El sufrimiento es el proyecto
La proclama orgullosa de la derecha argenta
En septiembre de 2016, el ministro de Educación Esteban Bullrich participó de una mesa redonda en el Foro de Inversiones y Negocios, más conocido como Mini Davos. El evento tuvo lugar en el Centro Cultural Kirchner (CCK), espacio transformado en el salón de fiestas del entonces oficialismo. Bullrich formó parte del panel “La construcción del capital humano para el futuro”, un nombre que prefiguraba el elefantiásico ministerio dirigido por la Ministra Terapéutica Sandra Pettovello, una funcionaria de eficacia homogénea, ya que si bien no logra repartir alimentos tampoco consigue entregar frazadas.
En aquel ágape con empresarios —entre risas y aplausos— el funcionario macrista afirmó: “Nosotros tenemos que educar a los niños y niñas del sistema educativo argentino para que hagan dos cosas: o sean los que crean esos empleos, que les aportan al mundo esos empleos, generan, que crean empleos... crear Marcos Galperin, digamos... o crear argentinos que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla".
Dos años después, en noviembre de 2018, la Comisión Nacional de Valores (CNV) cumplió 50 años de vida y lo festejó con un encuentro en el Palacio San Martín. El invitado estrella fue el entonces ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne. El funcionario, que presentaría su renuncia unos meses después en plena debacle financiera, afirmó con un optimismo desbordante que “nunca se hizo un ajuste de esta magnitud sin que caiga el gobierno”. Durante el mismo encuentro explicó que “es muy importante que no recurrimos a controles de capitales, cepos, confiscaciones ni represión financiera”. También sostuvo que la inflación bajaría al año siguiente y así ocurrió: el gobierno de Cambiemos la redujo al doble.
No deja de asombrar la perplejidad del entonces ministro por la pasividad ciudadana frente a un plan cuyos efectos devastadores Dujovne percibía con claridad y que sin embargo apoyaba con ahínco. De esa forma, el gobierno de Mauricio Macri pasó de justificar un presente calamitoso como paso doloroso pero necesario para lograr un futuro venturoso, a vanagloriarse de ese presente de calamidad. El ministro anunciaba con orgullo la reducción de la inversión pública en plena recesión, es decir, que los jubilados contaran con jubilaciones más exiguas y menos remedios, los hospitales con menos insumos y los empleados públicos con un poder adquisitivo menor; pero, a la vez, aclaraba con orgullo que ese recorte se había logrado “sin controles de capitales, cepos, confiscaciones ni represión financiera”, es decir, evitando perturbar a los más ricos.
El término “represión financiera”, casi una licencia poética, es en realidad una honesta declaración de principios. Los hospitales podían quedarse sin vacunas y las escuelas sin viandas para los alumnos, pero quién decidiera comprarle decenas de millones de dólares baratos al Banco Central para transferirlos a una cuenta en Luxemburgo o Delaware no sufriría “represión” alguna. Poco importa que las regulaciones financieras sean moneda corriente en esos países a los cuales nuestros funcionarios y nuestros periodistas serios piden que imitemos ya que de lo que se trata, aún en la cubierta del Titanic, es de asegurar que los más ricos puedan capturar divisas y fugarlas.
Debemos reconocer que el entusiasmo desbordante por los ajustes devastadores se perfeccionó con el actual gobierno de la motosierra. En su discurso de cierre de las celebraciones por el aniversario de la Revolución de Mayo, el Presidente de los Pies de Ninfa afirmó en pleno frenesí: “Estamos haciendo el ajuste más grande de la historia de la humanidad”.
Así como las mayorías deben disfrutar de la incertidumbre que genera la pérdida de derechos, también deben aprender a sufrir, siempre un poco más. En marzo de este año, Alejandro Bulgheroni, presidente de la petrolera Pan American Energy (PAE), respaldó las medidas de Javier Milei: “No hay otra forma de salir que no sea con dolor”. El empresario advirtió, además, que “para que esto sea creíble a largo plazo tiene que haber leyes que estén aprobadas por unanimidad en el Congreso. Le estamos diciendo a la gente vengan, inviertan acá 20, 30 mil millones de dólares por año, durante varios años, y después se los van a poder llevar, pero con la historia que tenemos, debemos generar algo que realmente sea muy creíble”.
Hace unos días, Eduardo Costantini, otro empresario entusiasta de la motosierra, respaldó el impulso al dolor ajeno de Bulgheroni y opinó: “La gente a lo sumo tendría que hacer un sacrificio extra”.
El paradigma Bullrich perfeccionado por Bulgheroni y Costantini nos enseña que quienes no tomaron la precaución de nacer ricos deben disfrutar de la incertidumbre de la vida y habituarse al dolor redentor. Las minorías meritocráticas, esas que no se equivocaron de cigüeña, en cambio, tienen el derecho a exigirle al Estado ganancias de largo plazo garantizadas y reducciones impositivas. Ocurre que la Argentina es un país peculiar en el que los ricos son demasiado pobres como para pagar impuestos, pero los pobres son suficientemente ricos como para recibir siempre menos.
En todo caso, el sufrimiento de las mayorías dejó de ser para nuestra derecha y sus mandantes un medio doloroso pero necesario para transformarse en un fin virtuoso que es bueno proclamar.
El sufrimiento es el proyecto.
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