Bajar el gasto público amenaza seriamente las posibilidades del desarrollo
La coalición política que gobierna tiene como uno de sus principales objetivos el de que su núcleo dirigente de corte empresarial pague mucho menos impuestos. Por razones obvias, esta pretendida formalización del brutal engorde del bolsillo propio, que implica enflaquecimiento del bolsillo del resto de la sociedad, no es aconsejable de hacer a cara descubierta. Entra en escena la ceca de esta cara: la necesidad de bajar el gasto público. Si tal trayectoria bajista no se logra frenar y revertir, sus consecuencias negativas sobre el desarrollo se sentirán fuertemente a corto y a largo plazo. Los preconceptos, tirrias y berrinches entre estadófobos y estadólatras oscurecen un debate que merece un talante distinto para su abordaje.
Sus argumentos son los usuales del ramo. Sostienen que la presión impositiva está entre las más altas del mundo y sofoca, hasta ahogarla, a la iniciativa privada. Sin ese asfixiante corsé, afirman, el crecimiento avanzaría raudo. El Estado gasta mucho y mal, se lamentan. Hay que gastar productivamente, aleccionan. Como desde hace unos años el Estado anda deficitario, los ingresos impositivos no cubren el total de gasto; la idea, entonces, es gastar menos para así yugular el déficit fiscal. La imbatible inflación caerá derrotada cuando no haya más déficit fiscal. Las finanzas globales que vía endeudamiento financian el déficit externo, aplauden. Si en el medio queda el tendal, se nos recuerda cuán importante es para nuestros propios intereses ser pobres pero serios antes que prósperos pero descarriados.
Todo esto regurgita el atroz apotegma dictatorial genocida: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”. Hacer hincapié en un asunto así para convertirlo en la clave de todos los males expresa una definición política. En última instancia, alinea a los que siguen amando que este país sea una sencilla estancia ordenada en vez de una compleja y ardua democracia industrial. Un Estado chico para una economía chica y atrasada. Con marcada, frívola irresponsabilidad, desdeñan que lo que produce el campo no da para todos los que están ni los que están por venir. Los bucólicos son maltusianos por derecho propio.
Unos pocos conceptos y un par de datos pulen la punta del iceberg en el que no hay opción a ampliar el tamaño del Estado tanto en el presente, como en la perspectiva robotizada, artificialmente inteligente. Incluso –en lo inmediato— para revertir el déficit fiscal. En otras palabras, el desarrollo no puede acontecer si no es acompañado por un aumento del peso del Estado en el PIB.
Superchería
Cada uno de los argumentos reseñados configura una superchería. El Estado en su visión no tiene ningún papel positivo a desempeñar, puesto que manifiestan que la productividad de la economía genera la distribución del ingreso. El Estado a través de los impuestos la distorsiona y, por lo tanto, es contraproducente para redistribuir los ingresos. La crisis fiscal se convierte en endémica. Proviene de la falta de límites para que los gobiernos puedan resistir a las demandas de las necesidades sociales y morales. Así, el alza de la presión fiscal iría en detrimento de la acumulación de capital y el aumento del ingreso. Cuanto menos Estado, mejor.
En realidad la distribución del ingreso no tiene conexión lógica con la productividad y sin el orden político proporcionado por el Estado no se puede producir. Nadie podría asegurar el cumplimiento de los innúmeros contratos que hacen a la vida económica. Ese es su papel clave por antonomasia. De manera que el Estado es un factor de producción, como lo son el trabajo, el capital y la tierra. Como tal, tiene un derecho establecido en el reparto primario del ingreso. Su remuneración básica son los impuestos indirectos (el IVA, Impuesto al Valor Agregado). Se llaman así porque gravan indirectamente los ingresos. Nadie puede vender nada sin pagarlos.
Pongamos entre paréntesis a China, por cuestiones de definición. Lo cierto es que hoy con los gastos públicos cercanos al 50 por ciento del producto bruto de los pocos países que explican alrededor del 60 por ciento del PIB mundial (y que por lo tanto son ejes de la cultura occidental, es decir sus valores y símbolos), los principales problemas políticos resultan ser la incidencia de los impuestos y la asignación de las partidas presupuestarias. Se puede decir que el hecho político fundamental desde la segunda mitad del siglo XX hasta la fecha es la maduración del proceso de las sociedades administradas por el Estado. Se llegó a esta situación por la necesidad de salvar al sistema de la crisis.
El repaso de la operación económica tras ese proceso manifiesta el extravío de querer bajar el gasto público. En términos de un presupuesto equilibrado, gastar el 40 por ciento del producto (tamaño actual de todo el Estado argentino) asegura por definición eso: gastarlo. Si, digamos, se lo lleva al 30 por ciento, como difusamente quiere el gobierno, es verdad que el alivio de la presión fiscal aumenta la participación en el ingreso nacional de los beneficios netos de las empresas. No lo es menos, que tendrá un efecto negativo sobre el equilibrio global de la oferta y la demanda. No debido a que vía menos impuestos se le devuelve a una mano que atesora, la privada, lo que se le quita a la otra que gasta, la pública, porque bajo ciertas circunstancias – fase alcista del ciclo— la privada gasta; sino porque el presupuesto prominente, por su sola magnitud absoluta, resulta activo para subir el ingreso e igualar al producto; en otras palabras: equilibrar la oferta y la demanda.
Por otra parte, el intento de subir la tasa de ganancia vía contracción del gasto público para que esto a su vez eleve la tasa de ahorro y se aliente la inversión queda en las antípodas del objetivo perseguido. La tasa de ganancia como tal no tiene ninguna influencia sobre el volumen del empleo, aunque la inversión funcionalmente sea independiente del ahorro o contablemente igual al mismo. Porque el efecto verdadero que tiene empinar la tasa de ahorro (menor consumo) es el de deprimir los niveles de actividad y empleo, como bien demostró Keynes. Sin consumo, ¿quién va a invertir por alta que sea la rentabilidad? En consecuencia, bajar el gasto público vuelve más inestable al sistema. Seguir subiendo el gasto público asegura demanda, el escenario propicio para la inversión y, en consecuencia, para el crecimiento. El único cuidado que hay que tener es el de no reducir (más allá de un cierto punto) la parte de plusvalía que devenga el capital, a causa de que se deteriora el funcionamiento de la economía de mercado en detrimento del conjunto de la sociedad, la clase explotada incluida. Por lo demás, enjugar el déficit emplaza a subir en vez de bajar el gasto. En cuánto, es cuestión de cálculo. Lo seguro es que al bajarlo la recaudación baja más que proporcionalmente y el déficit se agrava. Y por último, pero no en jerarquía: bajar el gasto de 40 a 30 puntos del producto implica que esos 10 puntos o los suministra la inversión o el consumo una vez descontado el resultado negativo de la balanza comercial. El gobierno también frena el consumo. La inversión responde positivamente al consumo. Esta vez, parece que no se puede. De resultas, acusar de populistas a todos los que mal o bien, con diferente grado de conciencia, se hacen cargo de esta dinámica no es serio, por decir lo menos.
Hazaña
Haber convencido a buena franja de la población de que el Estado es una molestia a la que hay pagar lo más barato posible, es una hazaña poco común del pensamiento neoclásico. Pasaron a degüello, sin tomar nota, 2500 años de reflexión filosófica occidental centrada en el espacio de la libertad individual en el orden político. Cómo será que el Estado moderno impresionó a los filósofos, que avanzaron al punto de avistarlo como la encarnación suprema de la Idea; la marcha de Dios sobre la tierra. Esto también habla del despropósito de tratar de bajar el gasto público.
Mientras tanto llegan los robots y la inteligencia artificial. El problema a resolver por la trama política de la sociedad es el del reparto del excedente que generan los autómatas a fin de maximizar la tasa de crecimiento del producto. La introducción de los autómatas ahora y de sus antecesores antes, no abatirá el empleo ahora, ni lo abatió antes, mientras se observe que en las áreas en que va ocurriendo, éstas crecen proporcionalmente más que la productividad. Por caso, la red de agua potable de hoy demanda más empleo que todo el conjunto de aguateros de ayer, porque abastece con un volumen de líquido por humano infinitamente más grande que el de antaño.
Todo ese aumento del consumo sin cambios en la cantidad de trabajo proporcionado, está asumiendo que de la única manera que pueda alcanzarse es, precisamente, sosteniendo el consumo cuando desparecen las fuentes de ingreso por el avance tecnológico. Para que la sociedad lo logre es de suponer que la intervención estatal será de un grado mucho mayor y más profundo que el actual. Las contradicciones a resolver se avizoran enormes. Posiblemente lo que haya frenado la salida rápida de la crisis del 2008 fue el temor a hacer crecer el Estado, porque se arribó a un límite que al traspasarlo se ponía en entredicho las instituciones del sistema. El mundo desarrollado llegó a sentirse tan necesitado de congelar la situación política ante la falta de respuestas factibles, que se puso en discusión la hipótesis de que, por fuera del Estado que abate la desigualdad redistribuyendo la riqueza, la igualdad se alcanza destruyendo la riqueza. Actúan las catástrofes generadas por guerra, revolución, peste y hambre. Con el Estado no podemos, si giramos el amperímetro en otra dirección nos ataca la caballería de los Cuatro Jinetes. El impasse es la orden del día.
Frente a estos cúmulos de muy densos problemas del capitalismo realmente existente, se observa que el empeño del gobierno en bajar el gasto público está desnortado a corto y largo plazo. Si lo logra, nos espera una estancia ordenada con pocos robots y poca gente. Entonces Paris será nuevamente una fiesta, como lo era para el Centenario.
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