Rodolfo Walsh con el amor de sus últimos diez años, Lilia Ferreyra.
Para comenzar a trabajar en un sitio, los arqueólogos requieren localizarlo. Sobre el campo a cielo abierto puede haber ruinas, pedazos de cacharros, puntas de flechas, huellas, fogones, huesos: restos. O, sobre el páramo, una zona en que se recorta alguna vegetación, señal de que hay restos orgánicos bajo la superficie. También pueden basarse en fuentes: documentos que ubicaban allí un asentamiento, saberes populares que hacen rodar un rumor en la misma dirección; coplas, dichos, testimonios en el mejor de los casos. Algo más o menos concreto.
Una vez delimitado el lugar, los arqueólogos lo cuadriculan mediante pequeñas estacas e hilos y comienzan a excavar. No lo hacen con retroexcavadoras, ni siquiera con palas de punta, no. Pocean con espátulas, palitas de jardín, agujas de colchonero, pinceles, de modo de evitar cualquier daño a la pieza con que se topen. Aún la tierra remanente se cuela a la zaranda, no sea cosa que se escape una pizca. Tampoco se la revolea a la marchanta; se apila toda junta, delimitada por sectores si es posible, nunca se sabe… Las piezas recobradas se registran donde fueron halladas, cuadrícula y profundidad; se catalogan y guardan como frágiles joyas para su posterior estudio en el laboratorio. De tal modo se obtiene un modelo tridimensional del conjunto del yacimiento en el cual, si no ha sido alterado, a mayor profundidad, más antigüedad. Cada elemento se clasifica y, si no se sabe lo que es, se apunta como tal. O no: una piedra ostensiblemente tallada por la mano del hombre pero que no se reconoce su función, se inscribe como “hacha de mano, posible uso ritual”, y ya todos saben que no se tiene idea de qué se trata, qué pasó ahí. Todas las ciencias cuentan con su significante para la ignorancia. En Medicina es “virus”; en Derecho es “falta de mérito”, en psiquiatría “distonía neurovegetativa”; en el buen periodismo se asume como tal, en el berreta se pasa por alto o se bolacea.
Cuando se trata de literatura –que no es una ciencia y le atañen las reglas del arte— esos espacios quedan como tales o bien se suplen con un bien escaso: el talento. Cualidad antinatural, adquirida y cultivada que modela con personal rigor a esa informe argamasa que es la imaginación.
Precisamente tal profundidad sistemática que la arqueología metaforiza, se suma a la construcción de la escritura que Marcelo Figueras realiza en El Negro Corazón del Crimen, al recrear la vida cotidiana de Rodolfo Walsh entre 1956 y 1958, mientras investigaba al tiempo que escribía Operación Masacre, nada menos. Se vale de la cobertura que otorga la novela negra, donde prima el detective desaliñado y cerebral, el crimen atroz. No en vano este libro le acaba de valer a su autor (a la sazón contramaestre de este Cohete lunático) el principal galardón otorgado por Buenos Aires Negra, el festival de novela policial incorporado al circuito internacional en el que participan la Semana Negra de Gijón, Barcelona Negra y Getafe Negro, en España, Mord & Hellweg en Alemania, Polars du Sud en Francia y Theakstons Old Peculier Crime Writing, del Reino Unido.
No obstante, a diferencia del canon en la tradición del género, en esta oportunidad quienes se suponen buenos –los policías— son los malos y aquello que debe proteger –el Estado— amenaza. En tales rasgos, la obra de Walsh y la ficción de Figueras coinciden; también en el rigor, en el cuidado y generosidad del lenguaje, en el respeto al lector, en la hondura símil arqueológica de las respectivas pesquisas. Sin que sea una distancia, la diferencia queda establecida en que, mientras Rodolfo Walsh excava en los sucesos y conexiones del genocidio del 9 de junio de 1956 en el basural de José León Suárez, Marcelo Figueras hace lo propio en la vida cotidiana del primero, a partir del día que en el club de ajedrez platense escucha la famosa frase: “Hay un fusilado que vive”. Así, la excavación de Marcelo comprende y extiende la de Rodolfo, haciéndola vibrar en otra cuerda. El Negro Corazón del Crimen hace con la ficción lo que Operación Masacre hace con la Historia. En términos sistemáticos, uno dentro de otro se entrelazan, como en el paradigma arqueológico parten de sendas evidencias concretas; se zambullen en pos de otros elementos, los hallan, llegan hasta el fondo y, una vez obtenido el conjunto, trepan desde lo profundo para arribar otra vez a la superficie donde, ahora, lo concreto ya está representado. Deja de ser resto inerte, mudo, ya que concentra el haz de relaciones que hasta el momento permanecía oculto. Otorga sentido, explica. Apasiona. Transforma al lector en partícipe.
Asimismo, el autor ya no vuelve a ser el mismo después de la experiencia. Tal mutación es central en el modo en que Figueras desenvuelve la trama. Se refleja en el Walsh que a medida que el contacto con las víctimas, sus familiares, abogados, periodistas comprometidos, se van convirtiendo en algo que hasta bien avanzada la investigación ignora: compañeros.
Arranca la novela en espejo ampliado, con el bar de los ajedrecistas haciendo las veces de una cruza de club de sofistas con coro griego cuya función es otorgar contexto, solidaridad y sentido común a la situación, en especial por parte de Valerga, coreuta principal. En su primer movimiento, "el gordo soltó el dedal de Legui y abrazó el baúl de su vientre”. Figueras advierte al lector que acaba de ingresar en el universo de la ficción al designar la filiación Walsh por medio de la inicial del nombre: el propio protagonista, Rodolfo, es Erre, sus hijas Ve y Pe (Vicky y Patricia), sus hermanos Ce, Hache, Eme. Recién al promediar la novela adquieren nombre completo –no todos—, signo de una clandestinidad protectora. Con su nombre real están Elina (la madre de sus hijas), Enriqueta Muñiz (socia en la investigación, compinche, después amante; le está dedicado Operación Masacre), periodistas, intelectuales, editores y, por supuesto, los malos.
Metamorfosis e invención se hacen presentes cuando Figueras los sitúa como destellos a fin de iluminar fragmentos de la acción. El prejuicio periodístico regido por el optimista hexaedro de Quintiliano (qué, quién, dónde, cómo, cuándo, su ruta…) es suplido en la literaria práctica efectiva por el rotundo Método Walsh (las personas, los hechos, las pruebas). En el pasaje de aventurero individualista (“Esta es una historia grande, pasto de primera plana. Si hubiese ocurrido en Boston o New Orleans, podría aspirar al Pulitzer”), con escala en librepensador (“Acá lo político –continuó, embriagado por su elocuencia— debe ser un condimento, un elemento secundario. Lo esencial en esta historia es la trama, explotar su misterio”) algo gorila, vacilante (“…no se puede vencer a un enemigo que no se conoce. Y la investigación le había dado la oportunidad de relacionarse con ‘peronistas activos’, experiencia que capitalizó y lo llevó a la siguiente conclusión (paren las rotativas): eran seres humanos y, por ende, merecían ser tratados como tales”) a escritor comprometido, militante.
Trayecto que se efectiviza a medida que Erre toma contacto con los sobrevivientes y su entorno, coloca las primeras notas en los semanarios Revolución Nacional y Propósitos hasta llegar a Mayoría donde publica completa la primera versión de la saga. La vibrante prosa de Figueras hace transpirar a Walsh en el ardiente verano, lo refugia en un ranchito en Merlo, le hace conocer la isla del Tigre, la lluvia lo empapa, las yemas de los dedos se despellejan en las teclas de la máquina de escribir, los cancerberos acechan. A descripciones precisas le corresponden escenas redondas dotadas de diálogos siempre sagaces donde se luce lo arduo del trabajo de investigación realizado por el autor. Preciso hasta el más ínfimo de los detalles, Figueras logra un plano de verosimilitud que hace que el lector esté allí, donde la acción tiene lugar. Quien haya tenido la oportunidad de conocer a los auténticos personajes podrá corroborar la increíble fidelidad a los hechos, hasta el singular rasgo de cada personaje corresponde a tal punto que da escalofríos. Aún a quien no los haya conocido, la escritura se lo transmitirá. En los agradecimientos finales de rigor, pueden intuirse algunas de las fuentes orales.
Pues ese es el caudal por donde fluye el portentoso pensamiento Walsh. Incurre en parámetros de escritura: “Las mayúsculas eran un rasgo de estilo que había aprendido a odiar, desde que lo acusaron de enjundioso: ahora le parecían un overstatement. Un acto de compensación psicológica, las suelas gruesas que el petiso elige para sus zapatos”. Necesariamente no está en boca de Rodolfo, su espíritu planea por sobre quienes lo acompañan y resultan contagiados. Cada quien en su idioma plasma un trazo no por fino, menos definitorio: “Era un hombre a medio cocer, eso no había cambiado. Lo bueno era que había decidido no sustraerse al fuego”. Reflexiones al pasar que encierran la premisa (“Yo no me daría por vencido antes de intentarlo”) capaz de hacerse, en el futuro, norma. También, decisiones que son anuncios: “La pregunta que me hago es; ¿Qué estoy dispuesto a resignar a cambio de seguir viviendo? Y yo, a esta altura del partido, sé que no puedo ni quiero renunciar a ciertas cosas. Porque si cortase con ellas, ya no sería yo. Y lo que me quedaría sería algo que no calificaría como vida. Prefiero caerme seco en cualquier lado, pero en mi ley. Vivir, pero vivir vivir, hasta el último instante”. Y eso que esta última afirmación surge apenas superada la mitad de la novela, mientras esa vida colectiva –no sólo propiedad de Rodolfo— azota esos años ‘50. Hilos casi invisibles aúnan aquellos tiempos con los últimos momentos de la vida de Walsh, también con estos. La pistola Walther PPK calibre 22 con la que combatirá contra la patota de la Armada el 25 de marzo de 1977 aparece obsequiada por Valerga, aquel cofrade iniciático del bar de los ajedrecistas. Es uno de los tantos hilos conductores que la pluma del autor instala al modo de fehaciente demostración de que las indelebles historias de la Historia nunca concluyen en el punto final con que se escriben.
FICHA TÉCNICA
El Negro Corazón del Crimen
Marcelo Figueras
Buenos Aires, 2017
414 págs.
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