ESTO(S) SOMOS NOSOTROS
Para defender nuestra comunidad, tenemos que convertirnos en "guerreiros amorosos"
Al gusto por algo que carece de prestigio se lo llama placer culpable. Hay gente que disimula que le gusta el reguetón, o el porno, o Bailando por un sueño. Yo siento debilidad por las historias de familias. Qué se le va a hacer: los bardos entre progenitores, hijes y hermanes —los nudos de la sangre— me pueden.
En algún sentido todas las historias son historias de familias. Y si tomásemos al pie de la letra el Antiguo Testamento, según el cual todos descendemos de una única pareja, más aún. ¿Qué es la tentación de Adán y Eva, sino la historia de dos vástagos abusando de la confianza paterna o, según la interpretación, desconociendo su autoridad? Caín y Abel, Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, José traicionado por sus hermanos, Moisés rebelándose contra aquellos que lo habían adoptado; Edipo y sus rollos con papá y mamá; Antígona; el triángulo trágico de Teseo, Fedra e Hipólito; los celos de Deyanira que condenaron a Hércules; los gemelos Rómulo y Remo que fundaron Roma pero terminaron enfrentados a muerte, y siguen las firmas — casi todas las historias clásicas están sazonadas por sangre familiar.
Tan pronto la ciencia histórica tomó nota de las vidas reales, los hechos demostraron que, en materia de quilombos caseros, la gente de carne y hueso no tenía nada que envidiar a la trama de las leyendas. La sujeción del poder a líneas dinásticas condimentó una disputa que siempre es jodida: de la endogamia de los faraones y los laureles hereditarios del emperador romano a los tironeos por la corona británica —Juan Sin Tierra usurpando el lugar de su hermano Ricardo, Enrique VIII y su reality show en busca de la consorte perfecta, la disputa entre Isabel y María Estuardo—, la lista de hechos históricos sobre los cuales pesaron los parentescos es interminable. Y más aún a partir de las teorías de Freud, que abrevaron en Sófocles y en los dilemas shakespirianos para proyectar sobre nuestros actos la sombra de las cuestiones irresolutas con papi y mami. (Jim Morrison fue preso más de una vez por animarse a cantar en público esa relectura del teorema edípico que es The End, su canción más memorable: "Father, I want to kill you. Mother, I want to fuck you".)
En la Antigüedad, la familia era una unidad social y cultural, pero ante todo económica. Cada familia era una mónada productiva y la especialidad de cada casa —lo que se obtenía del trabajo en el campo, o lo que se diversificó a través de los gremios de las primeras ciudades modernas: la carpintería, la hilandería, la herrería, la labor contable— se legaba de padres a hijos. Pero para el capitalismo actual, la familia ya no rinde en tanto unidad productiva. Los trabajos tienden a ser cada vez más individuales y tecnodependientes; desde la visión economicista, los lazos que no te ayudan u organizan a la hora de ganar dinero, te ayudan a perderlo. Por eso la pérdida de valor del concepto familia no puede ser analizada desde la ingenuidad. Parte de esa evolución tiene que ver con luchas específicas, como la institución del divorcio. Pero no hay que olvidar que también se nos concedieron ciertas libertades porque al capitalismo le convenían. Cuantos menos lazos, menos distracciones — y menos asignaciones familiares que pagar.
La literatura de Dickens permite seguir en tiempo real la desvalorización de los lazos sanguíneos, a medida que se consolida la sociedad contemporánea: a más capitalismo, menos familia (de sangre). En sus novelas, los vínculos genéticos son la raiz de todos los problemas: ya sea porque no existen en el caso de los huérfanos, o porque se abusa de las obligaciones que entrañaría el parentesco, o porque se las desconoce, o porque generan disputas legales. Pero como el instinto de generar comunidad sigue vivo y actuante, Dickens se deshace de los lazos sanguíneos que tiran para abajo y complementa las vacantes con amores y amigues. Lo que sugiere es que tenemos derecho a desprendernos del sector de nuestras familias que no cumple con su función; y por supuesto, también a crear otra en la cual el afecto real supla la importancia de la sangre. Producto de un hogar roto y traumático, y autor de otro hogar al que rompió y traumatizó de manera novedosa, Dickens demostró que había vida más allá de la familia tradicional, siempre y cuando uno supiese construirse una comunidad alternativa hecha a medida — en su caso, de amistades, compañeres de militancia de causas sociales, lectores e infinidad de personajes imaginarios con los que dialogaba a diario.
La estructura del poder familiar, verticalista como la que más, terminó cediendo como un elástico viejo. Pero el hecho de que la voluntad de nuestros mayores ya no sea palabra santa no significa que haya perdido su capacidad de enloquecernos, porque —nos pese o no— todos provenimos de algo parecido a una familia. Ahora podemos mandarla a cagar sin recibir condena social, pero te encontrás a papá en Tinder y mamá manda seis mensajes de audio seguidos de dos minutos cada uno.
Jay McInerney dice en la novela The Last of the Savages (1997) algo que nadie habría verbalizado un siglo atrás: "La capacidad de hacer amigos es el modo en que Dios pide disculpas por nuestras familias".
¿No hay nada más lindo?
Parte de la resonancia de ciertos relatos pasa por la nostalgia que sentimos respecto de la familia tradicional. La saga de El Padrino nos afecta porque, hasta no hace tanto, las leyes que regían la vida familiar eran tan insoslayables como la de la gravedad: la honra debida al apellido, el respeto a los mayores, la cuestión de la herencia, la lealtad fraterna. Los lazos entre los Corleone nos repelen y fascinan a la vez: detestaríamos estar condenados a ciertas obligaciones, que nuestra vida entera transcurriese dentro de las asfixiantes fronteras de un clan; y al mismo tiempo envidiamos esa sensación de comunidad férrea, de pertenencia a algo más grande que nuestras vidas individuales.
En estos tiempos los lazos se volvieron más tenues, insoportablemente leves. Porque padres y madres horribles hubo siempre: pregúntenle a Júpiter, que se quedó sin hermanos porque papá Saturno los consideraba parte de su menú. Pero hasta no hace tanto, un progenitor así habría sido considerado un monstruo. Hoy, sin embargo, un padre o una madre pueden poner su propia felicidad por delante de la de sus hijes y no ser contemplados como abusivos o desamorados, sino como campeones de la libertad. Por eso la nostalgia: porque donde antes había cosa nostra se nos dice ahora que hay sólo cosa mía o cosa súa. De algún modo nunca blanqueado del todo, nos sentimos habilitados por primera vez en la Historia a ponernos por delante de Dios, Patria y Familia. La lección de la hora parece ser: No hay en este mundo causa más importante y digna que yo mismx. Lo cual puede sonar liberador, pero tiene su contracara. Esa es la razón por la cual la existencia de un Otrx que, si alguien te ofendiese, viviría esa ofensa como si se la hubiesen hecho a él/la, nos hace suspirar: porque sabemos que es posible desplomarnos un día en la calle por hache o por be y que media humanidad pase de largo, fingiendo no habernos visto.
Por eso leemos —o vemos la nueva versión fílmica de— Mujercitas, o El mago de Oz, o Cuento de Navidad, o Peter Pan: porque reafirman nuestra fe en una comunidad inquebrantable, como la de los March o los Darling. En tiempos recientes, gravitamos también hacia historias de familias disfuncionales, como Los excéntricos Tenenbaum, o Pequeña Miss Sunshine o Capitán Fantástico: porque nos hemos resignado a creer que, como afirma Mary Karr en The Liars' Club, "familia disfuncional es toda aquella que posee más de un miembro". Lo que importa siempre es que, sobre el final, los protagonistas vuelven a vincularse voluntariamente, en vez de optar por el distanciamiento. Pero, durante el curso de la historia, todo el mundo se dedica a alterar los nervios de los demás, porque de otro modo, ¿qué clase de familia serían? En El dios de las pequeñas cosas, Arundhati Roy sostiene que las familias son como los médicos envidiosos: nadie disfruta más que ellos apretando donde duele de verdad.
Las películas y series recientes que hablan de familias disfuncionales (toda la filmografía de Wes Anderson y de Noah Baumbach entra en la categoría) tienden a poner el foco en familias caucásicas, porque la disfuncionalidad es un white people's problem, un lujo de esos que puede darse la gente que tiene laburo razonablemente pago, techo bajo el cual vivir y no teme que la policía la mate en la calle. Algunos tienen guita y techos por demás, como los Roy de Sucession (HBO), magnates de los medios a la manera de los Murdoch, dueños del imperio Fox. Durante un tiempo me resistí a verla a pesar de que la recomendaban mucho; al final me tragué la primera temporada pero no pasaré de ahí, porque mi intuición no se había activado en vano: las putadas que se hacen entre sí los millonarios de esa familia me dejan frío porque (este razonamiento es digno de mi tía China, lo sé, pero de eso estamos hablando: ¡la sangre tira!), para millonarios hijos de puta ya tengo bastante con los nuestros. ¿O acaso no padecemos a diario las consecuencias de sus actos?
Vengo viendo series de esta temática desde chico: Los Picapiedras, Lassie, El show de Dick van Dyke, Los locos Addams, La familia Ingalls, Family, Lazos familiares, Treintaipico, Gilmore Girls, Modern Family... La reciente Years and Years (HBO) también podría ser considerada un raro caso de serie familiar distópica: los Lyons son un grupo multirracial, lo cual naturaliza ciertos avances de la sociedad inglesa, pero lo que no ha cambiado —lo que nunca cambia— es la avaricia de las clases dominantes, que cada vez hacen más mierda a la clase laburante sin hacer distingos raciales. (Este es el único sentido en que los ricos son democráticos: te estafan por igual, ya seas blanco, negro, latino o asiático.)
La serie que sigo y encaja en este molde se llama This Is Us. Lo cual significa: Esto(s) somos nosotros. Creada por Dan Fogelman —que, entre otras películas, dirigió la deliciosa Crazy, Stupid Love— tiene por peculiaridad el hecho de que la historia se dispara a partir de un acto de generosidad. Es 1980 y Jack (Milo Ventimiglia) y Rebecca (Mandy Moore) están casados y esperando trillizos. Pero uno de los niños muere durante el parto. Entonces Jack, que advierte que al mismo hospital llegó ese día un bebé negro abandonado, propone adoptarlo y restaurar la cifra cabalística que estaban esperando: los Pearson hablan de sus hijos como The Big Three, Los Tres Grandes. A partir de entonces, la historia va y viene en el tiempo de manera constante: desde la juventud de Jack y Rebecca, su romance, la vida con los tres niños, con los trillizos adolescentes, ya adultos e incluso araña al futuro a través de otro Jack: el hijo de Kate (Crissy Metz), la única mujer del trío — o sea, el nieto del primer Jack.
Esta estructura narrativa que salta entre eras es atractiva porque tiene su osadía, lo cual es raro: las historias de familias suelen ser contadas del modo más tradicional. Además la pareja de Jack y Rebecca es encantadora y los actores que interpretan al trío son maravillosos en sus tres edades. (El adulto Randall, interpretado por Sterling K. Brown, es un actorazo.) Pero esas no son las razones por las cuales amo This Is Us. La serie me encanta, primero, porque naturaliza un avance social. La segunda generación de los Pearson lidia con infinidad de problemas, como todo el mundo, pero su hermandad —la hermandad con el adoptado, que además es negro— nunca pero nunca se cuestiona ni se pone en duda. Esta ha sido siempre, históricamente, una de las funciones de la ficción: plantear que las cosas pueden de ser de un modo que no refleja como espejo la estructura social vigente, sino que mira un poquito más allá, más adelante, y se plantea cómo serán las cosas el día que hayamos superado ciertos prejuicios. El laboratorio de la ficción permite experimentar, creando una realidad virtual en la cual se aflojan los cinchos que según la convención mantienen unido el paquete social, y demostrar que eso puede ocurrir sin que el mundo llegue a su fin.
¿Cuántos de nuestro problemas como país tienen que ver con el hecho de que el imaginario popular —el escenario sobre el cual están montadas las historias locales más seguidas por el público— atrasa medio siglo? Las películas y las series argentinas más vistas de hoy tienen de fondo una estructura social anacrónica, que ya no existe; el prisma que en los '60 fabricaron el canal 13 de Goar Mestre y el 9 de Romay, y que naturalizó como mainstream la mirada de la clase media de ascendencia europea. Esa clase media —trucha pero lindo camaleón, diría apelando al Indio: una falsificación, algo que nunca fue lo que se pretendía que fuese— era la medida de todo. El lugar social en el que había que enfocarse, y desde el que había que observar la entera realidad. Por esos los universos ficcionales sobre los que transcurren las historias que producen Suar y Campanella son conservadores: porque trabajan sobre la premisa de que todavía existe esa sociedad, cuando la realidad nos demuestra que voló en mil pedazos hace tiempo. Lo que la dinamitó —y tres veces, para que ya no vuelva a levantarse como Terminator— fueron las crisis sociales producidas por la dictadura, por el tándem Carlos Saúl-Pepeto De la Ruta y por Macri. Bang bang bang. Y chau picho: ver hoy uno de los productos de la factoría Romay produce un extrañamiento tan grande como ver 2001, Odisea del Espacio — los relatos pueden ser fascinantes, pero no pueden tener menos que ver con nuestras vidas cotidianas.
Cuando los productos de Suar y Campanella tratan de aggiornarse lo hacen de forma epitelial, asimilando tendencias sociales que pueden ser consideradas cool. ("Miren, tengo un personaje gay... ¡Tengo personajes feministas!") Pero nunca dejan de mirar desde donde miran, desde esa clase media que ya no es más que un estado mental, una construcción ficcional. Y cuando le echan un ojo a las clases que están más jodidas, los miran como a monstruos. Para ellos, los pobres son como los peces que viven en lo más profundo de los océanos, donde no llega la luz: sus formas los fascinan, pero nunca dejan de considerarlos horribles.
De las series argentinas que vi en los últimos tiempos, la única que se hace cargo de hasta qué punto cambiaron las cosas es Un gallo para Esculapio, de Bruno Stagnaro. Porque cuenta lo que pasó con la Argentina que hace pocas décadas se veía, o quería verse, en el espejo de Los Campanelli (¡otra historia familiar!) y hoy no tiene otra que contemplarse en el espejo de Un gallo. El lugar del patriarca que otrora ocupaba el don Carmelo que interpretaba Adolfo Linvel hoy le pertenece al Chelo de Luis Brandoni; al tipo de clase media de origen europeo que durante el siglo pasado puso el negocito o la fábrica que le permitió tener un familión, hoy no le queda otra que convertirse en pirata del asfalto para sostener cierto nivel social; y ya no crió hijos simpáticos y queribles sino border, como el inolvidable Loquillo que interpreta Ariel Staltari. Pero por supuesto, en su momento media Argentina veía Los Campanelli y pensaba qué lindos que somos, qué buena gente, y hoy nadie que mire Un gallo para Esculapio piensa esto(s) somos nosotros.
Empezando por Luis Brandoni, preso de un dilema metaficcional. Porque el Brandoni real sigue defendiendo el ideal de una Argentina que nunca fue del todo, mientras su propio personaje, el Chelo, le demuestra que ha perdido todo contacto con la realidad.
"Guerreiros amorosos"
Las ficciones argentinas producidas desde el mercado no cambiarán, porque parte de su razón de ser es seguir moldeando la mentalidad de les votantes conservadores. Lo que debe cambiar son las ficciones que producimos desde el campo popular. Tenemos que crear ficciones que todo el país quiera ver, pero en las cuales miremos desde un lugar que ya no es la clase media imaginaria sino una sociedad fragmentada y plural, multirracial, multinacional —en el sentido de nuestra convivencia con tantos latinoamericanos, chinos y coreanos que viven acá— que en su inmensa mayoría no tiene white people's problems, sino dilemas cotidianos vinculados con la supervivencia. Para ponerlo de otro modo: los repetidos discursos de Alberto respecto de que necesitamos cuidar de los que quedaron colgando de un piolín porque de otro modo no prosperaremos como sociedad, necesitamos verlos plasmados en ficciones; entender cómo viven aquellos que muchos no quieren ver, y de qué forma su suerte está imbricada con la de aquellos que tenemos un mejor pasar. O sea, asimilar en términos dramáticos lo que a tantos les cuesta asimilar en términos políticos: que no existe salvación individual, que formamos parte de una comunidad que o se salva en términos generales o se hunde en términos generales.
Esa es la segunda razón por la cual amo This Is Us: porque me recuerda el valor de la comunidad de la que formamos parte y elegimos seguir integrando, en un contexto político mundial que apuesta a la desintegración de todo lazo porque sólo nos concibe en términos de productores-consumidores. Relatos como This Is Us no niegan que esa comunidad puede crisparnos los nervios de manera sistemática. (La dialéctica que rige su dinámica queda bien definida por estas frases de dos escritores que admiro: Stephen King, que en Christine dice "Creo que parte de lo que significa ser padre es tratar de matar a tus hijos", y Chuck Palahniuk, que en Diario dice "Es posible que enloquecer a su madre sea el trabajo principal de una hija".) Pero al mismo tiempo reafirman el valor de los lazos que consideramos esenciales, desde que todos los días demostramos —y nos demostramos— que no queremos vivir en soledad, y que además de haber nacido en un lugar lleno de gente, la mayoría de nosotros elige vivir con la gente y para la gente.
Este artículo surgió hace pocos días, mientras miraba a los Pearson sobreponerse al enésimo drama y un torrente de lágrimas corría por mi cuello y se perdía dentro de la remera. This Is Us es una serie sentimental que cuenta la historia de una familia, ya lo sé, pero ¿a qué le decimos familia en estos días, sino a los vínculos que nos unen a aquellos que amamos entrañablemente, que nos importan más de lo que nos importamos nosotros mismos y a los que, por ende, queremos dedicarles nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y de ser necesario nuestra vida — aun cuando, como ocurre con nuestros hermanes menos afortunados del barrio, de la ciudad o de la provincia que nos haya tocado en suerte, no los hayamos visto nunca en persona?
Nuestra comunidad —la íntima y personal, pero también la social y política— necesita ser defendida de los esfuerzos disgregadores que, no obstante su revés en las urnas, siguen operando a toda máquina como siempre, desde las mentiras que propalan sus diarios y sus programas (¡tanto los periodísticos como los de ficción!) Y en estos días en los que tantos nos preguntamos cuál es la mejor manera de hacerlo, debemos convertirnos en aquello que Dilma definió al saludar a Cristina para su cumple: guerreiros amorosos. Dispuestos a defender en las calles lo que vale de verdad, sin perder nunca la ternura.
Eso(s) somos nosotros.
Um abraço especial à minha querida amiga Cristina Kirchner, a vice presidenta @CFKArgentina. Uma guerreira amorosa que ama e defende a bela Argentina. Desde o Brasil, meus votos de luta e esperança para a nossa Pátria Grande, a América Latina.
Feliz aniversário!!! pic.twitter.com/9TESsvIuhN
— Dilma Rousseff (@dilmabr) February 19, 2020
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