Empapelados y reforma madurativa
Entre el 65 y el 85% de los delincuentes juveniles no llegan a ser delincuentes adultos
En el Congreso de la Nación se está debatiendo la reforma del régimen penal juvenil, un proyecto impulsado por el gobierno nacional. Una de las propuestas más polémicas es la baja de la edad de punibilidad. Detrás de este proyecto no están las investigaciones que los expertos vienen desarrollando desde hace años, sino la jerga jurídica y muchos clichés que el mainstream periodístico utiliza ligeramente para bajarle el pulgar a los jóvenes que tienen estilos de vida y pautas de consumo que frustran sus expectativas. No importa si lo que dicen no guarda relación con las estadísticas, le alcanza con el acompañamiento emocional de la vecinocracia.
No es casual que la discusión se proponga para estos meses cuando ya está lanzada la carrera hacia las elecciones. El gobierno hizo de la seguridad la vidriera de la política y por eso propone más policías, más penas, más cárceles a cambio de votos. Si el oficialismo no puede hacer política con la economía, propondrá otros temas para ganarse la atención y el temor del electorado que supo reclutar en elecciones anteriores. De allí que muchos legisladores se presten con entusiasmo a decirle a la gente lo que muchos ciudadanos —sobre todos a los vecinos alertas entrenados frente al televisor—, quieren escuchar: el problema son los pibes chorros, esos jóvenes que por un par de zapatillas están dispuestos a volarte la cabeza. Una frase incontrastable con los distintos estudios que se han realizado en muchos países, incluso el nuestro. De hecho, tenemos más probabilidad de que nos mate el vecino alerta o tu pareja violenta a que lo haga un joven para robarnos las zapatillas. Los homicidios dolosos no se los llevan los ladrones, mucho menos los jóvenes menores de 16 años. Eso no significa que no existan casos semejantes, pero siguen siendo extraordinarios. Y que conste que no estamos sugiriendo que haya que ignorarlos, sino preguntando por qué optamos por pensar el estado ordinario de las cosas, la regularidad social, desde los casos extraordinarios. En otras palabras: ¿por qué las discusiones tienen que empezar por las excepciones?
Las coyunturas electorales nunca fueron la mejor arena para debatir cuestiones como las que nos atañen. Los candidatos extreman sus posiciones para diferenciarse del resto y tienden a exagerar los conflictos que quieren abordar. Peor aún, cuando eso hacen no sólo acaban empapelando a los jóvenes, sino que le agregan a la sociedad más problemas de los que ya tiene.
Hace unos años, a instancias del sociólogo argentino Gabriel Kessler, se tradujo una muy interesante investigación realizada entre 1954 y principios de los '60 en Nueva Jersey, Estados Unidos. El libro se llama Delincuencia y deriva y pertenece a otro sociólogo y profesor de la Universidad de Berkeley, David Matza. Fue publicado en 1964 pero a pesar de la distancia que nos separa permanece vigente, puesto que no sólo aborda cuestiones con las que nos medimos todavía, sino que se mete con muchos lugares comunes que continúan hegemonizando la reflexión en torno a los “jóvenes en conflicto con la ley”. En esta ocasión me quisiera detener en dos de los muchos aspectos que allí se tocan.
En primer lugar Matza enfrenta el positivismo que llevamos adentro, tan adentro que es imperceptible, que se hizo carne. Un positivismo naturalizado hasta la institución y el hábito. Ese mismo positivismo que nos lleva a cargar todo, o casi todo, a la cuenta de la naturaleza, la pobreza o los códigos de las subculturas. Salvando las grandes diferencias, todos esas versiones presentan al joven en cuestión como alguien objeto de fuerzas (atávicas, económicas, morales) que no controla. Pero para Matza, el joven es mucho más que eso, es también libertad. Y de la misma manera que no es pura determinación, tampoco será pura libertad. Los jóvenes pendulan entre las circunstancias y la voluntad. Ya lo dijo Marx hace muchos años: los hombres hacen la historia, pero no lo hacen a su libre arbitrio sino bajo circunstancias en las que se encuentran y que les han sido legadas.
Eso quiere decir que tanto la voluntad como el contexto son datos que no hay que descontar. La objeción que plantea Matza es una vacuna contra las interpretaciones espasmódicas que nos llevan a romantizar o idealizar a los jóvenes que transgreden las normas o a ver en esos actos puras formas de resistencia política o ejercicios contraculturales. Pero Matza no va en busca de su responsabilidad penal, repone la libertad con la intención de reconocer la capacidad de agencia que existe en los jóvenes, para identificar y describir las estrategias (él las llama “técnicas de neutralización”) que van ensayando los jóvenes para derivar hacia el delito sin sentir culpa. Y lo hace sin contarse cuentos, es decir, escuchando a los jóvenes.
Y que conste además que eso no significa que la cárcel tenga que ser el destino obligatorio para los jóvenes que transgreden la ley, por buenas razones que se hayan inventado para justificar sus fechorías. Una cosa no implica la otra. Se trata de comprender cómo viven el delito los jóvenes, pero también tenemos que imaginar otras formas creativas de tramitar el reproche social más allá del encierro que, está comprobado, lejos de resolver los problemas que tanto nos preocupan, termina recreando las condiciones para su repetición, agregándoles más dificultades sociales, estigmas y resentimiento. Hay que inventar políticas de la amistad con otros actores, apelando a otra sensibilidad y otras paciencias que puedan detener el círculo vicioso de la conflictividad social y las profecías autocumplidas. Pero está visto que los tiempos electorales no sólo comprimen las discusiones sino que las exaltan hasta que la ficción le gana otra vez a la realidad.
En segundo lugar, Matza señala que el llamado “delito juvenil” es un problema sobre-representado. Matza no se detiene a analizar las causas de la representación exagerada que, según sabemos, a partir de los aportes la escuela de Birmingham, no son inocentes, desempeñan un papel central durante las crisis de gobernabilidad. Las imágenes desproporcionadas constituyen la oportunidad para desplazar el centro de atención, reemplazando la cuestión social por la cuestión policial. La recomposición de la confianza perdida llevará a las élites políticas a construir chivos expiatorios o victimas sacrificiales para, de su combate y destrucción, salir legitimados y fortalecidos.
Matza, por el contrario, se detiene a pensar las consecuencias de la sobrerepresentación. En efecto, este tipo de imágenes recargadas no sólo ponen las cosas en un lugar donde no se encuentra sino que contribuyen a distanciarnos cada vez más de cualquier respuesta pacífica, que pueda llegar a crear mejores condiciones para una vida hospitalaria entre todos y todas. Esas imágenes ponen la verdad más allá de la realidad y nos dejan en lugares cada vez más difíciles para encarar los conflictos con los que nos medimos todos los días. El remedio parece peor que la enfermedad, y la sociedad, que bebe esa pócima en cómodas dosis, no se da cuenta que está ingiriendo un veneno que podrá costarle la vida, que puede añadirle más violencia a la vida cotidiana. Voy a decirlo con las palabras de Matza: “Las teorías de la delincuencia expresan una profusión que, en apariencia, no tiene parangón en el mundo real. Este relato de un exceso de delincuencia puede considerarse una consecuencia observable de la imagen distorsionada del delincuente desarrollada por la criminología positivista”. “La mayoría de los delincuentes juveniles supera la edad delictiva. Relativamente pocos llegan a ser delincuentes adultos. Crecen, hacen las paces con el mundo, encuentran trabajo o se alistan a las fuerzas armadas, se casan y sólo se permiten alguna incursión delictiva esporádica. Entre el 65 y el 85% de los delincuentes juveniles no llegan a ser delincuentes adultos. Más aún, todo indicaría que la reforma ocurre independientemente de la intervención de las instituciones correccionales y de la calidad del servicio correccional.”
Matza retoma una de las tesis más sugerentes que otro sociólogo, William Foote Whyte, formula en La sociedad de las esquinas, publicado en 1943. Un libro que, salvo para Edwin Sutherland, pasó desapercibido para el resto de la Escuela de Chicago. Tal vez porque estaba cuestionando la tesis central formuladas por Park, Thrassher, Shaw, Thomas y Znaniecki, en torno a la desorganización social. Para Whyte, los jóvenes que se juntan en las esquinas no eran la expresión de la desorganización social y mucho menos una respuesta desorganizada. Pero tampoco resultaba ser, como luego corrigió Sutherland, una organización social diferencial. Las juntas en las esquinas, según Whyte, tenían una organización social semejante al resto de las organizaciones que existían en la comunidad. Por eso podían pendular de un grupo a otro o formar parte de distintos agrupamientos. Las pandillas no eran un mundo aparte, tenían criterios singulares de organización pero estas pautas no eran muy distintas a las reglas con las que se movían las otras organizaciones. De allí que sus miembros, cuando ya estén grandecitos y llegue la hora de empezar a jugar en otras ligas, estén preparados para dar ese salto. Porque —y esto es lo que quería agregar con Whyte— tarde o temprano los grupos se desintegran y si los miembros del grupo quieren salvar sus vínculos deben reciclarse vinculándose, por ejemplo, a otros grupos políticos o sociales: “A medida que los hombres pasan de los treinta años, el grupo mismo tiende a desintegrarse. Algunos de los miembros se casan y tienen hijos. Aunque sigan frecuentando el grupo, sus intereses ya no se confinan a esa área social. Con el matrimonio, algunos se mudan; y aunque regresan para pasar el tiempo con los muchachos, ya no son los miembros activos que fueron en un tiempo. En este período de la vida, se espera que el muchacho de la pandilla se ‘asiente’ y encuentre el empleo que lo sostendrá a él y a su familia en años futuros. Se convierte en un tipo diferente y su pandilla se desintegra o es incluida en la organización de algún club más grande”.
Tanto para Whyte como para Matza, la “pandilla” es una categoría que le queda grande a los grupos de pares que se reunían en aquellas esquinas. La esquina es un espacio de encuentro y entrenamiento donde se adquieren destrezas y componen afectos. Un espacio de intercambio donde los jóvenes intercambian montones de cosas: cervezas, informaciones, consejos, saberes, música, etc. Pero lo que sucede allí no es muy distinto a lo que pasa en otros grupos que se forman al amparo de otras instituciones culturalmente “correctas”. No hay grupos para siempre, ni pactos que duren toda la vida. Los grupos fluctúan y desaparecen a medida que sus integrantes crecen y forman otros grupos. Y todo eso es algo que sucede sin necesidad de que todos nosotros intervengamos oportunamente a través del sistema penal.
En definitiva, lo que me interesa rescatar de Matza es el convite que hace a llamar las cosas por su nombre. Sabemos que las palabras que usamos para nombrar la realidad no son inocentes, están cargadas de sentidos, y esos sentidos de consecuencias. Conviene, entonces, ser prudentes y no apelar al escándalo. Conviene que los nombres que le pongamos a las cosas no ganen la escena pública o tengan muy bajo perfil. Me explico: por empezar sólo una muy mínima porción de los jóvenes transgreden la ley. Y de todos ellos, la gran mayoría dejará de hacerlo sin necesidad de que tengamos que intervenir exitosamente.
Matza llamó a este fenómeno “reforma madurativa”. Los jóvenes que cometen delitos dejan de hacerlo por la sencilla razón de que se jubilan de jóvenes, es decir, les sale barba o arrugas, cambian de vestuario, consiguen un trabajo digno o se ponen a estudiar, se casan o tienen hijos, viajan o se mudan de ciudad, se aburren o se rescatan, es decir, dejan de ser sospechosos, se van corriendo del estereotipo de “delincuentes” que orienta el trabajo de las policías de visibilidad como los prejuicios de los vecinos alertas.
Para Matza, el problema no son tanto los jóvenes que cometen delitos sino los discursos que se arman en torno al delito juvenil. El problema no son los jóvenes que quebrantan la ley sino la ley que lleva a quebrantar la voluntad de los jóvenes, una ley que los hostiga y persigue como su sombra.
En fin, el “delito juvenil” es un mundo regado de prejuicios, pasto verde donde van a rumiar los emprendedores morales que viven del miedo y tienen la capacidad de amedrentarnos a todos. En este contexto, conviene no inflar los problemas porque aquellos relatos empapelan a los jóvenes, no sólo los sobre-estigmatizan sino que los ubican en una posición más desfavorable. Más aún, contribuyen a fomentar una cultura de la dureza que tarde o temprano acabará impactando como un búmeran en toda la sociedad.
*Docente e investigador de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas de la UNQ (LESyC). Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Hacer bardo y Vecinocracia: olfato social y linchamiento (de próxima aparición).
*Las ilustraciones pertenecen al artista plástico y muralista Milles [@jeremiasmilles] de la ciudad de La Plata.
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