EL SACRIFICIO
Hay que seguir “remándola sin llorar”, dice Macri. Pero no todo lo que cuesta en la vida vale la pena
Primero hay que saber sufrir
Mauricio Macri repite hoy que los cambios profundos requieren paciencia, y que aunque muchos piensan que están peor que hace unos años y que cada día les cuesta más vivir, hay que seguir “remándola sin llorar”. En marzo había difundido un video en el que un vecino de Rosario afirmaba: "Hay que hacer un sacrificio, ahora hay que sufrir, no se puede vivir toda la vida de prestado".
Ese único camino de trepar la montaña sin tomar ningún atajo maravilloso, fue enunciado antes como: “Sé que estos dos años y medio han sido difíciles, pero todo lo que cuesta en la vida vale la pena. Es algo que después nadie te lo saca”. También fue interpretado como “La épica del sacrificio” en una nota de La Nación de mayo del año pasado; y adelantado como demanda temprana, según El País de España: “Mauricio Macri pide sacrificios y un cambio cultural en la celebración de los 200 años de la Argentina”.
En reciente entrevista con Jorge Fontevecchia, Axel Kicillof sostuvo: “Nos pide sacrificio un sector político que tiene la guita en paraísos fiscales, con propiedades en todo el mundo. Gente que vive la vida loca. Piden sacrificio a gente que antes comía cuatro platos: le piden que coma tres. El empresario pyme es un laburante, ¿ese es el que debe hacer el sacrificio? ¿De quién es la fiesta que les piden que paguen a las pymes? Macri tiene millones de dólares. Pero la gente de la que yo hablo no llega a fin de mes. No hay que hablarle de esfuerzo al laburante argentino, al empresario argentino. No son vagos. Tenemos muchos atributos complicados. Pero ese no.”
¿Qué sacrificio?
¿Qué significa el sacrificio para un pueblo en democracia? La tradición judeo-cristiana ha transmitido a la cultura dos grandes patrones de sacrificio. El primero es el de Abraham y su hijo Isaac. Jehová le ha anticipado al profeta que hará de él una nación grande, pero decide ponerlo a prueba. Le dice entonces que tome a su hijo y se lo ofrende. Abraham trepa la montaña, toma el cuchillo de degüello para matar a su hijo, pero un ángel lo detiene y le dice: “No extiendas tu mano contra el niño y no le hagas mal alguno porque ahora sé que en verdad no temes a Dios”. Dice el Pontificio Instituto Bíblico de Roma que Dios quería: “1°, poner a prueba la fe de Abraham; 2°, probar si su obediencia y amor a Dios eran tan grandes que estuviese dispuesto a sacrificar la cosa más querida que tenía en el mundo; 3°, condenar los sacrificios humanos”. Sacrificarse por fe, obediencia y amor a Dios.
Muy distinto al sacrificio de Abraham es el de Jesús. En el Evangelio según Mateo, dice a sus discípulos que tiene que ir a Jerusalén y sufrir muchas cosas de parte de los hombres, y ser muerto y resucitar al tercer día. Ahora es Dios el que sacrifica a su hijo como salvación de la humanidad. La Ley y los Profetas penden no sólo del mandamiento de la obediencia y el amor a Dios, sino también del mandamiento del amor al prójimo. Con Jesús es tiempo de redención, de morir por los otros, como los seis mil esclavos crucificados décadas antes por Licinio Craso en la Vía Apia desde Capua hasta Roma, a modo de escarmiento por la sublevación de Espartaco. Sacrificarse por los hombres y el amor al prójimo. ¿Qué sacrificio, entonces?
La sucesión del hombre-dios
Las figuras bíblicas del sacrificio se entrelazan con las de otras culturas. Dice James Frazer en La rama dorada que cuando los pueblos primitivos pasaron a creer en hombres-dioses o encarnaciones humanas de lo divino, su seguridad pasó a depender de la salud y la vida del soberano. Y como los años hacían viejos a los reyes y los debilitaban, amenazando la supervivencia de sus adoradores, sólo había un camino para evitar el peligro: matar al hombre-dios en cuanto mostrara síntomas de decadencia. Algunos pueblos, sin embargo, ante la inseguridad de la espera, prefirieron matar al rey en pleno vigor, en un plazo fijo tan corto que evitara su degeneración.
El rey de Calicut, en la costa malabar, tenía que cortarse el cuello a los doce años de reinado, aunque a finales del siglo XVII esta costumbre fue modificada: al final de los doce años el rey organizaba una fiesta de doce días, y a su término, cuatro de los huéspedes podían intentar llegar al emperador para matarle y reemplazarlo, atravesando un camino en lucha contra cuarenta mil guardias reales. El festival del intento imposible, que se ejecutó hasta 1743, era conocido como “El Gran Sacrificio”. Los desafiantes morían uno tras otro probando su valor y prefiriendo el honor a la vida.
Pero como los reyes estaban obligados a morir, procuraron delegar su soberanía y el destino inexorable de muerte a un sustituto. Cuando el término del plazo era cercano, el rey abdicaba nombrando a un “rey temporero” que terminó siendo un criminal convicto sobre el que caía la condena. El rey-dios moría en efigie, pero, como Jesús, resucitaba para salvación de su pueblo y del mundo. En el juicio de Jesús, sin embargo, Barrabás no fue aceptado como “sustituto”.
Cuando se aceptó el sacrificio de la vida de otro como sustituto del rey, hubo que demostrar que el reemplazante tenía también sus atributos sobrenaturales en orden a preservar el poder divino del soberano. Nadie podía ser mejor representante que su propio hijo. Así se pudo observar en los semitas, según afirma Frazer citando la obra de Filón de Biblos sobre los judíos, y así Abraham iba a sacrificar a Isaac.
El joven rico
La antropología cultural ha logrado mostrar que la razón nunca ha logrado disociarse completamente de mitos como los que mencionamos antes. Mucho de lo que escuchamos en la vida cotidiana tiene una estructura mítica que se enlaza a lo racional. Así lo plantea Andrei Tarkovski con su película Sacrificio (Offret, 1986), en el contexto de la guerra fría y la amenaza de un holocausto nuclear, en torno a la posibilidad de cambiar el mundo. Alexander vive con sus hijos Gossen y Martha en una isla escandinava. El padre, después de plantar un árbol seco, le cuenta a su hijo mudo una historia: «Un día un viejo monje plantó un árbol muerto y le encargó a su discípulo regarlo todos los días. Después de tres años el árbol muerto dio flores». Le ha mostrado que con un esfuerzo metódico se puede lograr el cambio. Alexander reflexiona sobre el progreso científico y la pasividad de las personas ante ello. La televisión anuncia el estallido de una guerra, luego se apaga, y todo indica un conflicto nuclear mundial. Alexander reza el Padre Nuestro, y hace la promesa de sacrificar a su familia, su casa y todo lo que ama, si Dios hace que todo vuelva a estar como antes. Prende fuego a su casa y pierde a su familia. Su hijo Gossen, que nada sabe, habla por primera vez y dice frente al árbol: “En el principio era el Verbo: ¿Por qué, papá?”
La actitud de Alexander recuerda al pasaje del Evangelio según Mateo, donde a la pregunta de un joven rico: ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?, Jesús responde: “Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres”. Es el pasaje en el que dice que un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos, y que “todo el que dejó casas, o hermanas o hermanos, o padre o madre, o hijos o campos, por causa de mi nombre, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna”. Como contraparte, la pregunta de Gossen introduce la razón –el logos— frente a la fe y el mito. ¿Qué sacrificio, entonces?
Sufrimiento, dolor y mercado
Las democracias liberales han acotado el sacrificio de sufrimiento y muerte para la preservación comunitaria sólo en caso de guerra. En ese contexto Churchill afirmó: “No tengo nada que ofrecer: sólo sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. Pero el sufrimiento comunitario en tiempos de paz tiene muy altas exigencias éticas para los gobernantes. Cuando estas exigencias no se cumplen, como es el caso del Presidente Macri, y no se trata de un sacrificio inspirado en el amor al prójimo para proteger y aumentar el poder ciudadano (sus derechos), sólo cabe pensar que está en juego el mito sacrificial de la fe para la continuidad de la obediencia al poder superior.
El reconocido escritor Cormac McCarthy es autor del guión de otra película, El abogado del crimen (The Counselor, 2013). En una de sus escenas, ya hacia el final, el protagonista, consejero legal de un narcotraficante al que había decidido asociarse en un cargamento que es robado, y de lo cual lo hacen responsable, busca el perdón de un jefe narco, que le dice: “Los actos generan consecuencias que generan nuevos mundos que son distintos. (…) El mundo en el que usted pretende enmendar los errores que cometió es distinto del mundo en el que se cometieron los errores. Ahora está en la encrucijada y usted desea escoger, pero no hay nada que escoger. Sólo puede aceptar. La elección se realizó hace ya mucho tiempo”. Y ante su temor por el daño posible a la mujer de la que está profundamente enamorado, el abogado escucha: “Un poeta enorme. Machado era maestro de escuela y se casó con una chica joven y guapa. La quería muchísimo y ella murió. (…) Machado habría cambiado todas las palabras, todos los poemas, todos los versos que escribió para poder pasar una hora más con su amada. Y eso se debe a que, en el sufrimiento, no se aplican las reglas de intercambio habituales; porque el dolor trasciende el valor. Un hombre entregaría naciones enteras por borrar el dolor de su corazón, y sin embargo, nadie puede comprar nada con el dolor porque el dolor no vale nada”. Un último plano muestra el cadáver de su prometida cuando es arrojado a un basural. Hay dolores que hoy vivimos que nadie podrá sacar de algunas personas, aquellas que más sufren. No todo lo que cuesta en la vida, vale la pena.
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