El tamaño de la aventura

El Indio Solari recomienda una película del último romántico: Werner Herzog

 

Como a comienzos de los '70 yo hacía cine con el hermano mayor de Skay, el Negro Beilinson —tal vez sea exagerado decir que hacíamos cine: filmábamos, sí, pero ejercitando el músculo para aprender— teníamos vínculo con Ute Kirchhelle, que por entonces era la directora del Instituto Goethe en Argentina. Y ella nos invitó un par de veces a su casa —un lugar re-pulenta, nosotros hacíamos la travesía desde La Plata— a ver cine. En ese lugar y también en el Goethe vimos por primera vez pelis como Escenas de caza en Baviera de Peter Fleischmann y las primeras de Herzog: Señales de vida (que cuenta de unos soldados varados en una isla, sin interés alguno en la guerra en curso, que se empiezan a rayar), Corazón de cristal (para la cual trabajó con actores a los que habían hipnotizado previamente) y También los enanos empezaron pequeños.

Esta peli en particular me pareció estupenda. Todo lo que ocurre es entre gracioso y oscuro, por vía del absurdo. Casi no hay argumento; entendés que los enanos están encerrados en una suerte de institución y que se rebelan contra el director del establecimiento. Ya está presente ese deseo no tanto de imaginar una aventura en imágenes como de generar una aventura real que las cámaras puedan registrar. Por eso hay tantas escenas verdaderamente jugadas, al filo de lo peligroso. ¡No se le mataron los enanos de pedo! Hay una escena en la cual el director está encerrado en su despacho, con un enano atado que no está del todo bien de la cabeza, mientras desde afuera los rebeldes tiran cascotes todo el tiempo contra la ventana. Los vidrios que vuelan y les caen encima no están hechos de caramelo: lo ves reaccionar, al loquito, y entendés que su miedo es genuino. Las escenas finales también son una locura total: le prenden fuego —otra vez: fuego real— a la vegetación del lugar, roban un coche que da vueltas en círculos mientras los enanos lo torean a riesgo de sus vidas —alguno de ellos debía ser atleta en serio— y escenifican la crucifixión de un mono —no lo clavan, ¿eh?, lo atan— que de todos modos hoy sería infilmable desde la corrección política.

Todo lo que rodó es profundamente estético y sin embargo no lo coreografió nunca. Lo que ocurre es que ya mira con arte, sabe inspirar el hecho para que tenga lugar delante de sus ojos o cuenta con la paciencia necesaria para pescar el instante ideal, el momento preciso en que algo valioso sucede. Por eso ha dicho alguna vez que, aun cuando filma paisajes reales, busca aquellos que parecen salidos de nuestros sueños. Para Herzog, hasta un paisaje es la expresión de un estado de la mente, una imagen que visibiliza el alma humana.

El tipo dice siempre que no se considera artista, que más bien se piensa como un artesano medieval, de esos que trabajaban anónimamente con aprendices y que tenían un feeling verdadero por el material que moldeaban. Pero para mí Herzog es el último de los románticos. Porque siempre hizo lo que quiso, y ante todo porque sus films están cargados de la aventura de vivir, de la que siempre dio testimonio: ha sido capaz hasta de meterse dentro de un volcán que estaba por explotar a ver qué pasaba (menos mal que lo no alcanzó el flujo piroplástico, de otro modo nos habríamos perdido pelis maravillosas), o de caminar desde Munich hasta París a modo de ofrenda por la salud de Lotte Eisner. Sin olvidar la aventura que ya significaba la decisión de contratar a su actor fetiche, Klaus Kinski, para pelis como Aguirre la ira de Dios y Fitzcarraldo. Un demente, Kinski. Herzog dice que al lado suyo, Marlon Brando era un bebé de pecho. Pero al mismo tiempo sostiene que es de las pocas personas de quien aprendió algo y que lo respetaba, "aun cuando los dos estábamos planeando cómo asesinar al otro".

En esas excursiones al Goethe o a la casa de Ute Kirchhelle, yo sentí que esas pelis de Herzog era como un felpudo de esos que hay en la puerta de las casas, con la leyenda Bienvenido. Viví esas pelis como si fuesen una invitación a entrar a una obra, o sea a una casa, muy excepcional. Como me deslumbró lo que vi y me pregunté de inmediato quién mierda era ese tipo, entré entonces... y ya no salí nunca.

 

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