Los libros de historia deberán narrar que el pase al Mundial que la Selección argentina de fútbol femenino concretó ante Panamá el martes pasado nació con una huelga. El logro deportivo que eyectó a este equipo a los medios masivos de comunicación, que generó que una cancha se llenara para ver un partido de fútbol de mujeres y que marca una refundación de la historia del deporte germinó, como algunas insurrecciones, en un paro.
Está comprobado: las mujeres podemos hacer la revolución —también— con una pelota en los pies.
El 25 de septiembre de 2017 se dio a conocer una carta en la que las futbolistas contaron el agobio que sentían. Tipearon que no podían practicar un deporte cuando no se cuenta con recursos básicos. Que 150 pesos de viáticos por cada entrenamiento no alcanzaban, que merecían una actualización. Que ninguna epopeya puede llevarse a cabo cuando quienes le prestan el cuerpo deben viajar el mismo día de la competencia entre las 4 y 9 AM; y dormir en un micro hasta la hora del partido, como sucedió el 30 de agosto en un amistoso jugado en Montevideo.
Así, decretaron, no iban a jugar más.
Se habían cumplido dos años de un destrato sin límites: un periodo de desorganización institucional en el que la AFA no pudo —no quiso— organizarles un solo partido. Una selección que pasó 24 meses sin entrenar.
Adriana Sachs, la lateral derecha que en la cancha ayudó a conseguir el boleto al Mundial, dijo por entonces que su sueldo como empleada de limpieza de la UAI Urquiza —el equipo en el que juega— no le alcanzaba para llegar a fin de mes. Ella les pedía dinero a sus padres para seguir porque mantenía la ilusión de que un día el fútbol femenino en Argentina iba a ser mejor.
Cuando llegó la Copa América de este año, Claudio “Chiqui” Tapia ya se había autoproclamado como el presidente de la igualdad. Llevaba un año en su cargo. Poco había cambiado: el equipo fue a disputar el certamen con sólo una semana de preparación y sin haber jugado amistosos previos. Podía quedarse afuera del Mundial.
Y, además, mientras tanto, la camiseta de la Selección era presentada por una modelo.
“Tenemos que hacer algo más”, pensaron las jugadoras.
En la intimidad, casi en asamblea, tomaron la decisión: iba a ser una medida colectiva. Algunas propusieron salir a jugar sin el escudo de AFA en la camiseta. Les avisaron que eso podía ser motivo de descalificación: dejar lugares vacíos no iba a modificar nada.
Concluyeron que ingresarían todas juntas y se sacarían una foto: la imagen con las chicas imitando al Topo Gigio se viralizaría a la velocidad de la luz. No hacía falta agregar más, el mensaje era claro: queremos ser escuchadas.
Ese torneo determinó el pase al repechaje contra Panamá, pero además marcó un big bang, el shock para construir un universo nuevo.
Una cancha disidente
Es jueves, son las 18.50, faltan diez minutos para el arranque del partido y en el estadio de Arsenal ya hay más de 11.000 personas. En la tribuna popular nos preguntamos si alguna vez este club fundado por Julio Humberto Grondona habrá convocado tanta gente.
La hinchada, repleta en su mayoría de mujeres de todas las edades, tiene pañuelos verdes y canta letras irreverentes:
Y dale alegría, alegría a mi corazón
Una cancha disidente es mi obsesión
que entren todos los cuerpos
gritemos gol;
un caño al patriarcado y
la opresión.
Ya vas a ver
el fútbol va a ser de todes
o no va a ser.
Y sí, chabón
llevamos en los botines
Revolución.
Hay más. Se trata de una lírica que se posiciona a años luz del machismo, el aguante, la violencia y la homofobia: a siglos de distancia del fútbol hegemónico tal y como lo conocemos. El cancionero de las pibas invita a construir un nuevo paradigma: un fútbol disidente, inclusivo, diverso y colectivo.
Después de errar un penal al inicio del partido, a los 21 minutos del primer tiempo Estefanía Banini —la más habilidosa del equipo— arranca una jugada por izquierda, hace una pared con Florencia Bonsegundo, que pasa entre tres panameñas y la cruza de zurda para la entrada de Mariana Larroquete por el costado derecho del área: antes, Belén Potassa abrió las piernas en el centro del área para que la pelota le llegara a su compañera. Larroquete no falla, la para con derecha y tira un zurdazo cruzado imposible. Es el 1 a 0.
Es también la consolidación de algo más grande: este equipo —amateur, obrero, obstinado, luchador— intentará siempre construir colectivamente. Este día histórico terminará con una victoria por 4 a 0 (los otros goles los hicieron Eliana Stábile, en dos ocasiones, y Yamila Rodríguez) y la certeza de que quebramos un mito más: nosotras también llenamos las canchas.
Afuera del campo de juego también hay jugadoras: miles de mujeres, lesbianas y trans del movimiento feminista que tomaron esta pelea como propia. Y que juegan, sin jugar: reproducen la información, se suman a la práctica del fútbol para reivindicar derechos, organizan actividades vinculadas al deporte. Y llenan la cancha.
Afuera también hay gente que no pertenece a este grupo, pero que se sube a la ola: quiere ver jugar a las pibas, se entusiasma porque le apasiona el fútbol.
Argentina, en la cancha, alimenta la pasión: en Panamá empatan 1 a 1 (gol de Bonsegundo para la igualdad) y logran el pasaje al Mundial. Será la tercera vez de Argentina en una Copa desde 1991, cuando la FIFA se decidió a organizar este torneo.
Las pibas lo hicieron.
El marco en el que se produce esta ebullición es el de la revolución del deseo: en un contexto en que las mujeres conquistan derechos donde haya que conquistarlos, la foto del Topo Gigio fue apropiada por las masas. ¿Podríamos haber llenado la cancha si esto hubiera ocurrido en otro momento? Probablemente, no. La potencia del contexto es la que ayuda, desde afuera, a hacer los goles adentro. Porque ahora estamos juntas.
Están quienes hablan de esto como una moda: desconocen que más de un millón de pibas ya juegan al fútbol en el país y logran un desarrollo que parece difícil de abandonar.
Están quienes afirman que el fútbol de mujeres es aburrido: y sin embargo los clubes y la AFA empiezan a verse obligados a pensar en fomentar el desarrollo de jugadoras jóvenes para tener equipos competitivos. Si no, las futbolistas se irán a sitios donde el deporte ya es profesional (8 de las 11 titulares del último encuentro ante Panamá ya juegan en el exterior).
Están quienes dicen que “ahora las mujeres juegan al fútbol”: se equivocan. Durante años invisibilizaron a cientos de futbolistas que hoy se organizaron. Se llaman las Pioneras del Fútbol Argentino, coparon la cancha desde la década del ’50 y están para contar una historia que quisieron ocultar.
Están quienes usan como argumento que el fútbol femenino no es un negocio: las empresas ya arrancaron a convocar futbolistas para que utilicen sus botines, o sus camisetas, o sus auriculares.
Si el fútbol es también un espacio de disputa de poder y de opresión para las mujeres, con este pase al Mundial se marcó un nuevo kilómetro cero: es el momento de escribir una historia nueva. Distinta. Justa. Equitativa. Una historia en la que la pelota nos la pasamos entre todas para armar las jugadas más lindas. En la que los goles tienen nombre propio, pero llevan una impronta colectiva.
Desde la organización La Nuestra, una escuelita de fútbol a la que van cientos de pibas en la villa 31, Mónica Santino —que milita el derecho al juego para las mujeres desde una cancha de fútbol desde hace años— impone nuevas máximas y advierte: “Que no nos nublen la vista si en algún momento llegan resultados adversos. Nuestro camino no es el del súper fútbol que deglute a los varones jugadores. Disfrutemos el juego más bello del planeta. El que nos empodera. El que, como dicen las pibas del barrio, nos permite pararnos en la cancha como en la vida”.
Argentina ya está en el Mundial de Francia 2019. El paro se levantó porque desde ahora y para siempre el fútbol es con nosotras o no es.
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