Escaladas violentas

El crecimiento de la violencia en Rosario resulta de los continuos fracasos de la política criminal

 

La conflictividad en Rosario tiene muchas capas. Una de ellas es la violencia, otra la pobreza, las desigualdades sociales e individuales, la desorganización y fragmentación social, la impotencia instituyente, el fracaso de las políticas criminales, el tráfico ilegal de granos, los circuitos financieros, la expansión del consumo, etcétera.

Una violencia que está escalando hacia los extremos. Desde hace 15 años las violencias (en plural) se han ido espiralizando. Estas violencias tienen una historia previa, no se trata de una violencia espontánea ni azarosa, y tampoco un dato coyuntural sino de violencias estructurales, que se fueron acumulando. No es que la violencia se haya naturalizado, en todo caso se fue normalizando, forma parte de las reglas de juego, uno de los riesgos que corren sobre todo aquellos actores que pasan la mayor parte del tiempo en el espacio público. Pero esas violencias tienen una onda expansiva y anímica que impacta de lleno en la subjetividad y percepciones del resto de los vecinos de la ciudad y el país.

Sin embargo, por estos días da la impresión de estar ante una bisagra, que la violencia ha pegado otro salto cualitativo, que lo que ha sucedido es “otra cosa”, con un estatus singular. Ahora bien, no se puede comprender este acontecimiento sin aquellas otras violencias. Estos asesinatos indiscriminados contra la población civil tienen una historia previa y esa historia no es patrimonio de las bandas narcos.

 

Violencias, en plural

Como ha sugerido la investigadora rosarina Eugenia Cozzi, no todo es narco, no toda la violencia es violencia narco o hay que atribuirla al universo transa. La violencia que se fue sedimentando en la última década y media fue protagonizada por las policías, pero también por jóvenes y grupos de jóvenes. Hace rato que la violencia se ha ido derramando, el gatillo fácil no es propiedad de los policías. De hecho, en Rosario, al igual que en el resto de las grandes ciudades del país, los jóvenes tienen más chances de ser matados por otros jóvenes que arrastraban conflictos previos que por un efectivo policial.

De modo que es necesario hacer algunas distinciones no sólo para evitar meter a toda la violencia en la misma bolsa, sino para reconocer la complejidad que tienen las violencias, esto es, para estar atentos a las distintas caras de la violencia y sobre todo las nuevas dinámicas, las diferentes formas que fue asumiendo la violencia en la ciudad.

Por empezar, es necesario distinguir entre violencias expresivas y emotivas. En primer lugar, existen las violencias interpersonales protagonizadas por los llamados tiratiros. Se trata de jóvenes que dirimen sus disputas a los tiros, jóvenes que antes encaraban o resolvían las picas o broncas a las piñas y ahora lo hacen apelando a las armas. Se trata de una violencia expresiva porque la portación de armas o su uso ostentoso es una manera de ganarse el temor de los vecinos, el respeto de los jóvenes con los cuales mantienen rivalidades y, sobre todo, el prestigio de su propio grupo de pares con los cuales se sienten identificados.

Segundo, existen las violencias emotivas puestas en juego por los jóvenes en los robos y ventajeos que protagonizan, sin planificación, en el barrio o cerca del barrio donde viven. Son eventos que se llevan a cabo con una violencia desmesurada, que ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentalidad, impulsados por pasiones negativas como la envidia, el odio o el resentimiento, pero también por la alegría, porque es una manera de divertirse, de pasar un rato, de darse el chute de adrenalina.

Entre paréntesis: detrás de estas violencias expresivas y emotivas hay otro gran problema: la circulación de armas, la fácil adquisición de armas de fuego y sus municiones. Un fenómeno que obliga a estar atentos a otras rutinas policiales, puesto que son las policías las que sostienen gran parte del mercado ilegal de armas en esa ciudad. Al igual de lo que sucede en la provincia de Buenos Aires, las armas que los policías secuestran en los operativos son reintroducidas en los barrios.

Finalmente están las violencias instrumentales vinculadas al universo transa, pero también a la venta forzada de seguridad privada y al mundo del fútbol, de las barras bravas, de los dirigentes y representantes de fútbol. Se sabe, narcotráfico y fútbol no son mundos aparte sino cada vez más mezclados. Sea porque las barras negocian con las policías y las autoridades del club la venta de drogas en la cancha y sus alrededores, o porque el fútbol es una manera de blanquear la plata que proviene del mundo de la droga.

Hablar de la violencia instrumental del mundo transa es hablar de los desalojos forzados de vecinos de sus viviendas para instalar allí un búnker; de las balaceras en las fachadas de viviendas de políticos, empresarios y comerciantes; de los sicariatos o asesinatos focalizados por encargo; las extorsiones violentas; los secuestros con tortura que se empezaron a ver durante 2023; la circulación de rumores a través de mensajes de texto y audios como los que circularon el año pasado por las redes sociales, llenos de amenazas y que alimentan un clima de pánico moral; y ahora estos asesinatos indiscriminados.

No son éstas las únicas violencias: hay otras que tampoco deberían perderse de vista, que suelen estar entramadas a aquellas y constituyen otro síntoma de la implosión que viven los barrios plebeyos. Vaya por caso las violencias al interior de la familia (padres o hijos violentos); la violencia de género (noviazgos violentos, parejas o maridos violentos), y los suicidios o intentos de suicidio, porque hay que leer la cultura de la dureza al lado de la cultura de la fragilidad, de la angustia y la depresión que genera, entre otras cosas, llevar una vida sin horizontes y cada vez más enclaustrada por el estado de sitio y toque de queda que imponen, de facto, los pibes violentos y policías a través del hostigamiento que llega con la saturación.

 

Circuitos para la violencia

A la hora de pensar las escaladas de violencias en Santa Fe hay que mirar con mayor detenimiento las transformaciones que tuvieron lugar en la prisión. La cárcel no siempre es la misma cárcel. Una cárcel, dicho sea de paso, que se ha masificado y primarizado.

Masificado, porque el sistema penal tiende a encarcelar a aquellos contingentes que tienen determinadas características sociales, están en el radar de la policía y forman parte de la clientela judicial. En la provincia de Santa Fe actualmente hay 10.502 presos, lo que representa una tasa de prisionización de 290 cada 100.000 habitantes, es decir que la población encerrada es 125% mayor que la de 2008, cuando había 3.794 presos, 117 cada 100.000 habitantes.

Y primarizado, porque el sistema judicial, a través de la implementación de los juicios abreviados, que imponen un acuerdo a las personas imputadas para que acepten su culpabilidad a cambio de una pena corta, ha contribuido a modificar la composición de la población encarcelada. En efecto, al mismo tiempo que el sistema judicial dispuso sentencias con penas largas para gran parte de los actores narcos de la ciudad de Rosario, presos que llegaron a acumular varias perpetuas en su haber, se la pasa encerrando a montones de jóvenes por delitos menores o recurrentes que no están vinculados al universo transa.

Los primarios van a compartir su estancia con narcos que no sólo tienen condenas muy largas, sino otra posición económica en los barrios. Presos que, dicho sea de paso, fueron adquiriendo cada vez más reputación en la cárcel hasta desplazar a los viejos chorros, desautorizando con ello los códigos tradicionales de la criminalidad plebeya, adulta y profesional que contribuían a ordenar las violencias adentro y fuera del barrio. En otras palabras, la centralidad que estos actores tienen en el barrio se trasladó a la prisión y transformó las dinámicas carcelarias.

Acá hay un gran problema: presos narcos con presos comunes, la biblia y el calefón. Esta mezcolanza es mutuamente beneficiosa. Por un lado, los narcos pueden referenciar a las violencias expresivas y emotivas como recursos productivos, y transformarlas en violencia instrumental (sicariatos, balaceras, extorsiones, etc.); tienen la oportunidad de captar las destrezas y habilidades que los jóvenes fueron desarrollando mientras afanaban al boleo y se peleaban con otros grupos de pares, y reclutarlos como mano de obra barata pero cualificada. Por el otro, los barderos encuentran en la estancia en prisión la oportunidad de vincularse con los narcos y acumular no sólo capital social (contactos) sino capital simbólico, revaluar el cartel con el que llegaron a prisión.

La cárcel, entonces, es un espacio donde todas aquellas violencias confluyen y se mezclan. Actores que tienen distintas trayectorias biográficas y sociales, que tienen en su haber distintas experiencias, compartirán durante una determinada cantidad de tiempo –no mucho– la vida cotidiana.

La violencia circula del barrio a la cárcel y de la cárcel al barrio. Hay aquí, una gran cinta de Moebius. Si se quiere entender gran parte de las violencias en los barrios plebeyos hay que pensar este circuito que el sistema penal fue montando, directa o indirectamente.

La cárcel no es un espacio separado y separable del resto de la sociedad, sino un lugar poroso. Y que conste que la porosidad no está dada solamente por la telefonía celular sino también por los oficios que prestan sus abogados, la visita y, sobre todo, por la propia custodia penitenciaria. La cárcel es un gran mercado donde todo se compra y se vende. Se compran las drogas, los televisores, ventiladores o equipos de aire acondicionado, las zapatillas, los traslados, los pabellones, las facas, las visitas, las higiénicas, y también los celulares. Allí donde hay una prohibición, donde el legislador o el ministro establecen una nueva restricción, se abre un negocio que los penitenciarios van a regentear.

Entre las cárceles y los barrios existen múltiples relaciones de intercambio. No es un problema en sí mismo, más bien todo lo contrario. La llamada resocialización no puede pensarse a partir de la interrupción, bloqueo o desenganche del resto de la sociedad, resulta imposible integrar a través de la exclusión. Ahora bien, no todos los presos son el mismo preso. Hay presos que, por las causas que cargan, merecen un régimen especial. Pero el trato singular y control estricto, en establecimientos específicos, no habilita la humillación a los presos y sus familiares, y tampoco poner a la ejecución de la pena más allá del control judicial.

 

Escalada autoritaria

La escalada de la violencia en la ciudad de Rosario no es la expresión de la ausencia de Estado. Al contrario, es el resultado de los continuos fracasos de la política criminal, vinculados a veces a la pereza y la improvisación de los funcionarios, y otras a la incapacidad para concertar los acuerdos políticos necesarios para hacer frente al tamaño y complejidad de los conflictos. Pero está visto que el narcisismo les gana muchas veces a los funcionarios, y no están dispuestos a negociar sus ideas.

Pero además es el resultado de un Estado con una presencia diestra y ambigua en la sociedad. Un Estado que insiste en jugar con la mano derecha (las agencias del sistema penal), y con una policía cada vez más deshilachada, que ha sido permeada por las organizaciones criminales, que está muy comprometida en el mercado de drogas ilegalizadas. Una policía que, en vez de estar interesada en la implementación de políticas de control de daños a través de una regulación del mercado que encuadre la violencia, ha participado activamente del mismo, liberando las violencias para obtener una renta extraordinaria con los malentendidos que habilita o aviva.

Es improbable que la paritaria criminal que los presos con alto perfil quieren imponerle a los gobiernos nacional y provincial se haga sin cobertura policial y penitenciaria. Demasiado intereses en juego hay. Por lo pronto, la escalada de violencia le abrió una ventana no sólo para encarar una reforma a la Ley de Seguridad Interior, sino a la militarización del conflicto (el apoyo logístico del Ejército), la incorporación de algunos estándares contenidos en la ley antiterrorista para encuadrar a las organizaciones (bandas narco-terroristas), y una nueva reforma del Código Penal que agregue la figura de la mafia.

Un Estado chico no es incompatible con un Estado fuerte. La escalada de la violencia puede completarse y profundizarse con una escalada autoritaria. Como suele decirse, el ajuste cierra con represión, y estos asesinatos constituyen la mejor excusa para apostar al endurecimiento del sistema penal, con efectos que se harán sentir en todo el espectro de la compleja y variopinta conflictividad social que atraviesa el país.

Los rosarinos tienen sobradas razones para desconfiar de estas pantomimas. Es una película (el desembarco de las fuerzas federales y los operativos de saturación) que ya vieron varias veces, pero esta vez, intuyen, llega con un bonus track, y no se sabe cuál será el actor encargado de rodarla o si será una coproducción.

No se trata de correlacionar las fuerzas o medir el poder de fuego del enemigo. El sobre-policiamiento del conflicto puede seguir complicando las cosas. La coerción debe operar sobre las tramas que organizan la violencia instrumental, encuadrando las economías, procurando siempre la reducción de daños, con el objetivo de ordenar los territorios. Entre la legalización de las drogas y el ejercicio de esta coerción hay mucho trabajo por hacer y hay que hacerlo sin contarse cuentos, sin enloquecer a la gente y presupuestando la mano izquierda del Estado (para fortalecer a las agencias que se hacen cargo de la cuestión social, la salud y los deseos de los más jóvenes, que trabajen con las familias y muy cerca de las organizaciones de la sociedad civil).

“Hay que ser prudentes”, dice Hernán Lascano, uno de los autores de Rosario, la historia detrás de la mafia narco que se adueñó de la ciudad, escrito conjuntamente con el periodista Germán de los Santos, libro fundamental para comprender las distintas capas que tiene el narcotráfico en la ciudad. Hay que ser prudentes, aunque sea evidente que –palabras de Chejov– el final está todavía muy lejos, y que lo más complicado y difícil sea darse cuenta de que ese final no había hecho más que empezar.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

 

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