A fines de marzo, Alberto Fernández anunció que la cuarentena por el coronavirus, que se había iniciado a las 0:00 del 20 de marzo, se alargaría hasta el fin de la Semana Santa. Avisó que iba “a ser duro con los que despiden gente”. Y agregó: “Si algo nos tiene que enseñar la pandemia es la regla de la solidaridad”. Enumeró las medidas que había tomado en beneficio de diversos segmentos de afectados por la situación (ingreso familiar de emergencia, exención del pago de contribuciones patronales y congelamiento de los alquileres, entre muchas otras medidas). E invitó a los empresarios a que aceptaran que venía un tiempo no de perder, pero sí “de ganar menos”. Hasta donde recuerdo esta fue la chispa que encendió la pradera.
El 30 de marzo se desató un cacerolazo en los barrios más beneficiados de Buenos Aires, en los que había ganado Juntos por el Cambio. En clara respuesta al antedicho discurso presidencial, se reclamaba que se gastara menos en el financiamiento de la política y que hubiera un recorte en los sueldos de los funcionarios políticos. La movida había sido convocada mediante WhatsApp y otras redes, con una impronta trolliana evidentemente PRO.
Un día después, Jorge Rial, conductor de programa Intrusos en América TV, interceptó y dio a conocer otra iniciativa, incentivada por Marcos Peña, mediante la cual se convocaba a un nuevo cacerolazo contra el gobierno para el 5 de abril. Levantada la perdiz, la operación fue abortada. Más tarde, el 30 del mismo mes, se realizaron nuevos caceroleos y movilizaciones en rechazo de la excarcelación de presos por el coronavirus.
El 7 de mayo se realizaron algunas protestas callejeras y cacerolazos en barrios, convocados mediante las redes sociales, en rechazo a la gestión de la pandemia, la liberación de presos y las compras con sobreprecios. El 25 de aquel mes se llamó –siempre con el mismo procedimiento— a un caceroleo nacional. El texto de invitación, firmado por nadie, tenía el siguiente título: La República está en peligro; los motivos que enunciaba eran: “Basta de impunidad; basta de fueros; reactivación inmediata de las causas por corrupción; y congreso sesionando presencialmente”, entre otras. Una de las convocadas resultó ser @Euge_aramburu, quien twitteó: “Chicos, me perdí en el cronograma. ¿Por qué es el cacerolazo de hoy?” Simpáticamente absurdo y también revelador, ya que confirmó la sospecha de que existía una agenda predeterminada. Pocos días después, sobre el final del mes, se dio a conocer esa especie de carta titulada La democracia está en peligro —repárese en la similitud con la anterior; parece que la usina PRO andaba monofásica— que firmaron alrededor de 300 académicos, investigadores y periodistas. Todas personas de bien. Y tan democráticas que definen a la gestión gubernamental contra la pandemia como “infectadura”. ¡Tantos siglos de pulir el castellano para llegar a esto! (Imagino que San Juan de la Cruz se debe estar revolviendo en su tumba con estos neologismos.)
Y hasta aquí llegamos en esta primera etapa en la que el macrismo se empeñó en esmerilar al nuevo gobierno. Porque llegó Vicentin SAIC y todo subió de voltaje.
El comportamiento de esta empresa no tiene perdón; quizá sí, con el paso del tiempo, la alcance el olvido como a veces sucede. Como bien se sabe ya, ha cometido diversas tropelías. Con su concurso de acreedores dejó colgados a 2.638 productores y proveedores de quienes recibió entregas de grano o insumos y a quienes no les ha pagado ni un peso. Obtuvo créditos que han quedado impagos de 12 bancos nacionales. Los cuatro acreedores mayores son: Nación $ 18.182 millones; Provincia: $ 1.800 millones: Ciudad: $ 319 millones y BICE: $ 313 millones. El total de su deuda medida en dólares asciende a U$S 1.350 millones. En fin, produjo un tendal de damnificados nacionales. También ha dejado en la estacada a accionistas y a bancos extranjeros que han iniciado acciones judiciales en las cortes neoyorkinas.
La Unidad de Investigación Financiera ha iniciado una actuación procesal pues presume la existencia de maniobras ilegales como fuga de divisas, lavado de dinero y evasión fiscal. Y hasta la operatoria práctica de las exportaciones de la firma es sospechada de contrabando agravado, pues en no pocos casos los envíos se habrían gestionado desde sus filiales en Asunción o Montevideo pero los barcos se habrían cargado en el puerto de Vicentin, en la provincia de Santa Fe, para zarpar luego hacia su destino. El dinero obtenido por la operación entraba a Uruguay o Paraguay pero la Argentina recibía cero dólares por esto y cero pesos por retenciones. No se trata, claro está, ni de descuidos ni de pequeñas negligencias sino de un capítulo más de una incalificable saga empresarial que comenzó en los tiempos del Proceso: endeudar, fugar, lavar y depredar.
Ante semejante desaguisado, Alberto Fernández tomó cartas en el asunto para tratar de recuperar a la empresa que, al fin y al cabo, es argentina. La intervino por 60 días para que el Estado tuviese información fehaciente de la situación de la firma y anunció la posibilidad de expropiarla. La inmediata respuesta del macrismo, acompañado de la cohorte mediática que lo respalda desde hace años, fue de rechazo absoluto. Se abrió así una segunda fase que se agrega a su operación inicial de esmerilado: la intención de desestabilizar al actual gobierno, que se montó no sobre la parte sustantiva de la cuestión Vicentin sino sobre la legal. Prácticamente todo el empeño macrista se ha puesto en descalificar su eventual expropiación con argumentos jurídicos. De paso y por carácter transitivo aprovecha para exponer sibilinamente un presunto comportamiento presidencial que es presentado, de un modo u otro, como arbitrario, abusivo, anómico y poco responsable. Eso sí: de los U$S 1.350 millones que se evaporaron no se habla. Y del bochornoso tendal de acreedores, tampoco.
El macrismo está, en fin, a la búsqueda de un quid pro quo mediático que procura incriminar al bombero y soslayar el comportamiento de los incendiarios. Algo así como una banalización del mal combinada con la construcción artificial de un chivo expiatorio.
Pero algo sucedió camino del foro. El avance de diversas investigaciones y procesos judiciales en curso expone cada vez más las trapisondas macrianas. La otrora oronda y miserable “mesa judicial” acaba de ser nítidamente visualizada por la investigación que se lleva a cabo sobre la Agencia Federal de Inteligencia. La ilegal interceptación de las comunicaciones telefónicas de los políticos y empresarios detenidos en el penal de Ezeiza ha sido completamente develada. Y, entre otras novedades recientes, quedó inequívocamente expuesto que hasta la propia hermana del ex Presidente y su novio eran espiados “por los servicios”, como se decía antes. Todo esto revela que la influencia del macrismo sobre los tribunales menguó. Y que el propio capo anda de capa caída. Pero atención: él y su cohorte todavía porfían.
El componente de lawfare –es decir, de guerra judicial— practicado por Macri con asiduidad durante su mandato carece hoy de la intensidad y de la eficacia que tuvo en aquel momento. Pero su caterva mediática sigue activa, tanto como las intenciones desestabilizadoras de la tribu que encabeza ese cacique casi enmudecido.
Sí. La República está en peligro, como reza el primer libelo mencionado en este escrito. Y está cada vez más claro quiénes son aquellos que la amenazan.
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