El tren al subdesarrollo

Se reinicia el desguace del ferrocarril

 

 El 1° de enero de 1938 fue creada la Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses (SNCF), un organismo que concentró las líneas de ferrocarril privadas existentes hasta ese momento. Se trató inicialmente de una empresa de economía mixta —participada en un 51% por el Estado y en un 49% por accionistas privados como el grupo Rothschild—, que arrancó con un enorme déficit operativo. Pero el salvataje financiero no fue el objetivo primordial de la iniciativa. La SNCF nació de la voluntad del Estado francés de tener el control de su red de transporte ferroviario por motivos económicos, políticos e incluso militares (una precaución no menor, teniendo en cuenta que, un año más tarde, Francia le declararía la guerra al Tercer Reich).

Más allá de los cambios ocurridos en los casi 90 años que transcurrieron desde entonces, el principio básico no cambió: se trata de un servicio público cuya rentabilidad no se mide en función de los resultados contables de la empresa sino en base al interés global que le aporta al país y a la riqueza indirecta que genera.

Eso no impidió su modernización, ni tampoco la evolución tecnológica, como lo prueba el lanzamiento en 1981 del TGV, el famoso tren de alta velocidad. Es una iniciativa “deficitaria” —según los estándares rudimentarios de nuestra derecha, hoy extrema derecha—, ya que es imposible que con el sólo importe del pasaje se pueda compensar el costo de años de investigación y, sobre todo, la inversión colosal en infraestructura. Y si el pasaje reflejara el costo total de esa inversión, su precio sería prohibitivo para la enorme mayoría de los usuarios. Es por eso que pedirle “rentabilidad” a una red de ferrocarril es tan necio como exigírsela a un plan de vacunación, a la escuela pública o a las Fuerzas Armadas. Es un dato elemental que suele escapársele a nuestros liberales imaginarios, aunque no necesariamente a nuestros empresarios. Los accionistas de Techint o Mercado Libre, por ejemplo, no dudarían en mantener una subsidiaria “no rentable” si sus servicios aportaran beneficios al holding en su conjunto. De hecho, muchas grandes empresas mantienen medios de prensa (diarios, canales de televisión, radios) no necesariamente “rentables”, pero que les sirven como fuerza de choque para presionar al gobierno de turno o incluso a la competencia. Su interés, como el del ferrocarril para el país, no pasa por el resultado de su balance, que en el fondo a nadie le importa, sino por las ventajas que aporta hacia el conjunto del grupo empresarial.

En marzo de 1981, José Alfredo Martínez de Hoz dio su último discurso como ministro de Economía de la Dictadura. Como ocurre siempre con los gobiernos llamados serios, enumeró una serie de calamidades como éxitos de gestión: “Hemos clausurado o levantado 10.000 kilómetros de vías de las 42.500 que existían”, precisó, además de despedir 60.000 trabajadores de la empresa, de los 156.000 que había al comienzo de su gestión. En su discurso, puntualizó que la transformación de las empresas de servicios públicos estatales implicaba que “el precio de sus servicios o productos no esté afectado por conceptos políticos, sino que estuviera en el nivel dado por el mercado”. A diferencia de los excelentes trenes franceses, subsidiados con obstinación por el Estado, el ministro consideraba que los trenes argentinos debían autofinanciarse o desaparecer. Alerta de spoiler: ocurrió lo segundo.

Bernardo Neustadt, periodista estrella durante los años ’80 y ’90, fue uno de los pilares de la agenda neoliberal. La letanía en contra de los ferrocarriles formó parte de dicha agenda: “¿Saben cuánto pierden los ferrocarriles? 1.800.000 dólares por día”, afirmaba a fines de 1990, indignando a los indignados. Por supuesto, en su contabilidad creativa no incluía lo que la red ferroviaria aportaba al país. Es decir, la riqueza que generaba al permitir transportar mercaderías o personas de un lugar a otro de nuestro vasto territorio, a un precio razonable.

La privatización del ferrocarril no redundó en un mejor servicio, pero tampoco eliminó los subsidios del Estado; sólo desguazó la red. El 13 de marzo de 1993, el diario Los Andes anunció que diecinueve provincias quedaban sin trenes de pasajeros: “Los últimos trenes que unen la Capital Federal con 19 provincias del país salieron o llegaron ayer por última vez a Buenos Aires, en virtud de que a partir de la 0 hora de hoy dejó de funcionar el servicio ferroviario en esos 13 territorios, mientras los gobiernos de Buenos Aires, Río Negro y La Pampa recibieron la transferencia de sus respectivos ramales”.

Hace unos días, el gobierno de la motosierra anunció la privatización del Belgrano Cargas, la empresa ferroviaria de transporte de mercaderías más importante del país. “Se terminó el Estado empresario” anunciaron desde la llamada Oficina del Presidente, ámbito donde algunos adolescentes tardíos se enfrentan con valentía a todas las tiranías, empezando por la de la sintaxis. El Estado empresario será así reemplazado otra vez por el Estado bobo, ya que las enormes inversiones públicas realizadas durante los últimos años en la empresa beneficiarán al sector privado. El Estado perderá, además, la posibilidad de regular un componente esencial del precio de los bienes.

No hay nada nuevo bajo el sol: las privatizaciones fueron una fiesta para las empresas amigas y lo volverán a ser. Como escribió el economista Daniel Aspiazu, “uno de los rasgos distintivos de las traumáticas privatizaciones argentinas ha sido la recurrente —y por demás opaca— renegociación de los contratos de concesión o transferencia (en general, vinculada a ajustes tarifarios, condonaciones de incumplimiento en materia de inversión, concesión de nuevos privilegios, extensión de los plazos de diversas concesiones, supresión del pago de cánones y/o incorporación de nuevos subsidios públicos, etc.)”. El del Correo Argentino, cuyo canon impago por la familia Macri ya era reclamado por el entonces Presidente De la Rúa en marzo del año 2000, es un caso paradigmático.

El Presidente de los Pies de Ninfa promete convertirnos en Francia si tan solo le otorgamos cuarenta años de gobierno ininterrumpido. Es decir que, para lograr en cuatro décadas igualar una de las redes ferroviarias más desarrolladas del mundo y conseguir, como allá, que el 90% de la población viva a menos de 10 km de una estación, el primer paso consiste en desguazar la escasa red ferroviaria existente, venderla al mejor postor y depender de los fluctuantes planes de negocio de cada empresa.

Como la curación por las gemas, es sólo cuestión de fe.

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí