Equilibrio o desarrollo
Resulta imprescindible encarar el pago de la deuda con el FMI sin condicionamientos
En el contexto de la segunda ola de la pandemia de Covid-19, con perspectivas inciertas respecto a la dinámica de su despliegue, resulta absolutamente imposible tener una meta de déficit fiscal como parámetro fundamental de la política económica. Más aún, su nivel debería ser generosamente abierto a los requerimientos de las circunstancias que la peste depare y el gasto social que demande. Esta es una cuestión clave. El Estado argentino debe tener el grado de libertad para moverse en estas épocas como si no existiera la deuda que mantiene con el Fondo Monetario Internacional (FMI). La cuestión de enfoque sobre la regularización del macri-crédito debe quedar para la post-pandemia.
Respecto de este endeudamiento hay dos aspectos que mencionar:
- El FMI es un organismo internacional integrado por países que formalmente se originó y tiene pertenencia al espacio institucional de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En ese marco, le corresponde la función de asistir para la estabilización de los países con disturbios en su balance de pagos. Naciones Unidas posee un dispositivo de cuatro documentos que se pueden considerar una proto-constitución del derecho internacional de los derechos humanos: la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. El inciso 1 del artículo 2 del tercer documento mencionado exige que “cada uno de los Estados Partes se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos”. Sin embargo, con sus políticas de reformas estructurales y de “consolidación” fiscal, el FMI ha empujado a los países menos desarrollados a un marcado retroceso general respecto a esos derechos, contradiciendo la legalidad de la ONU. Pero también el gobierno argentino de Cambiemos, al acordar ese tipo de políticas, sumó una conducta que viola los derechos humanos, ya que el Pacto fue ratificado por la ley 23.313, sancionada el 17 de abril de 1986, y posteriormente incorporado con rango constitucional en 1994. Sería más grave aún que el FMI insistiera en provocar una política que impusiera un ajuste fiscal, bajo el supuesto objetivo de lograr “equilibrios” macroeconómicos para “garantizarse” que el país pague y el Fondo cobre. Ese rumbo significaría que la Argentina asuma restricciones para atender la pandemia en pos de darle una hipotética “sustentabilidad” a un programa destinado a pagar la macrideuda.
- El inciso 3 del artículo 2 de la Declaración de la Asamblea General de la ONU sobre el Derecho al Desarrollo, del 4 de diciembre de 1986, dispone textualmente: “Los Estados tienen el derecho y el deber de formular políticas de desarrollo nacional adecuadas con el fin de mejorar constantemente el bienestar de la población entera y de todos los individuos sobre la base de su participación activa, libre y significativa en el desarrollo y en la equitativa distribución de los beneficios resultantes de éste”. Resulta claro, y más todavía, que en el caso del FMI el Gobierno nacional y popular debe, y puede, adoptar una actitud de postergar toda consideración con relación a su condición de país endeudado, hasta que se superen los efectos devastadores del Covid-19.
El orden de los factores altera el producto
En diciembre de 2005, el gobierno de Néstor Kirchner canceló toda la deuda con el FMI que, si bien representaba una porción significativa de las reservas, era un monto que el país supo afrontar. Los 9.810 millones de dólares pagados constituían una cifra manejable. Las razones de la decisión fueron claramente expresadas por el entonces Presidente: recuperar la libertad para formular una política económica independiente sin condicionamientos ni tutelas del organismo internacional.
El último gobierno neoliberal, a cargo de Cambiemos, endeudó y fugó, como es costumbre para el bloque de poder financiarizador toda vez que logra que una fuerza que le es adicta ocupe el poder. Esa etapa también concluyó como habitualmente finalizan las políticas ortodoxas en la Argentina: crisis de la deuda y socorro del FMI. Pero, en esta oportunidad, el monto prestado duplicó lo admitido por las reglamentaciones del organismo. Quienes fueron parte de su burocracia reconocieron que hubo una voluntad intervencionista para que el empresario-Presidente lograra ser reelegido. Sin embargo, se podría agregar la muy verosímil hipótesis de que el segundo mejor objetivo de ese voluminoso préstamo era introducir una deuda que convirtiera en permanente una lógica de condicionamiento, a fin de limitar la libertad de la política económica de la que pudiera gozar un gobierno nacional y popular. La Alianza Cambiemos no sólo revirtió la política de desendeudamiento sino que, en sociedad con el FMI, derrumbó el pilar que le permitió a Néstor Kirchner y Cristina Fernández llevar adelante una política de desarrollo autónomo y de redistribución del ingreso. Desarmaron la clave fundamental para sentar los cimientos de un proyecto nacional, popular y democrático.
Lamentablemente, debido a que la deuda actual es del exorbitante monto de 44.500 millones de dólares, resulta imposible programar su cancelación en el corto plazo. Pero se debería evitar incurrir en la adopción de un criterio posibilista que consolide la consumación de lo buscado por la trampa tendida por el tándem FMI-Cambiemos. Un rumbo de autonomía exige que se aborde la política económica asumiendo que el orden macroeconómico es el resultado del desarrollo y no a la inversa (que el orden macro es la condición para el desarrollo). Concebir este orden causal implica que ni el nivel del déficit fiscal ni un volumen de las exportaciones que no reparare en su composición pueden constituir los pilares de la política económica de un proyecto nacional.
Hoy es necesario invertir la estrategia de 2005: en lugar de pagar la deuda para ganar autonomía, resulta imprescindible ganar autonomía para pagar la deuda sin perturbar el desarrollo y el progreso social. Construir esa autonomía requiere trabajar en pos de un cambio institucional en la arquitectura financiera internacional, que hoy está decrépita y al servicio del capital especulativo y buitre. La Argentina debe abordar una estrategia para el pago de la deuda que tenga un período de gracia, una reducción de las tasas de interés, una quita del monto de capital y una extensión de plazos que le permita transitar un proyecto de desarrollo. Ese proyecto significa un cambio estructural. Resulta vital definir el tope de la cuota anual de servicio del préstamo luego de atravesar el período de gracia indispensable. Además, debe adoptar la firme posición de no aceptar condicionalidad alguna para establecer el plan económico que decida el gobierno de carácter popular que ejerce el poder con fuente en la ciudadanía.
La contradicción
Desde la perspectiva descripta, lo cualitativo pasa a tener una dimensión relativa más significativa respecto a lo cuantitativo. Importan las exportaciones, su volumen y crecimiento, pero sobre la base de un cambio estructural que las diversifique. Esta modificación del aparato productivo supone una industrialización intensa, con mejoras en la productividad y que incluya sectores de media y alta tecnología. Esta elección estratégica importa una administración de las importaciones, la premiación de las exportaciones de nuevos sectores dinámicos y una radical suba del presupuesto en ciencia y tecnología.
Como se ve, el punto de partida es el cambio estructural y no el orden macro. Porque lograr este último sin lo primero significaría el incremento de las exportaciones tradicionales, con alguna mejora de valor agregado por una industrialización aguas abajo de la producción agropecuaria en la cadena agroindustrial. Se le sumaría la expansión de la explotación minera, con poca o nula agregación de valor. Todo esto para intentar una mejora del equilibrio externo que permita avenirse a un mayor pago de servicios anuales de la deuda con el Fondo. El otro ítem del orden macro sería el equilibrio fiscal, sin desarrollo y en una economía empobrecida por el neoliberalismo, la deuda y la pandemia. Y que afrontaría la resistencia del poder concentrado a pagar los impuestos que razonablemente se le deberían incrementar. Es un equilibrio que supone una reducción del gasto público con apriete y/o contención del gasto social. Ese equilibrio que precede al desarrollo esconde la perpetuación de un orden conservador.
El discurso del FMI respecto a que el país debe aceptar un préstamo de su menú actual presupone la continuidad de la arquitectura financiera internacional vigente, diseñada para la hegemonía neoliberal, en la que están clausuradas las posibilidades de un proyecto nacional, popular, democrático y de desarrollo. A la tosquedad del estilo político del ex Presidente de Estados Unidos Donald Trump le sucedería la filtración de una estrategia del actual primer mandatario Joe Biden de asimilar la democracia con el neoliberalismo. Es el camino que impone al mercado y no al Estado como conductor de la economía, lo que lleva a la consecuencia inevitable del continuismo de las condiciones de dependencia, de periferia y de subdesarrollo. Aunque sobrevenga el crecimiento una vez superada la pandemia, ese crecimiento, sin desarrollo, no garantiza superar los niveles de pobreza, y menos aún los de desigualdad.
El liberalismo neo expulsó el rico debate abierto por los clásicos del desarrollo en los países de América Latina, que incluyó reflexiones de economistas del norte. Alexander Gerschenkron sostenía que el rezago relativo de los países subdesarrollados frente a las economías desarrolladas determinaba la forma particular que requería la intervención estatal para lograr el desarrollo económico. Las particularidades de cada país y su economía debían constituir la base para el diseño de una estrategia nacional de desarrollo.
Albert Hirschman concebía el desarrollo como una consecución de situaciones de desequilibrio. Nuevos proyectos de inversión generan oportunidades de negocios en sectores determinados de la economía, porque la diversificación productiva da lugar a nuevas rentabilidades, a veces extraordinarias, en sectores que están aguas abajo en esa cadena, como fruto de la reducción de costos de producción. Esas mejoras de rentabilidad responden a la variación de las escalas de producción óptima y permiten la expansión de mercados y especializaciones nuevas en el sistema productivo. Hirschman plantea que el análisis costo-beneficio individual es incapaz de anticipar estos tipos de retorno social. O sea que, en su mirada, la rentabilidad social difiere de la rentabilidad privada. Su punto de vista es que el sistema de precios no provee incentivos adecuados para el desarrollo, y muestra la necesidad de la existencia de empresas de propiedad estatal, de la planificación industrial y de la creación de bancos públicos y de desarrollo. Celso Furtado y Osvaldo Sunkel sostienen que el subdesarrollo no es un estadio etapista. Furtado piensa que es un proceso histórico a superar mediante una teorización propia de cada país. Para entender mejor –dándole entidad a lo lingüístico—, haber reemplazado la categoría de “subdesarrollado” por la de “en vías de desarrollo”, no es consecuencia de un espíritu optimista, sino de una apologética que escamotea la condición de subdesarrollo que concibieron quienes se adentraron en esa problemática. Sunkel identifica al desarrollo y el subdesarrollo como partes inseparables de una estructura en donde los países de un carácter son interdependientes con los del otro: el subdesarrollo es un signo de dependencia y no de inmadurez.
El neoliberalismo desplazó esta perspectiva por varias décadas, porque en su pregón condensado en el Consenso de Washington se sistematizó un camino único –sea en el país que fuere– para la consecución del progreso: privatización, desregulación y liberalizaciones.
Asumir una política de desarrollo supone, desde la perspectiva de los pensadores clásicos del tema, una intervención intensa del Estado en el proceso económico, en la determinación de los precios, en la creación de institucionalidad financiera pública y en la actividad productiva industrial directa. Estas premisas nos permiten comprobar la inexistencia en la Argentina de una burguesía nacional desarrollista. Todas las instituciones empresariales están imbuidas de un espíritu anti intervencionista y reivindican la exclusividad privada en la actividad económica. Esto resulta relevante para hacer una lectura correcta de su permanente preocupación por promover un acuerdo rápido y con la lógica tradicional con los acreedores financieros y con el FMI. La financiarización internacionalizada del poder económico concentrado del país queda constatada por esta prioridad programática que lleva a la Asociación Empresaria (AEA), a la Unión Industrial (UIA) y a la Sociedad Rural (SRA), entre otras entidades, a adherir al programa del equilibrio como condición necesaria del desarrollo.
Poner a este último en primer lugar no es una promoción del desorden, sino la institución de un orden diferente. Por otra parte, el establecimiento de una regulación adecuada del medio ambiente impone que el desarrollo económico, la superación de la pobreza y el alcance de una sociedad igualitaria tengan como condición complementaria una racionalidad que reemplace el consumismo desenfrenado. Ese consumismo corresponde a una lógica de crecimiento conducida por el móvil de la ganancia y no por la organización del abastecimiento de servicios y bienes reclamados por un desarrollo humano emancipado.
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