Seguro tiene otras motivaciones, pero la que se reitera es esta reivindicación a la figura paterna. Nacido en Argentina y afincado en Israel desde 1976, ex corresponsal desde Medio Oriente e Israel de diarios como Página/12 y Clarín, desde hace tiempo avezado documentalista, el hombre es de hacerse cargo. En un film anterior, que también vi, Disculpas por la demora (2018) asume la parte que le toca porque, en su momento, integrantes de su familia se desentendieron de la suerte de los hijos del médico Samuel Lutzky, secuestrado y desaparecido durante la dictadura en 1977. En aquella película el cineasta intenta una difícil reconciliación con Mariano Slutzky, un primo segundo a quien sigue cuando vuelve a la Argentina desde su exilio en Holanda para participar en un juicio de lesa humanidad por el crimen de su papá. En su investigación más reciente, Shlomo reúne más de veinte testimonios con el ambicioso propósito de responder en 70 minutos a la para nada sencilla historia de 75 años del peronismo, en este caso relacionado con su vínculo con los judíos. En algo se juntan ambas realizaciones: son un aporte para entender que la grieta lleva décadas entre nosotros.
Creyente del diálogo, el director arma una especie de gran terapia coral con intención de objetividad pero lo que esa escucha colectiva deja oír es lo que una parte significativa de los entrevistados cree, sobre otros que no sienten igual: que Perón era nazi, que parte importante de sus decisiones estuvo intervenida por el personalismo y la discrecionalidad y que le abrió alegremente las puertas del país a inmigrantes que en sus países de origen (principalmente Alemania pero también Austria, Bélgica, Holanda) habían ocupado lugares de jerarquía y responsabilidad en la persecución y posterior exterminio de judíos. El desfile de personalidades es extenso, aunque no tan variopinto. De la mano conductora –y posteriormente editora– de Slutzky pasan frente a su cámara, entre otros, nombres como los de Gerardo Yomal y Juan José Salinas, Gerardo Mazur y Raanan Rein, Julio Schlosser y Herman Schiller, Isaac Lotersztein y Juan José Sebrelli, Abrasha Rottenberg y Rubén Furman, así como los hijos de Pablo Manguel, primer embajador del peronismo en Israel, como la representación viva de la grieta: John y Mike, peronistas, y Alberto, director de la Biblioteca Nacional durante el macrismo y furioso contrera. Si alguien convirtiera a los testimonios en un marcador futbolero, mostrarían ventajas los que acuerdan que Perón fue “un militar carismático con rasgos similares a los líderes nazis”, un dictador, un oportunista que en las elecciones de 1952 apeló a un candidato de apellido Zabotinsky y aún así perdió en la votación del barrio del Once a manos de un candidato del partido radical.
¿Por qué le decían gorila a mi papá, si era solidario, actuaba en teatro, se interesaba en la cultura y propiciaba la paz en el mundo?, se conduele una y otra vez Slutzky, militante del sionismo socialista y objetor frecuente de la dictadura cívico militar eclesiástica. Vaya a saber quién mencionó tal condición contra su figura paterna que el director arrastra como catilinaria, pero lo cierto es que por alguna razón a muchos judíos, argentinos o que habían llegado escapando de guerra y hambruna y aquí encontraron un lugar en el mundo, estabilidad e incluso fortuna personal, les costó enormemente reconocer las conquistas sociales del peronismo y de las que, directa o indirectamente, resultaron beneficiarios.
Si me permiten una digresión
No conozco personalmente a Slutzky, pero si algún día tomara un café con él trataría de acompañarlo en su desdicha contándole lo siguiente, que no es ninguna película sino la realidad. Le diría que también mi papá, y sus amigos, pequeños o medianos fabricantes de muebles como él, que elevaron considerablemente el piso de bienestar durante la década peronista, seguían pensando, sin ninguna prueba concluyente, casi como fake news de esta época, que Perón era nazi y que ninguna de sus decisiones políticas era original, sino que se las había arrebatado al Partido Socialista. Hasta el final de cada uno, se la pasaron afirmando que los importantes saltos sociales y económicos que lograron se debían a sus méritos personales y de ninguna manera a la naturaleza de un proyecto que puso parejos al capital y al trabajo. Antes de despedirnos le confiaría a Shlomo que mi adorado papá no era un energúmeno como los opositores al gobierno de estos días, pero que también fue un gorila.
Quien lo puso clarito en Facebook fue el periodista Rubén Furman, que también aparece en el trabajo fílmico. Reflexiona el autor de Puños y pistolas (sobre el grupo de choque llamado Alianza Libertadora Nacionalista): “Su padre (el de Slutzky) era, sencillamente, antiperonista como buena parte de la colectividad de entonces. La cuestión perdió relevancia política en los años ‘60 y ‘70 cuando muchos jóvenes de ascendencia judía, que provenían de la izquierda, se sumaron al peronismo revolucionario”. Así fue: muchos de ellos, iniciados en la militancia sionista socialista, hicieron la transición hacia las organizaciones armadas, una participación revolucionaria que a miles les costó la vida.
Ya grandes los dos, y antes de su muerte en 1985, mi viejo y yo intercambiamos preguntas de la índole siguiente. Siempre entre sonrisas, yo le pedía explicaciones de por qué a él y a su tribu de moishes cercanos el peronismo los ponía tan fulos y él procuraba entender por qué su hijo votaba a los candidatos de Perón. Por supuesto, Shlomo, a ninguno le conformó la respuesta del otro. Pero, por suerte, eso no hizo que nos dejáramos de querer. Si en aquellos días hubiera conocido historias como las de Pablo Manguel, primer embajador argentino en Israel, que descubrí recién por la película, o si hubiera tenido más clara a la figura de José Ber Gelbard, un empresario de ideología nacional y popular al frente de la Confederación General Empresaria, seguro las hubiera compartido con el inofensivo gorilón de mi papá.
El peronismo como intríngulis
Para intentar resolverlo y para buscar puntos de entendimiento, el director apela a opuestos. Alguien evoca: Israel venía de pasar un invierno muy riguroso y el primer embajador israelí en Argentina arregló con Evita el envío de miles de frazadas que sirvieron para paliar las bajas temperaturas. El hijo de ese embajador desde Israel confirma: “Sí, me acuerdo, eran de color marrón con una franja amarilla”. Y otro aporta: “En Israel los medios de derecha defendían a Perón porque lo consideraban un cruzado contra el comunismo. Los de izquierda lo atacaban por sospecharlo de nazi”. Por la utilización de esa metodología, con frecuencia la película recae en la dicotomía bien-mal o amigo-enemigo. ¿Que durante el primer y segundo peronismo hubo agresiones, pintadas estigmatizantes, persecuciones? Pues, como en todas las épocas. Si les da el cuero, escuchen a los anticuarentenas alrededor del Obelisco sosteniendo el estandarte de que el virus es una confabulación del sionismo internacional. ¿Que la Organización Israelita Argentina (la OIA, impulsada por Perón para enfrentar a la DAIA) era despreciada por la comunidad? Pensemos: ¿a cuántos judíos representan las decisiones y elecciones políticas de la actual DAIA?
Con muy buenas intenciones, creyente del diálogo, Slutzky procura aportes para aclarar un dilema que lo sensibiliza demasiado: determinar, a 37 años de su muerte, si su padre había sido un gorila y, más difícil aún, si esa característica que hirió la memoria de su papá también se infiltró en su propio ADN. Por momentos, al poner tanto énfasis en lo personal, el volumen político que semejante tema exige se debilita. Sin embargo, no pocas declaraciones atraviesan el espacio fílmico a la manera de flechas filosas.
Opiniones
“Para alguien de ideas socialistas, de izquierda, como yo, la llegada de los nazis resultaba inadmisible. Quería trabajar en mi profesión, como químico, pero me exigían afiliarme al partido peronista. Y dije que no” (Gerardo Mazur).
“Yo tenía 17 años, hacía nueve que había llegado de la Unión Soviética. Había mucho miedo de hablar… La Universidad era absolutamente antiperonista” (Abrasha Rottenberg).
“Mi papá era sastre y trabajaba en Modart. No sentimos persecución ni sentimientos anti judíos. Muchos salimos de los conventillos en los que vivíamos y pudimos salir de vacaciones a los hoteles que el gremio tenía en Embalse Río Tercero o comprarnos la primera casa. Tan antiperonistas no podíamos ser” (Julio Schlosser).
“En las elecciones de 1946 los judíos votaron masivamente a la Unión Democrática. La mayoría pensaba que Perón representaba a la continuidad nazi fascista” (Herman Schiller).
“Perón no era antisemita… En los años de Perón hubo menos atentados antisemitas que en otros tiempos argentinos” (Raanan Rein).
“Entre 1947 y 1948 entraron a la argentina cerca de un millón de inmigrantes europeos y no más de mil judíos” (Isaac Lotersztain).
La película se inicia en el marco de una movilización callejera, con Slutzky como testigo, y termina en el Museo Evita en una reunión cumbre entre Raanan Rein, vicepresidente de la Universidad de Tel Aviv y autor del libro Los muchachos peronistas judíos, y Abrasha Rottenberg, que revela una intimidad familiar: discute con su hija, la actriz Cecilia Roth, solo porque ella es… peronista. “Nací en 1926 –dice el autor de la reciente novela La amenaza–, cuando todavía existía la esperanza de que la revolución rusa iba a cambiar el mundo. Tampoco es igual la Israel de los kibutz”. Dirigiéndose al director del documental lo alerta: “Vas a salir de acá con los problemas sin resolver”.
Perón y los judíos tiene hallazgos de producción y un aporte de archivos fílmicos tan valiosos como desconocidos. Durante el film, Slutzky va de acá para allá tratando de encontrar explicaciones convincentes que para un fenómeno tan amplio y especial como ha sido y es el peronismo probablemente nunca serán suficientes. Al final, vuelve a un restaurante y frente a sus amigos, que no dejan de almorzar, cita a Perón y establece, como conclusión: “¿Mi viejo? Mi viejo, gorila no era”.
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