El Tío Sam en llamas

Un nuevo capítulo de violencia racial sacude al país en el medio de la pandemia

 

“Oí el sonido de un trueno que rugió sin aviso,

oí el bramar de una ola que podría inundar al mundo entero,

oí cien tamborileros cuyas manos ardían,

oí diez mil susurros, y nadie los escuchaba,

oí a una persona morir de hambre, oí a mucha gente reír,

y es dura, es dura, es muy dura,

es dura la lluvia que va a caer”. 

Bob Dylan

 

Las primeras revueltas raciales a nivel nacional en los Estados Unidos ocurrieron en 1908, cuando el boxeador afroamericano Jack Johnson derrotó a James Jeffries (apodado "La Gran Esperanza Blanca"), marcando la primera vez en la historia que un hombre negro lograba el título mundial de peso pesado. La reacción y el resentimiento blanco asesinó, en los dos días siguientes, a diez afroamericanos en seis Estados del país, con grupos espontáneos de atacantes apuntando, primero, a los que celebraban el triunfo en las calles, y luego a los negocios y los habitantes de los barrios negros. Sólo en Nueva York se registraron 11 zonas de disturbios a una hora del final de la pelea. Ese año hubo 67 linchamientos de afroamericanos en los Estados Unidos. Esta semana hubo uno. 

El país vive en un estado de tensión racial palpable, y sufre una herida abierta que es atizada de tanto en tanto por el hierro candente de los asesinatos raciales, cometidos tanto por civiles (como cuando cuando, el pasado febrero, un hombre blanco y su hijo persiguieron y ejecutaron a Ahmaud Arbery, a quien habían visto salir corriendo de un edificio en construcción), como por las fuerzas de seguridad: la muerte de George Floyd bajo custodia, luego de la filtración de un video que lo muestra suplicando por falta de aire (mientras un policía presiona con una rodilla su garganta) es el último detonante de una violencia que hoy suma dolor e incertidumbre en un país que ya superó las 100.000 muertes por coronavirus. La víctima, fallecida el 25 de mayo, era un pacífico trabajador de Mineápolis. El policía en cuestión ya había recibido más de una docena de notificaciones por faltas de conducta que nunca resultaron en acciones disciplinarias, lo que, por supuesto, no sorprende a nadie. Tampoco sorprenden las tempranas declaraciones de un alcalde de Misisipi: “Si podés decir que no podés respirar, estás respirando. Lo más seguro es que el hombre haya muerto de sobredosis o paro cardíaco”. Un par de días más tarde, una multitud tomó e incendió un edificio de la policía en Mineápolis, logrando que, en 24 horas, el energúmeno que mató a George Floyd fuera formalmente acusado de asesinato. Presumimos que el homicida estará en breve utilizando sus rodillas para otra actividad más pacífica, como inclinarse y rezar por su vida o el perdón de dios. Mientras tanto, las manifestaciones continúan extendiéndose a través del país como un reguero de pólvora.

 

 

George Floyd: lo que la violencia racista intenta borrar.

 

 

Las raíces del racismo estadounidense son de larga data. La esclavitud en las colonias británicas comienza cuando la tripulación del White Lion secuestra 20 esclavos de un barco portugués, depositándolos como cargamento en Jamestown, Virginia. Como resultaban más baratos que los inmigrantes europeos —que eran pobres pero libres—, los esclavos pasaron a ser un commodity ideal para ser explotado en las plantaciones de tabaco y algodón del sur. La Guerra Civil estadounidense, como todas las guerras, tuvo una razón económica. Más allá del peso creciente del abolicionismo y de la aparición de libros como La cabaña del tío Tom, que capturaron la imaginación de la población y despertaron sensibilidades, el gran motivo de los “yankees” (apodo que dieron los sureños a los habitantes del norte) para terminar con la esclavitud fue la discrepancia de poder económico entre ambas regiones. La “confederación” sureña (cuya bandera aún flamea en las manifestaciones supremacistas), contaba con la gran mayoría de los esclavos del país, y por ende, con una mano de obra infinitamente más barata a la que no estaba dispuesta a renunciar. Al final de la guerra, las reparaciones prometidas a los que habían sido esclavos, encarnadas en la frase “40 acres y una mula”, no se materializaron nunca. Las tierras volvieron a manos de sus dueños blancos y allí comienza otra historia, la de la segregación por castas denominada “Jim Crow”, que operó desde 1877 hasta la mitad de los años '60, o sea, ayer nomás. Esa forma de vida en la que los negros eran relegados a una ciudadanía de segunda clase legitimizó al racismo que sigue expresándose, aún en pleno siglo XXI, en estos linchamientos que laceran e intoxican a la sociedad estadounidense. 

Las protestas y disturbios como respuesta a la brutalidad policial se dispararon muchas veces durante el siglo XX, pero en 1991, con el emblemático caso de Rodney King, aparece una novedad que cambiaría las reglas del juego: la filmación de episodios de brutalidad de las fuerzas de seguridad por testigos casuales. Para el 29 deabril de 1992, cuando los policías que le habían propinado a King una feroz golpiza fueron absueltos por un jurado mayoritariamente blanco, las espectaculares imágenes de estos desfigurando a Rodney ya habían recorrido el mundo. Ese mismo día comenzó a arder en la ciudad de Los Ángeles una revuelta que dejó 63 muertos, 2.380 heridos y 12.000 detenidos. A partir de ese momento, el video “amateur” pasaría a constituir un arma en las manos del ciudadano común. Hoy la sociedad se defiende de los abusos de las fuerzas del orden grabándolos con sus móviles, como sucedió esta semana con el caso Floyd en Mineápolis. Los celulares, enfrentados al armamento semiautomático, no parecerían a simple vista un recurso poderoso, pero, como dijo la empresaria Anita Roddick, “si pensás que sos muy pequeña para causar un impacto, intentá dormir con un mosquito en tu habitación”. 

En los últimos años, el “enano racista” que se esconde en amplios sectores de la “América blanca” encontró una suerte de protector en el actual Presidente. El "temita" de Trump con el racismo viene de los años '70, cuando su compañía fue demandada dos veces por el Departamento de Justicia por discriminar a inquilinos de color. Durante años, Trump sostuvo públicamente que los culpables por el famoso caso de violación del año 1989 en el Central Park eran los jóvenes negros y latinos que en su momento fueron sentenciados, aún luego de ser, finalmente, declarados inocentes. La bravata mediática que lo arrimó al mapa político, aún antes de ser candidato, fue acusar a Obama de no ser norteamericano, sugiriendo que había nacido en Kenia. Desde ese momento, todo ha sido guiños y palabras de apoyo a grupos supremacistas y a individuos acusados de racismo, como con el perdón presidencial a Joe Arpaio, un sheriff torturador sentenciado por desacato al no responder repetidas veces la orden judicial de “no discriminación”. Amigos son los amigos.

Sumando provocaciones, esta semana Trump retiró al país de la Organización Mundial de la Salud, canceló la “relación especial” con Hong Kong y firmó, en el marco de una batalla campal con Twitter, una orden ejecutiva que vuelve a las plataformas más vulnerables a las acciones legales. También reprodujo un post que decía: “El único buen demócrata es el que está muerto” y escribió, refiriéndose a los disturbios en Mineápolis, una frase muy similar a la del tristemente famoso racista sureño, George Wallace: “Cuando comienzan los saqueos, comienzan los disparos". Rápidamente la plataforma “escondió” el posteo del Presidente con un aviso: “Este Tweet incumplió las reglas relativas a glorificar la violencia”. En estos tiempos de muerte, creciente desempleo y profunda ansiedad, Trump se dedica casi exclusivamente a pelear como un pugilista ciego, 24/7. El país arde y tiene al comando a un incendiario en jefe. No queda otra cosa que mirar azorados el triste espectáculo del momento, las distintas capas de violencia y desigualdad, las múltiples guerras desatadas: las que vienen de tiempos inmemoriales, las económicas, las que se libran por un pequeño virus y hasta las que se refieren a las nuevas tecnologías. Todo esto, en tiempos donde lo que más se necesita es algo de tranquilidad y esperanza. 

Por suerte, aún tratándose de temas tan penosos y aparentemente irreparables como los abusos de poder y el racismo, siempre podemos encontrar en el arte una manera de unirnos, de celebrar la vida, de llorar ante el dolor mientras nos conmueve la belleza. La canción Strange Fruit (Fruta extraña), que catapultó a Billie Holiday al estrellato internacional, fue inspirada por el linchamiento de dos negros a manos de una multitud en el año 1930. Su autor, Abel Meeropol (alias Lewis Allan), un judío ruso perteneciente al partido comunista, escribió una de las letras más desgarradoras y perfectas de la música popular norteamericana:

 

Los árboles del sur dan frutos raros:

sangre en las hojas, sangre en la raíz.

Cuerpos negros meciéndose en la brisa.

Frutos raros que cuelgan de los álamos.

 

Escena pastoril del sur cortés.

Ojos saltones, boca retorcida.

Aroma de magnolias, frescas, dulces,

súbito olor a carne que se quema.

 

Son frutos que los cuervos picotean,

que recoge la lluvia y chupa el viento,

que el sol pudre y que deja caer el árbol:

una rara cosecha, y tan amarga.

 

En medio de esa cosecha tan amarga, Martin Luther King nos ofreció, en su carta desde la cárcel de Birmingham, una clave que hoy adquiere una resonancia aún más certera:  “Soy consciente de las interrelaciones existentes entre todas las comunidades. La injusticia cometida en cualquier lugar constituye una amenaza a la Justicia en todas partes. Estamos inmersos en una red indestructible de relaciones mutuas, atados a un mismo destino. Cualquier cosa que afecte a una persona de manera directa, afecta indirectamente a todos.” La injusticia del racismo nos afecta en efecto a todos, estemos donde estemos. Recuerdo bien que, desde los primeros años de la primaria, el término “cabecita negra”, que escuchaba en la casa de una compañerita de la escuela, me provocaba un ruido inmenso. Pero esa es otra historia, y ahora no es momento de contarla: aquí en Brooklyn, mientras termino de escribir estas palabras, las sirenas de las ambulancias han sido reemplazadas por las de la policía y son constantes: la ira desatada por la absurda muerte de George Floyd acaba de llegar a la ciudad. 

 

 

 

 

 

 

  • Traducción de “Strange Fruit”: Ezequiel Zaidenberg 

 

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