La literatura de Occidente tiene su antecedente primero en la Ilíada. Mitos y leyendas se urden entre los versos de Homero, que nos cuenta del rapto de Helena, la inmolación de Ifigenia, la expedición de los aqueos y el largo sitio de Troya.
Agamenón conduce la guerra para salvar el honor o el capricho de su hermano; Aquiles se enoja, pierde a su amado Patroclo, se venga en Héctor y es muerto por Paris.
Del lado troyano, la ciudad resiste tenazmente el asedio, en medio de las calamidades y bajo el reinado de Príamo, que va perdiendo súbditos e hijos, ignorando oráculos y adivinos, para ser burlado al final con el engaño del famoso caballo de madera.
Imaginemos esos diez años de asedio, en los cimientos de nuestra cultura, y reflexionemos un poco desde el hoy distinto. Homero no cuenta nada de esto, pero ¿sería dable que pregoneros, parados en las escalinatas de los templos, arengaran así a los sitiados?:
“Príamo es un tirano, y habla de una invasión para restringir nuestras libertades. Estamos aislados del mundo griego. ¡Abran las murallas para que pueda ingresar quien quiera, y salir los troyanos en libertad por las playas del mar Egeo!”;
“Eneas ha sido visto contando dracmas en una tienda rosadita cercana a la costa”;
“No es cierto que la peste desatada en el campamento de los aqueos pueda alcanzarnos, Calcante es un mentiroso. Lo dicen para que los troyanos nos atemoricemos y vivamos escondidos, acatando las órdenes del Rey corrupto y de la yegua de Hécuba”;
“Casandra ha anunciado que no se presentará más a elecciones porque Troya no la merece, y que Patroclo fue asesinado por un comando persa que burló la guardia de los aqueos”;
“Vean, troyanos, cómo bebo este líquido amarillo, que es el veneno de las flechas de Paris, y no me hace nada”.
Quizás la guerra hubiese terminado enseguida, y nos hubiésemos perdido la poesía homérica.
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