a cargo de Schiffrin. Estas son algunas:
* designar muchos más jueces de garantías en los grandes centros urbanos e incorporar al personal contratado y a los meritorios que trabajan gratis;
* aumentar el personal judicial (no policial ni municipal) de las fiscalías;
* establecer la policía judicial como ordena la Constitución provincial y colocarla en dependencia de una comisión integrada por dos ministros de la Suprema Corte y el Procurador General y crear dentro del ministerio público una fiscalía de investigaciones administrativas, con amplias facultades para investigar delitos contra la administración pública;
* descentralizar la policía de seguridad, de modo que dependa de los municipios bajo la coordinación del ministerio de Seguridad e implementar los foros de control ciudadano;
* sancionar por ley la autonomía del Ministerio Público de la Defensa que hoy depende del jefe de los fiscales y asignarle la realización del Banco de Datos sobre Torturas;
* crear un registro de detenidos en la órbita de la Suprema Corte;
* establecer el Defensor del Pueblo que manda la Constitución;
* disponer medidas para el desarme de la población civil;
* legislar la creación de una mesa de trabajo para que produzca información estadística e investigaciones de campo para determinar políticas penales y penitenciarias. Debería ser coordinada por la secretaría de derechos humanos y la integrarían representantes de los organismos de derechos humanos, la propia Comisión de la Memoria, la Suprema Corte, los ministerios de Justicia y de Seguridad, los ministerios públicos fiscal y de la defensa.
Quince años después, sólo algunas se han puesto en práctica.
La verdadera división de poderes
Schiffrin dejó como legado una "Tesis sobre Judicatura y división de poderes", que hizo circular entre un grupo de amigos como reflexión personal en jueves Santo, 5 de abril de 2007, y Joel Amoed Peisaj, 17 de Nisán n°5767. La Judicatura "es uno de los elementos que integran el sistema de dominación real prevaleciente en la sociedad argentina". Ese sistema deriva de la antigua república patricia, pero desde la caída de Perón en 1955 "tomó la forma de una laxa alianza entre el capitalismo (o cuasi-capitalismo) agrario, el capitalismo nacional, agrario e industrial, casi todo el prebendario, el extranjero, la jerarquía de la Iglesia Católica, la Judicatura, y las Fuerzas Armadas y de Seguridad". Es decir, los mismos factores reales de poder que en la Prusia de hace un siglo y medio Ferdinand Lasalle cotejó con el poder formal descrito en la Constitución, con sólo sustituir Iglesia Católica por Evangélica. Schiffrin añade a esta lista el aparato cultural que no existía entonces; los grandes diarios, radios y TV; las academias, institutos y fundaciones y las universidades privadas. Esta conformación de poder real ha estado presente y se ha desarrollado a partir del golpe de 1930. Sus apuntes mencionan las Acordadas de la Corte Suprema que reconocieron a los golpistas de 1930 y 1943, la participación de la judicatura "en los hechos que dieron lugar a la fugaz caída de Perón en octubre de 1945, su desempeño en la sedicente Revolución Libertadora (fusilamientos del 9 de junio de 1956, sobre todo), en la represión de la época de Frondizi (movilizaciones, Plan Conintes) y en la dictadura de Onganía, para culminar en las aberraciones de la última dictadura". Y se prolonga "con el boycot o la indiferencia frente a los juicios por el terrorismo de estado, y después con la masiva criminalización de la protesta social". Las notas de Schiffrin consignan el "fuerte debilitamiento de las Fuerzas Armadas, y en mucho menor grado, de la jerarquía eclesiástica" a raíz de lo sucedido durante la última dictadura, y el "desprestigio de la judicatura después de 1987", el año en que bajo presión de las armas se promulgó y comenzó a aplicarse la ley de obediencia debida. Con citas de otros autores, describe los límites muy estrechos dentro de los que los políticos deben negociar con los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros. Para Schiffrin, el entonces presidente Néstor Kirchner "ha sacudido, con la energía posible, la tutela del FMI, y, así sea por instinto, trata de esmerilar el sistema de poder real, injusto y contrario a los intereses del país y de su pueblo, limitando a las Fuerzas Armadas y distanciándose de la jerarquía eclesiástica. Ahora, se ha puesto en conflicto con el sistema judicial, al que tacha de poder corporativo". Al analizar los factores culturales que inciden, Schiffrin sostiene que "en esta época de nuestro país no se cultivan con seriedad ni la ciencia política, ni la teoría del Estado, ni la filosofía política. Simplemente existe una retórica sobre la democracia constitucional, que habla de las 'idealidades' de la Constitución como si fueran normas efectivas y generalmente cumplidas desde hace mucho tiempo", cuando en ningún estado democrático se da un sistema real de división de poderes al estilo del que la Constitución describe en abstracto.
Una monocracia atemperada
Los constitucionalistas ingleses clásicos hablaban de la división de poderes entre el Monarca, los Lores y los Comunes, pero en 1860, antes del gobierno de Disraeli, y de las sucesivas extensiones del derecho al sufragio, Walter Bagehot causó escándalo al describir la organización real del sistema político: el órgano supremo no era el Parlamento, sino el Gabinete, que sólo en cierta medida, podía ser contrabalanceado por el Parlamento. Pero a fines del siglo XIX ya se había debilitado también el sistema de gabinete para dar paso a la autoridad del Primer Ministro, mientras conserve la jefatura del partido y no pierda las elecciones. En la Argentina, agrega Schiffrin, "el sistema presidencialista real es una monocracia (que no es dictadura) atemperada por el sistema federal y por la poliarquía, significada por innumerables instancias sociales". En este contexto la justicia podría ser uno de "los factores políticos formales-sociales que atemperen la monocracia, pero, en vez de ello, sigue siendo un organismo burocrático incluido entre los poderes fácticos del bloque dominante. Un órgano tímido y que no sabe cuál es el cuadro de relaciones de poder, y su situación dentro del mismo. Ya no está formado por viejos 'patricios' algo ilustrados y algo cínicos, sino por homini novi que toman por real la fachada constitucional, la retórica vacía que en ella se funda, y no pueden comprender en cuál lugar del tablero político-social se hallan. Y cuya Biblia es el diario La Nación. La afectividad de muchos jueces los liga a los sectores que más apoyaron a la dictadura, y su estructura mental está dada por abstracciones alejadas de un pensamiento teórico jurídico-político de más valía".
La mayor parte de la magistratura integra el bloque de poderes fácticos que está en tensión relativa con la organización política-estatal. Para Schiffrin "llevar a la Judicatura a integrarse en un sistema de poliarquía surgida de la sociedad" es "un deber imperioso". Si algún juez quisiera asomarse a la "normalidad" y no a la "normatividad" constitucional, no encontraría "la supuesta división de poderes ni tampoco la independencia judicial". La realidad le mostraría que "existe una fortísima división entre el poder fáctico del bloque social dominante y el poder formal del Estado, que lucha (por momentos) por lograr alguna autonomía, por no ser un simple instrumento de aquél poder fáctico". Ese juez curioso también encontraría que "la organización del poder del Estado tiene una fuerte tendencia monocrática, contrapesada, desde luego, por el poder fáctico del bloque dominante, pero también por múltiples instancias sociales como diversas formas sindicales, múltiples ONG, cooperativas, movimientos de base, comunidades religiosas no católicas o católicas alejadas del bloque jerárquico de la Iglesia, y muchas otras".
Si la Judicatura quisiera dejar el bloque social dominante y se transformara en el campo de contención, promoción y articulación de los intereses y derechos que esos grupos ajenos al sistema principal de dominación tratan de representar, sin perder su carácter estatal obtendría una sustancia autónoma y se erigiría como un contrapoder respetado. Schiffrin encomia las consideraciones de Roberto Gargarella sobre el carácter contramayoritario del poder judicial, pero señala que ha prescindido del contexto económico-social-cultural y político-práctico en que se mueve la magistratura. "Para esto es preciso remover la ideología según la cual la imparcialidad de los jueces consiste en la indiferencia afectiva frente a los conflictos humanos y valorativos que se le presentan". El grado de independencia en el accionar de los distintos órganos del Estado depende de "su relación con la sociedad civil. El Presidente tiene, por cierto, el poder de dirigir la burocracia estatal, pero la función presidencial se alimenta de la comunicación fluida que pueda mantener con sectores políticos, y todos los demás, económicos, sociales, culturales, activistas, etc. El Congreso, dado el desprestigio de la clase política, es un foro partidario sin voluntad propia. La Judicatura obtiene su fuerza de participar en el bloque de poder dominante económico e ideológico-comunicacional. Pero esto no le da, como ocurría en la República 'patricia', ni autoridad ni prestigio". Sólo tendrá otros horizontes y perspectivas si varía su relación con la sociedad civil. "Estamos en una crisis, que ojalá sea transformadora". Pocos contribuyeron tanto como él a ese objetivo que llama desde el horizonte.
La música que escuché mientras escribía esta nota
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