Niña de nueve años evoca una furia que “quiso ser divina” y perdura hasta hoy. La revive cincuenta años después. Sucede cuando el nuevo capo de la empresa donde trabaja el padre va a cenar a su casa. Un acto gentil del papá, viudo reciente, preocupado por las deudas. La abuela cocina canelones caseros, adorna con flores de plástico. Prepara un postre de crema de vainilla. Cena silenciosa y tensa, llega el postre preferido de la piba. El invitado enciende un cigarrillo, algo en esa época “plenamente admisible”. Con cierto desprecio, el hombre aparta el pote con la crema. La nena intuye algo, apoya el mentón sobre la mesa y espera. En ese instante, el gerente apaga el pucho en el centro del postre. La abuela baja la cabeza; “mi mundo humillado”, las lágrimas queman. Se desata “una performance desquiciada”. Ella grita, chilla de pié, cae la silla. Indomable. El papá intenta contenerla. La abuela ensaya justificarla con el argumento de la orfandad. No es eso. La detienen los mocos que la ahogan. La abuela la saca de escena. La furia es un bautismo, un látigo. Sigue sonando el crujido del cigarrillo contra la crema. Piensa que el tipo va a apagar el pucho sobre la gente: “disparen al negro”, “… indios pata sucia”. Se promete que, de grande, “voy a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las batallas hacen ruido”.
El tan sucinto como torpe resumen intenta no espoilear, sin lograrlo del todo, la delicada escritura de Liliana Bodoc (Santa Fe, 1958 - Mendoza, 2018) en un breve cuento autobiográfico, Los mocos de la furia. Poderoso, contundente, fuerte como el latigazo mentado, el relato va adquiriendo en el lenguaje la robusta valentía de la rebelión. Despliega una poética de la crueldad en párrafos dispuestos como versos necesarios a fin de desplegar la impotencia propia de las víctimas, que lejos de confinarse a ese papel, no dejan de serlo.
Al golpe de maza que el texto propina a la retina, al cerebro, al corazón, lo potencian las ilustraciones de María Wernicke, cuyo crescendo va del sutil blanco y negro, incorporando un bermellón de saturación intensa, rara belleza que avanza a la par de la intensidad de los acontecimientos, ocupando la brasa del pucho, el mantel, el pelo de la niña, las flores del vestido, las paredes, todo. Sintéticas, las figuras humanas se dimensionan al ritmo de la tensión creciente, variante hasta la explosión. Los objetos, por su parte, reproducen tamaña dinámica: Wernike los hace decir en su silencio sólido, en el chirle espesor de la crema, en el guarango brillo del pucho. Un acompañamiento excepcional entre palabras e imágenes para el encadenamiento de situaciones donde oscila la ternura y el desprecio.
La escena previa al desastre, en que la nena apoya la barbilla sobre la mesa, aguarda para no saber lo que ya sabe, revela en la narración un inusual respeto por la íntima subjetividad de las emociones que en ese momento bullen. Lo que sucede en ese instante en el interior de la criatura queda en reserva; en todo caso, a merced de las fantasmagorías del lector. Explicitarlo hubiese constituido una banalización invasiva en el torbellino de afectos de la niña y un masticado obstáculo para lo que le repercute a quien lee.
Es la furia la que impone su presencia, esa misma, única, la que nace del dolor. Furia protagonista, furia legítima, furia irreprimible, emerge desde los márgenes, se torna grito, pataleo ante el tipo sordo que excluye la palabra, incapaz de todo registro. Cólera invencible, carne de la pasión, se sobrepone al duelo no menos que a la vicisitud terrenal, subvierte la corrección mundana; al conservar lo irreductible, deriva en politización. Que la escena ya no tiene arreglo, para nada significa que ya no hay nada que hacer. La verdad adopta la forma de la furia. (Distinta en los pibes y en los adultos.)
“Furia que no tiene un destinatario específico, que no intenta someter a un individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto modo, como una acción performática y estética que procura desbaratar la conciencia hegemónica, la idiotez hegemónica”. Con la platea en silencio, Liliana Bodoc leyó Los mocos de la furia al inaugurar la Feria Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba) de 2017. Así lo informa en el sentido epílogo de este flamante libro Galileo Bodoc, su hijo, consecuente adversario de toda “propaganda de los buenos modales”, del vacío de sentido y compromiso militante.
Elocuente continuidad, reivindica esa “furia divina” presente en el texto, la obra y la vida de su literariamente prolífica madre. La furia “que los zapatistas bautizaron Digna Rabia; la furia que iluminó a Maradona para hacer aquellos dos goles a los ingleses, uno por cada isla; la furia de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, transformada en memoria, verdad y justicia; la furia de las mujeres que luchan por la igualdad de derechos, la furia de los pueblos oprimidos que buscan su liberación…”
Un poco más de furia vendría bien, ahora.
FICHA TÉCNICA
Los mocos de la furia
Liliana Bodoc, texto
María Wernicke, ilustraciones
Buenos Aires, 2024
48 páginas
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