Etnocentrista, jacksoniano y soberanista
Las particularidades del nuevo gobierno de Donald Trump
Un veloz repaso por los editoriales y notas de opinión de los medios más importantes del mundo permite detectar, de modo recurrente, el adjetivo “imperial” para referir al nuevo gobierno de Donald Trump. Desde su re-investidura el pasado 20 de enero, se puede apreciar una avalancha de títulos del tipo: “Trump Dreams of a New American Empire” (New York Times); “On a global stage, an imperial Trump offers some positive surprises” (Washington Post); “Trump, el emperador desaforado” (El País); “Donald Trump tente de mettre en place une présidence impériale aux Etats-Unis” (Le Monde), y la lista continúa.
Títulos similares abundan en nuestro país: “Trump busca que todos se arrodillen ante su voluntad imperial” (La Nación); “Trump y la reconstrucción de la presidencia imperial” (Clarín); “Trumperialismo” (Página 12) y “El nuevo orden imperial” (Perfil, 23/2/25), entre otros. El estilo del personaje y la propia historia de expansionismo estadounidense favorecen la proclividad de los análisis a la caracterización imperial.
En efecto, las primeras declaraciones de Trump parecieran encajar a priori en esa trayectoria imperial. Enmarcado en un espíritu similar al del “Destino Manifiesto”, Trump ha postulado la eventual re-expansión de los Estados Unidos hacia su “afuera cercano”. De este modo, ha reinstalado discursivamente la proyección de poder hacia las “periferias inmediatas” (en una suerte de reedición 3.0 de la doctrina Monroe), al plantear cuestiones que en otro momento hubiéramos considerado distópicas: la compra de Groenlandia a Dinamarca, la anexión de Canadá o la expropiación del canal de Panamá.
En breve, si la política exterior de Trump pudiera ser definida a partir de una lectura en diagonal de los principales medios nacionales o internacionales, no dudaríamos en catalogarla como “imperial”. Sin embargo, en este artículo nos proponemos discutir esta aseveración. El propio Trump, en su discurso de asunción, ofrece una pista del eje argumental de nuestro análisis cuando afirmó: “Mediremos nuestro éxito no solo por las batallas que ganemos, sino también por las guerras que terminemos y, lo que quizá sea más importante, por las guerras en las que nunca nos involucraremos”.
Ni cosmopolita ni imperialista: etnocentrista
Dos décadas atrás, Samuel Huntington (1927-2008) publicó el último libro de su vida titulado ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense (Paidós, 2004). Considerado extremadamente polémico en los albores del siglo XXI, el trabajo del politólogo norteamericano —con dosis evidentes de subjetividad, aunque también minucioso desde el punto de vista empírico— no resultaría disruptivo en el actual contexto alt-right [1]
Huntington fue acusado de presentar una actitud etnocentrista hacia la inmigración, al advertir sobre los “peligros” de un Estados Unidos bifurcado, con dos idiomas —español e inglés— y dos culturas —angloprotestante e hispánica—. En su mirada, los valores latinos (la “falta de ambición” y la “aceptación de la pobreza” como virtudes “para entrar al cielo”) son antagónicos a los ideales de la cultura angloprotestante (el individualismo, la ética del trabajo y la obligación de crear un paraíso en la tierra).
Trump encarna, de manera desembozada, la internalización de los “desafíos a la identidad” advertidos por Huntington en 2004. Sin embargo, la radicalización de los tiempos que corren hace que, de modo inverosímil, la inmigración sea encuadrada en la categoría de “invasión”. Centenares de órdenes ejecutivas suscriptas por el magnate en su primer mes de gobierno se inscriben en esta lógica, lo que incluye la suspensión de la entrada de personas indocumentadas a los Estados Unidos bajo cualquier circunstancia; el relanzamiento del programa “Quédate en México”; la revocación de la figura de la ciudadanía por derecho de nacimiento consagrada en la 14ª Enmienda de la Constitución; la militarización del control migratorio bajo la antedicha figura de la “invasión”; la declaración de la “emergencia nacional”; y la eventual invocación de la Ley de Insurrección de 1807.
Huntington delineaba tres concepciones posibles para definir el tipo de relación que los Estados Unidos establecerían con el resto del planeta: “Los estadounidenses pueden aceptar el mundo (es decir, abrir su país a otros pueblos y culturas), pueden tratar de remodelar esos otros pueblos y culturas siguiendo los valores norteamericanos, o pueden mantener su propia sociedad y cultura diferenciadas de las de esos pueblos”. Se trata de tres opciones a las que denomina “cosmopolita”, “imperial” o “nacional” (a esta última, la renombramos “etnocentrista”).
La alternativa cosmopolita implicaría la recuperación de las tendencias predominantes con anterioridad a los atentados del 11 de septiembre de 2001. En ese escenario, “se da la bienvenida al mundo, a sus ideas, a sus productos y, lo más importante, a su gente”. Los Estados Unidos serían cada vez más multiétnicos, multirraciales y multiculturales, y estarían liderados por élites identificadas con las instituciones multilaterales y las normas globales. Resulta evidente que los Estados Unidos de Trump nada tendrán que ver con esta alternativa.
La segunda opción es el imperio global. A diferencia del cosmopolitismo, en donde “el mundo remodela a Estados Unidos”, el imperialismo supone la decisión estadounidense de rehacer el mundo. Se trata, en cierta forma, del tipo de potencia que cobró forma bajo la presidencia de George W. Bush (2001-2009), cuando se dejó atrás la vieja estrategia de contención/disuasión de los años de la Guerra Fría (1947-1991) en dirección a una nueva estrategia de primacía o neo-imperial. A pesar de la avalancha de artículos que —como hemos reseñado— recurren al término “imperio” para caracterizar el nuevo mandato de Trump, su gobierno no se ajustará según nuestra mirada a esa configuración del poder. La reciente decisión de paralizar toda la ayuda militar a Ucrania y presionar a Volodímir Zelenski para que entable conversaciones de paz con Rusia exhibe en parte lo que queremos significar.
Tanto el cosmopolitismo como el imperialismo procuran —a través de diferentes mecanismos— reducir o clausurar las diferencias sociales, políticas y culturales entre los Estados Unidos y el resto del mundo. Por el contrario, el etnocentrismo —la perspectiva nacional, según el eufemismo empleado por Huntington— supone exacerbar el nacionalismo con vistas a preservar y acentuar aquellas cualidades que han definido a la nación estadounidense desde los días de su fundación. Esta última es, desde nuestro punto de vista, una de las herramientas escogidas por Trump para llevar adelante su segunda presidencia.
La base está y es jacksoniana
Walter Russell Mead, autor del fenomenal Special Providence: American Foreign Policy and How It Changed the World (Routledge, 2002), recuerda que durante su primer mandato Trump colocó en el Salón Oval un retrato de Andrew Jackson (1767-1845), el séptimo Presidente de los Estados Unidos desde 1829 hasta 1837. Se trata de un dato aparentemente simbólico, pero relevante para nuestro argumento.
Russell Mead —profesor de la Universidad de Florida y columnista de The Wall Street Journal— elaboró en Special Providence uno de los estudios más conspicuos que conecta el terreno de la política exterior con el campo de la “historia de las ideas”. En su mirada, la política exterior de los Estados Unidos debe interpretarse a la luz de las coaliciones dominantes que surgen del cruce de cuatro tradiciones: la wilsoniana, la hamiltoniana, la jacksoniana y la jeffersoniana.
Los herederos de Wilson (28° Presidente desde 1913 hasta 1921) procuran alcanzar un orden global basado en la democracia, los derechos humanos y el imperio de la ley [2]. Los hamiltonianos (legatarios de Alexander Hamilton, padre fundador y primer secretario del Tesoro desde 1789 hasta 1795) se proponen organizar la política exterior en torno al liderazgo en el campo de las finanzas y el comercio internacionales. Los “populistas jacksonianos” descreen de las grandes cruzadas wilsonianas, aunque buscan disponer de unas Fuerzas Armadas vigorosas y de programas económicos orientados al bienestar material de la población. Por su parte, los jeffersonianos (continuadores de Thomas Jefferson, otro de los padres fundadores y tercer Presidente entre 1801 y 1809) diseñan la política exterior con el objetivo de limitar los compromisos externos de Washington.
Sintéticamente, la coalición globalista de hamiltonianos y wilsonianos que había estado en ascenso desde 1945 encontró en el fin de la Guerra Fría un fuerte espaldarazo a su cosmovisión, lo que consagró su dominio en el diseño de la política exterior estadounidense. Los años del “Nuevo Orden Mundial” de George H. W. Bush (1989-1993) y del “Engagement plus Enlargement” (Compromiso más Ampliación) de Bill Clinton (1993-2001) son un buen reflejo de ello. Washington decidió entonces que no se replegaría como lo había hecho después de 1920 y exhibió la voluntad de reconfigurar el sistema internacional, procurando propagar la economía de mercado y el pluralismo político.
Sin embargo, esta mirada entró en crisis con los atentados terroristas de septiembre de 2001 y los fracasos de las diversas guerras globales libradas a partir de entonces. Ya durante los gobiernos de Obama (2009-2017) se reintrodujeron algunas ideas jeffersonianas —debe recordarse que Obama fue electo por ciudadanos cansados de pagar con sangre e impuestos los reveses estratégicos de Washington—, las que cobraron mayor preponderancia luego del resultado de la intervención en Libia en 2011 e influyeron en la decisión de no entrar en la guerra siria en 2016. La llegada de Trump al poder en 2017 representó, según Russell Mead, el avance de una coalición nacionalista de jacksonianos y jeffersonianos que procura desterrar a la entente globalista de hamiltonianos y wilsonianos. Este proceso, no alterado por el interregno de Joseph Biden (2021-2025), es el que se profundizará en el próximo cuatrienio.
El trumpismo —como lo revela el retrato de Andrew Jackson en el Salón Oval— hunde sus raíces en el pensamiento y la cultura de quien fuera el primer Presidente “populista” de los Estados Unidos. Para los jacksonianos, el tan mentado excepcionalismo no se relaciona con el supuesto atractivo imbatible del soft power de las ideas norteamericanas o con su voluntad de transformación del mundo. Según Russell Mead, los jacksonianos creen que el papel de la Casa Blanca supone materializar el destino del país preservando la seguridad física y el bienestar económico fronteras adentro. Desde luego que, ante eventuales agresiones externas, los jacksonianos defenderían fervorosamente al país en una guerra. Sin embargo, la amalgama fundamental de su compromiso político reside en la identificación de los enemigos internos, sean estos los inmigrantes o la “casta política” de Washington.
La agenda jacksoniana anti-inmigración se anuda, en paralelo, con la cuestión del control de armas, toda vez que quienes abrevan en esta corriente conciben a la Segunda Enmienda como la más importante de la Constitución. Desde esta perspectiva, el establishment de Washington le ha dado la espalda a los valores nacionales fundamentales que arraigan en lo más profundo del pueblo estadounidense. Asimismo, los jacksonianos expresan escepticismo respecto de los compromisos de Washington con las alianzas estratégicas como la OTAN (esta mirada antieuropea fue expresada por el Vicepresidente, J. D. Vance, en la reciente Conferencia de Seguridad de Múnich); con los organismos multilaterales como la ONU (sirve como ejemplo aquí la decisión de abandonar el Acuerdo de París); y con los acuerdos de libre comercio (lo que se expresa a través de la agresiva política de imposición de aranceles lanzada por Trump incluso para socios históricos en el NAFTA como Canadá y México).
Soberanistas (pero no aislacionistas)
La historiadora Jennifer Mittelstadt ha recuperado, en un interesante texto publicado en The New York Times, una categoría poco explorada por la teoría de las relaciones internacionales: el soberanismo. Tras repasar una serie de clasificaciones habituales (y que no ayudan a entender la política externa de Trump), Mittelstadt rescata un término cuyo origen debe rastrearse un siglo atrás: “La política soberanista estadounidense se originó en el momento de profunda crisis y posibilidad de 1919 (…). En medio de este dramático cambio surgió la propuesta de una nueva forma de gobierno supranacional: la Sociedad de Naciones (...). Los defensores del comercio y la migración globales, los movimientos de independencia colonial, los internacionalistas negros, los socialistas, los comunistas y los cristianos liberales aplaudieron la llegada del gobierno mundial (…) Pero muchos despreciaron la idea y ahí están los orígenes del movimiento soberanista estadounidense y de sus herederos modernos”.
En ese contexto de fines de la década de 1910 —periodo magistralmente retratado por Gore Vidal en su novela Hollywood—, se destaca el papel de un grupo de senadores conocido como los “irreconciliables”. En su mayoría compuesto por republicanos —aunque también por algunos demócratas—, el grupo lideró la oposición al Tratado de Versalles y logró bloquear en 1919 la adhesión de los Estados Unidos a la Sociedad de Naciones. Su base de sustentación estaba constituida por una compleja trama “soberanista” de organizaciones patrióticas, grupos de veteranos y fundamentalistas protestantes. Estos soberanistas consideraban —casi un siglo antes de la decisión de Trump de cerrar la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID)— la cooperación internacional como una amenaza a la soberanía.
Otro punto de conexión entre los soberanistas precursores y los actuales viene dado por el papel que los primeros, allá por 1940, desempeñaron en la conformación del America First Committee (AFC), un lobby que procuraba evitar la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Lejos de la prescindencia o del aislacionismo, el America First de la década de 1940 constituye —con su apoyo a la Alemania nazi, a la Italia fascista y al falangismo español— un antecedente insoslayable de las simpatías de los soberanistas actuales con los movimientos neonazis y neofascistas europeos.
Después de 1945, los soberanistas destinaron sus mayores esfuerzos a combatir el orden global estructurado en torno al sistema de Naciones Unidas. Hacia fines de la década de 1950 se produce el nacimiento de la John Birch Society (JBS), organización fundada por Robert Welch Jr., que jugó un papel determinante en materia anti-internacionalista, con una abierta oposición a la participación estadounidense en la Corte Internacional de Justicia, la OTAN y el GATT (antecesor de la OMC). Según Mittelstadt, la perspectiva soberanista de la JBS consideraba que “los pactos y organismos de la ONU socavaban la autoridad civilizadora de las naciones blancas y cristianas al ofrecer la afiliación e influencia a comunistas, asiáticos y africanos”.
Las similitudes con el soberanismo actual no se reducen a los ejemplos mencionados. Durante la década de 1960, los soberanistas fueron los abanderados de la lucha contra la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965; en la de 1970 encabezaron la oposición a los Tratados Torrijos-Carter, que garantizaron que Panamá recuperara el control del canal homónimo después de 1999; en la de 1980 apoyaron al régimen del apartheid sudafricano frente a las sanciones de la ONU —algo que seguramente debió haber despertado la admiración de Elon Musk, hijo y nieto de simpatizantes del gobierno afrikaner—; y en la de 1990 fueron una voz solitaria en contra de los acuerdos comerciales multilaterales del nuevo consenso neoliberal, y se opusieron tenazmente al liderazgo global estadounidense en la imposición de la paz (por ejemplo, en Somalia y en los Balcanes).
En esta “resistencia” soberanista de casi un siglo de trayectoria anida otra de las bases de sustentación del trumpismo y su cruzada anti-globalizadora.
Reflexión final: más allá del imperio
Lejos del recurso habitual al término “imperialismo” para referir al papel internacional de los Estados Unidos entre los siglos XIX y XXI, el segundo gobierno de Trump demandará un mayor esfuerzo de los analistas en su ejercicio de categorización. Esto no significa que la administración trumpista descarte el intervencionismo militar —real o potencial— o que pueda apelar en algún momento al imperialismo comercial. Sin embargo, para entender algunos de sus rasgos salientes, conviene evitar la tentación automática de la caracterización imperial. Detenerse en aspectos identitarios como el etnocentrismo o hurgar en la trayectoria de las ideas asociadas al jacksonianismo y al soberanismo puede ofrecer mejores resultados a la hora de comprender lo que cabe esperar de los Estados Unidos en la nueva era Trump.
[1] La derecha alternativa (alt-right) es un conjunto heterogéneo de movimientos de extrema derecha y supremacistas blancos originado en los Estados Unidos en 2010.
[2] Esta aproximación global contrasta con el intervencionismo imperial desplegado por los gobiernos de Wilson (1913-1921) en América Latina y el Caribe. En efecto, bombardeos, ocupaciones e intervenciones de los marines tuvieron lugar durante sus presidencias en México (1914), Haití (1915), República Dominicana (1916) y Panamá (1918).
* Luciano Anzelini es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y profesor de Relaciones Internacionales (UBA-UNSAM-UNQ-UTDT).
--------------------------------
Para suscribirte con $ 8.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 10.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 15.000/mes al Cohete hace click aquí