El sabor del limón
La música que escuché mientras escribía
Mubi estrenó una versión restaurada en 4K de una de las películas más hermosas que he visto. Se llama La caída, El sueño de Alexandria. Su director, Tarsem, nació en la India. Llegó hace más de 40 años a Estados Unidos para estudiar en la universidad de negocios de Harvard y por suerte terminó en la de cine de Los Ángeles. En lo que va de este siglo produjo alguno de los videos musicales y los avisos publicitarios más famosos y premiados. La caída es su segunda película, estrenada en 2006.
Uno de sus productores, David Fincher, dijo que era como si Andrei Tarkovsky hubiera dirigido El mago de Oz. Pero en vez de Dorothy/Garland, su protagonista es Alexandria/ Catinca Untaru, una nena rumana de seis años que aprendió inglés mientras la filmaba y que ni antes ni después tuvo nada que ver con la actuación. En vez del mago, los munchkins, la bruja del este, el hombre de hojalata, el espantapájaros y el león cobarde, los protagonistas son el gobernador odioso, un indio, un ex esclavo, un experto en explosivos, Charles Darwin y su mono Wallace, el enmascarado y una bella cuyo nombre no recuerdo. Todos ellos son al mismo tiempo médicos y enfermeras del hospital donde la fantasía del relato los transfigura.
Las benditas plataformas nos han liberado de la sala del cine y convertido creaciones de todas las épocas en simultáneas. Eso es posible técnicamente, después cada obra dirá si subsiste o es pura arqueología. En cuestión de gustos está todo escrito, como dice el personaje de Beto Brandoni en Nada.
The Fall es un diálogo en un hospital de California en la década de 1920. Un doble de riesgo del cine, que abandonado por la actriz que lo dejó por el protagonista, quiso morir, le cuenta un cuento a la nena, con el brazo enyesado al caerse del árbol en el que cosechaba naranjas. Cada día le cuenta una parte de la historia, variable según los subibajas de su ánimo. Imposible no pensar en Sherezade y las Mil y una noches. Pero en vez de contarte la trama, te voy a mostrar una cola mucho más elocuente que yo.
Me pareció ver el Jardín Botánico y su invernadero, y sí, era. Tarsem le contó a Diego Brodersen que la filmó a lo largo de cuatro años en locaciones reales de India, Bali, China, España, Italia, Namibia, Fiyi, Checoslovaquia, Camboya y la Argentina.
Si querés verla, es una joya.
Pero ahora mirá de nuevo la cola y prestá atención a la música. Es el segundo movimiento de la 7a sinfonía de Beethoven, el célebre Allegreto. Lo recuerdo también en Lola, asociado a la imagen de Anouk Aimée y un auto blanco que avanza junto al mar. Si sos obsesivo/a, aquí tenés la lista de las películas y series que la utilizaron y algunas muestras.
Mi flechazo por Tarsem creció, porque la séptima es la sinfonía de Beethoven que más me gusta, tal vez porque alguna de esas reproducciones se me incrustó en la cabeza sin que me diera cuenta. Y mi versión preferida es la de Wilhelm Furtwängler con la Filarmónica de Berlín. La imagen de Furtwängler dirigiendo Beethoven con una enorme cruz gamada en el escenario, y Goebbels en la primera fila de la platea, en el cumpleaños de Hitler, es perturbadora. Y cada vez que me asalta, convoco como antídoto el interrogatorio al que los aliados sometieron a Furtwängler, como parte del proceso de desnazificación, del que salió sin que le formularan cargos.
Dijo que le preocupaba que su arte fuera mal usado como propaganda, pero prevaleció el deseo de preservar la música alemana. "¿Acaso Thomas Mann [que era un gran escritor y un auténtico miserable en su vida privada, acoto yo] realmente cree que en la Alemania de Himmler a uno no le debía ser permitido tocar a Beethoven? Quizás no lo haya notado, pero la gente lo necesitaba más que nunca, nadie anhelaba tanto oír a Beethoven y a su mensaje de libertad y amor humano, que estos alemanes que vivieron bajo el terror de Himmler. No me pesa haberme quedado con ellos”.
Barenboim observó una paradoja: los directores que marcharon al exilio “fueron figuras menos desgarradas que Furtwängler, quien no dejó la Alemania nazi”. Tal vez porque “muchos músicos hacen música tal como viven sus vidas. Furtwängler trató de vivir su vida del mismo modo en que hacía música. Esto no es nada cómodo. Hay que desearlo y ser capaz de hacerlo. Pero solo así las cosas podrán salir de un modo diferente a como salen hoy”.
Veo muchas de esas cosas en la mirada y el gesto de las manos de Furtwängler, durante esta visita del dictador a la sede del festival wagneriano de Bayreuth.
Esta semana escuché dos versiones de la Séptima. Una, dirigida por Furtwängler con la Filarmónica de Berlín, en 1943, cuando ya había comenzado el derrumbe del nazismo, con la victoria soviética en la batalla de Stalingrado y la rendición de Italia a los aliados. La segunda, de 2012, en plena crisis financiera de las hipotecas subprime. Quien sostiene la batuta no es sólo el director sino también el creador de la orquesta, la West-Eastern Divan. El nombre se inspiró en una serie de poemas de Goethe sobre el amor místico entre el maduro Hatem y la joven Zuleika. Basada en la poesía sufi persa, en sí mismos exponen el encuentro entre dos culturas.
Hace un cuarto de siglo, Baremboim se complotó para formar la orquesta con el intelectual palestino-estadounidense Edward Said. Solo pueden integrarla jóvenes músicos árabes e israelíes, apostando al entendimiento que lleve a la paz, en uno de los emprendimientos más bellos y valientes. Es por completo natural que la impulsara alguien criado en la Argentina, el único país del mundo en el que el crisol de razas funcionó como se esperaba, y en el que árabes y judíos coexisten en armonía, sin perder su identidad, pero habiendo adquirido una nueva, que los hermana. Barenboim dejó el país a los 10 años pero vuelve cada vez con mayor frecuencia, porque no olvidó el sabor de la ensalada que sólo aquí se prepara con limón, como me contó durante uno de sus viajes.
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