Hola, Negro querido. Vos no me conocés, ya sé. Yo te conozco apenas por lo que contó mi compañera. Que te acercaste en la calle para venderle medias y le dijiste, a modo de presentación: Ojo, que soy Negro pero no peligroso.
Me dejaste pensando. Porque, más allá de las diferencias entre nosotros, yo también soy negro. Como la mayoría de la población de este país: descendencia de los pueblos originarios, de la inmigración latinoamericana y de aquella que llegó del sur de Europa y ya venía cruzada con sangre de África. (Por segunda vez, habría que aclarar. Porque toda la especie humana proviene del corazón de África. Lo cual torna absurdo al racismo, ya que convierte el odio a los negros en autodesprecio. Por mucho que le reviente, hasta el más pálido de los supremacistas es en el fondo un negro albino.)
Si los negros somos tantos y, siguiendo tu razonamiento, peligrosos por mera portación de piel y rasgos, ¿significa eso que la mayoría de los argentinos somos peligrosos? Me pregunto si un país así sería viable. Cuando pienso en territorios abarrotados por gente a la que se considera una amenaza, se me vienen a la cabeza los ejemplos más extremos: la Sudáfrica del apartheid, por ejemplo. Porque en los Estados Unidos —donde viven los otros negros; a nosotros nos dicen así porque les gusta exagerar nuestra opacidad pero en USA seríamos brown people, nomás: gente marrón—, los negros siguen siendo minoría. Y en Israel luchan una batalla perdida para evitar que los israelitas de origen palestino se conviertan en mayoría; prefieren alentar la inmigración selectiva, los tranquiliza más un judío ruso con antecedentes mafiosos que otro ciudadano con pinta de árabe... ¡aunque sea más bueno que Lassie!
A un país habitado mayoritariamente por gente peligrosa le quedarían dos caminos: o ser gobernado por representantes de esa mayoría, de modo que los monstruos rijamos nuestros propios destinos (el terror de tanto cabecita blanca argentino: ¡una negrocracia!); o por un sistema tirando a autocrático, donde la amenaza esté bajo control — político, social, militar, policial. Eso es el apartheid, sin ir más lejos. Aunque existen versiones light de ese sistema o simplemente camufladas, como estamos entendiendo a los golpes.
Al sistema democrático se lo armó así a sabiendas de que las mayorías tendrían un poder muy grande, derivado de su peso específico. Por eso se tomaron las previsiones necesarias para que, a pesar de la desmesura numérica, el sistema garantizase los derechos de las minorías. Pero cuando se utiliza el espaldarazo electoral para beneficiar a una minoría palidona mientras se hunde al morochaje, el sistema está haciendo lo contrario a aquello para lo cual se lo diseñó. La idea original pasaba por el contralor que persigue el equilibrio, la ecuanimidad. (Pero la verdadera, no el packaging que Macri lanzó en estos días como nuevo envase del producto rancio que insiste en vendernos.) Si se lo usa para que muy pocos primen por sobre muchísimos a los que desangra, lo que tiene lugar no es una democracia, aunque se preserven sus formalidades; lo que se verifica, lo que está ocurriendo entre nosotros, debería llamarse supremacía. (O en este caso, para ser precisos: supremaCEO.)
Todo organismo tolera parásitos sin daño severo para su salud. La Historia es rica en ejemplos de aristocracias que hacían poco y nada más allá de brillar, mientras lucraban con el trabajo ajeno. Pero una cosa es convivir con una lombriz solitaria y otra llevar dentro un alien como el de las pelis.
La lombriz vive de arriba a la vez que deja vivir. El alien —o la peste, si lo tuyo es Camus antes que Ridley Scott— te explota al mango, hasta que te mata.
El Negro no puede
Lo que pregunto es: ¿de dónde sacaste la idea de que sos peligroso porque sos negro? Digo, porque los medios y las redes sociales se cuidan de expresarlo así, con todas las letras. ...Aunque lo insinúan, es cierto. Y constantemente. A veces usan la excusa de la inseguridad, otras hablan de los piquetes, de los que revuelven la basura, del número creciente que duerme en la calle... No te gastes en contestar, ya entendí. Lo percibís en la mirada de la gente bien, cada vez que la pescás mirándote en el bondi. Y ni hablar de la expresión que pelan cuando te acercás. Por eso la advertencia con que rompés el hielo: Ojo, que aunque SOY negro NO SOY peligroso. Qué gil, yo. Ya está, me cayó la ficha.
Lo paradójico es que, en muchos sentidos, ese prejuicio no podría estar más lejos de la verdad. Los negros de acá nos identificamos con la canción de Piero: tendemos a ser mansos y tranquilos, lo nuestro es la pachorra. Además pintamos retacones, desde la contextura física no podríamos ser menos amenazantes. La reacción de los canas de USA se entiende, aunque no se justifique: los negros de verdad tienden a ser grandotes. Por eso los reducen entre varios y los estrangulan o electrocutan vía Taser o les disparan antes de preguntar: porque les tienen pánico. Aunque los policías anden armados hasta los dientes, cuando el negro se sulfura se cagan encima.
Claro, está la cuestión del número, que deriva de la condición de mayoría. Cuando nos pescan solos se permiten fruncir la nariz, mirarnos de arriba a abajo, tratarnos con desdén. Hace años un editor me pescó cantando en televisión y su único comentario fue que le recordaba a Ritchie Valens. ¿El tipo que convirtió a La bamba en un hit? Era una forma elíptica de decir que yo era un advenedizo, un chicano metido en un mundo ajeno, desde que el rock les pertenecía a los rubiones marca Cerati. Mirá el tiempo que pasó y todavía lo tengo atravesado acá. Pero es cierto, cuando somos dos o más... Les da miedo que nos agrupemos, cualquier variante de nuestra agremiación los pone a sudar: la patota futbolera, el piquete, la manifestación, la clica. Saben que en barra no nos cuesta ponernos bravos. Andá a pasar con el auto cuando los muchachos cortan los accesos. Te dejan la carrocería como un bollo de papel crêpe.
Parte del éxito de The Walking Dead se finca ahí. El temor más grande de los blanquitos —que de una se identifican con el sheriff Rick— es despertar un día para descubrirse rodeados por una turba de gente fea, a la que no se le entiende nada y que confunde cerebros con choris crocantitos. (La pesadilla prototípica de las clases medias: ¡esos negros indolentes se quieren comer lo que es mío, mío, mío!) Por eso las nuevas tecnologías apuntan a aislarnos, a convertirnos en adictos a celulares que devoran nuestros ojos, a arrancarnos del mundo real, a convencernos de que no salgamos de casa (todo lo que necesites, pedilo por internet): para que no nos juntemos, reunamos, confabulemos. Que seamos negros no les gusta, pero menos les complace que seamos tantos.
Strenght in numbers, se dice en inglés: las cifras indican que por ese lado hay fuerza, poder. El sistema trata de persuadirnos de que cada uno de nosotros es un solitario número 1. Pero cada vez que se cruzan con nosotros, lo que ven proyectado en nuestro pecho no es un 1 sino una cifra expresada en millones. Eso es lo que les inquieta. La perspectiva de que nos pongamos de acuerdo, de que los millones funcionen en sincro. El temor a que accionemos en beneficio común en lugar de a su servicio.
Lamento decírtelo, Negro. Aunque la simpatía te ayude a saltar barreras (mi compañera ya te había comprado unos repasadores tiempo atrás, vos no te acordaste; en este momento tengo puestas las medias que se llevó la segunda vez), no hay forma de que los convenzas de que sos un inofensivo número 1, la excepción a la regla.
Por más que en tu cuerpo se hubiesen reencarnado Francisco de Asís, Gandhi y Ana Frank tres-en-uno, para ellos seguirías siendo peligroso.
Porque sos Negro. Y eso es todo lo que ven, lo que están dispuestos a ver.
La Lista Negra
La condición de amenaza no deriva de nuestras características individuales, sino de la pertenencia a una comunidad. Nosotros somos cofradía, gregarios por naturaleza, nos gusta amucharnos. Estamos acostumbrados a los esfuerzos, los hicimos la vida entera: donde entran cuatro entran cinco, donde comen dos comen tres, aquel(la) que conserva el laburo ayuda al que lo perdió. Hace días me enteré de que un periodista que conozco tuvo que pernoctar en el auto con su bebé recién nacido, cuando lo echaron de un medio y se quedó en la calle. Esta semana lo vi en la tele, haciendo su trabajo con la dignidad que no perdió ni siquiera entonces. (Si lo vieses te reirías porque es blanco teta, pero creéme: por debajo de su piel albina, él también es Negro. Como las mujeres que militan en el movimiento NiUnaNegraMenos. Y aunque es verdad que existen Tíos Tom como los Venegas y los Toty Flores, los cabecitas blancas nunca los aceptan del todo: cada vez que los invitan a una reunión, lo que piensan mientras les ofrecen un canapé es tendrás plata y una casona PERO IGUAL SOS NEGRO.)
Ellos creen que nuestra docilidad es servilismo. Y no lo es. Somos tranquilos porque encaramos la vida con filosofía: sabemos que nada bueno de verdad es fácil y que lo que logramos comprar no nos pertenece del todo, no es nosotros, en último término no es esencial; entendemos que, como dice un amigo, cada noche puede ser la última noche. Por eso mismo, vistos desde los ojos de quien considera que merece todo lo que tiene y lo que no tiene lo merecería también, somos incomprensibles. Y como los desconcertamos, nos temen.
Por eso me pregunto si no sería mejor que asumiésemos nuestra peligrosidad. Porque la otra opción es impracticable. Si le damos crédito a la forma en que nos ven, si aceptamos que somos como dicen que somos —poco emprendedores, brutos, patoteros, indignos de confianza, carentes de iniciativa, incapaces de cumplir con los compromisos que asumimos, proclives a la deshonestidad—, tendríamos que reconocernos como sub-humanos. Que es lo que expresó Pity Álvarez, sin ir más lejos, cuando se entregó por haber matado a otro hombre.
Cualquier animal hubiese hecho lo mismo, dijo. Pero no es cierto. Entiendo que Pity se haya percibido como alguien reducido a la animalidad. Siempre fue un Negro, lo cual significa que vivió siendo menospreciado, sospechado, embaucado. Lo trataron como a un animal —un freak es eso, socialmente: una bestia enjaulada en exhibición— y ahora se justificaría así. De algún modo estaría devolviendo la medicina que le zamparon desde que nació, pero es demasiado inteligente para creérsela. Para empezar los animales no matan cuando se defienden, sólo matan lo que habrán de comer. Y lo más importante: somos seres culturales y no podemos desprendernos de esa matriz, por más que nos enfrentemos a una situación acuciante. Aun en la emergencia, siempre hay un camino más, un recurso extra, un Plan X, Y o Z que poner en práctica antes que asesinar a un congénere. La muerte no puede ser la única opción, porque todas nuestras acciones están filtradas por el cerebro y el cerebro es una máquina de desplegar variables. Aun cuando creemos no estar pensando, pensamos —y decidimos; podemos equivocarnos, pero siempre es a consciencia.
Animales no somos, o en todo caso somos animales y a la vez algo más, mucho más. Entonces, ¿de qué modo habría que asumir nuestra peligrosidad?
Un oscuro día de justicia
Somos peligrosos —y a mucha honra— porque existimos, nomás, y de un modo que no es exactamente aquel que tranquilizaría al mainstream. Pensamos distinto, sentimos distinto, planeamos distinto. Nuestra idea de lo que consistiría un éxito es Negra, ciento por ciento; y la alcanzamos no pocas veces, a consecuencia de que no proyectamos demencias a futuro ni pretendemos ser otros. Los módicos éxitos a que aspiramos llegan porque sabemos quienes somos y entonces lo deseado —la pareja, la diversión, la familia, el asadito, la vacación, la amistad, el fulbito, el orgullo que deriva de lo bien hecho, la capacidad de vivir el momento y de permitirse un destello de felicidad— se va dando solo. Otra gente, en cambio, siente que será en la medida que obtenga determinadas cosas, que no siempre llegan; a razón de lo cual se frustra y juzga severamente a los que no parecen envenenarse del mismo modo.
Somos peligrosos porque aguantamos bocha pero no todo. Es verdad que hacemos gala de paciencia china y podemos ajustar los cinturones dos y hasta tres orificios sin pestañear. Sabemos tener menos sin ser menos. Pero ojo: existe un límite. Y hoy lo sentimos cerca. Dentro de poco hasta tus medias van a ser un lujo, Negro. Una cosa es que nos aligeren los bolsillos y nos dejen sin vacaciones, y otra muy distinta es la violencia. Qué te voy a contar que no sepas. Comer salteado y mal es violencia. El sufrir innecesario de pibes y viejos es violencia. El desempleo es violencia. La condena a la ignorancia es violencia. La imposibilidad de cuidar de la salud es violencia. Y no es que carezcamos de aguante: tenemos la piel dura de los elefantes. Pero un coscorrón no es lo mismo que una tunda o un balazo en la nuca. El coscorrón deja de doler, la desnutrición produce daño irreversible. El coscorrón se desinflama, las vidas perdidas por falta de atención ya no se recuperan.
En último término somos peligrosos porque somos irreductibles. Aunque toleramos demasiado para mi gusto, y por eso se convencen de que al fin nos metieron en caja y todo está como debería, mente superior domina a mente inferior. Pero se equivocan una vez más, como cada ocasión en que nos subestimaron. Nosotros somos más bien como esa gente (quién, ¿yo?) que bancó de más y termina estallando por lo que parece una nadería cuando no lo es, se trata de la chispa nomás, el fulminante que detona la barbaridad de pólvora que acumulábamos en el alma. Me pregunto cuál será la mecha esta vez. ¿Una represión con muertos? ¿El suicidio en público de algún viejo? ¿Las primera víctimas fatales de Flybondi? ¿La difusión de imágenes de nuestros nuevos desnutridos? ¿Otra zancadilla económica, que persuada a los cabecitas blancas de abrocharse la nariz y salir a protestar a las calles llenas de Negros? Porque, aunque todavía a regañadientes, hasta ellos atisban hoy la verdad de la milanesa: los tipos que elegimos para que nos gobiernen (admitámoslo, hubo mucho Negro que los votó) le están quitando a la gente lo esencial, lo que marca la diferencia entre la vida y la muerte, para dárselo a los que ya tienen para vivir mil vidas y no han hecho nada para merecer su fortuna más que ser inescrupulosos y cagarse en la ley.
Es así, Negro. Por más que sacudamos cascabeles y bailemos tap los vamos a seguir atemorizando. Tal como viene la mano, un día vas a acercarte a un cabecita blanca y te vas a comer un tiro que te arruine la mercadería. Entonces —perdido por perdido— hagamos lo que tenemos que hacer, y ya. Nosotros mismos. Sin esperar a nadie más, porque como en el cuento de Walsh, capaz que apostamos a un salvador proverbial y cuando asoma le llenan la cara de dedos. Con la calma propia de aquel que se sabe ajustado a la ley, protestemos hasta que se respeten nuestros derechos como los establece la Constitución. Tiene que existir alguna cuña que frene el mecanismo de la trituradora de gente. ¿Cuántos Maldonados vamos a permitir, hasta que entendamos que hay que ponerse las pilas? Va siendo hora de que advenga la negrocracia que corresponde a nuestra relevancia, mientras los responsables de esta situación van a parar al sitio que —paradójicamente— les corresponde: la historia negra de este país. Demostrémosles hasta qué punto atendieron al parte meteorológico equivocado y malinterpretaron esa nube oscura.
La verdadera tormenta en ciernes, acá, somos nosotros.
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