El rey (sabe que) está desnudo
Pero ya no le importa
La avanzada conservadora a escala planetaria constituye un dato tan contundente que su naturalización debiera, al menos, disparar alguna alarma protectora. Tal como afirmábamos en un artículo anterior, en nuestro país la emergencia de una ultraderecha desinhibida y provocadora ha logrado vaciar (aún más) de contenido político el discurso público. Su verba encendida nos incita, ya sin miramientos, a abandonar las armas de la política para abrazar una antipolítica de las armas. Y cuando aludimos a las armas, nos remitimos (al menos, por ahora) al arsenal jurídico y mediático con el que nos invaden a diario desde los sótanos de la democracia. Lo que han procurado, con cierto éxito, tanto los halcones como las palomas (apenas dos graduaciones del desenfado) es reducir los debates a la fobia contra cualquier modalidad de control y/o regulación, contra toda herramienta tributaria (incluidas las existentes desde hace décadas) que habilite una distribución de la riqueza un poquito menos injusta. El paraíso corporativo, evasor y fugador serial se topó, por fin, con sus representantes más fervientes, dispuestos a rasgarse las vestiduras y hasta a inmolarse, de ser necesario, para proteger a un puñado de multimillonarios. He aquí la utopía de la rancia opulencia: la consolidación de un ejército disciplinado de mercenarios que lo entregan todo por una causa ajena asumida como propia. Ante las disputas y las vacilaciones del Frente de Todos, la derecha argentina sí tiene un proyecto y un programa muy claro y sencillo: la defensa incondicional y sin matices de todo el patrimonio conquistado por una minoría de afortunados, de las formas más diversas: el terror, la extorsión, la aniquilación de las solidaridades colectivas, el desguace del Estado, el endeudamiento, las privatizaciones, la concentración y extranjerización de la economía, las reducciones impositivas para las patronales, la fuga, la evasión, los subsidios al gran capital, los tarifazos, las sucesivas devaluaciones, el descontrol de los precios y un sinfín de calamidades.
Esta incontenible oleada de conservadurismo extremo e irracional arrasó incluso con las huestes de un partido surgido para dar una batalla contra la república elitista (posible, la llamaba Alberdi para distinguirla de la verdadera) y el modelo agrario-exportador, pero que ha decidido dejar atrás, portazo mediante, cualquier resabio de centrismo, moderación y/o liberalismo político (quizá, sus tres banderas más preciadas). Quienes aún revistan en este sello vaciado de civismo liberal, aunque pletórico de radicalismo oligárquico, no dudan ni un instante a la hora de elegir a sus nuevos representados: las grandes fortunas, los evasores, las corporaciones agrarias, mediáticas y financieras, las grandes empresas multinacionales, los voceros de la embajada norteamericana. De todos modos, tal como nos ha enseñado el filósofo esloveno Slavoj Zizek, incluso el cinismo más obsceno y estridente esconde alguna cuota de hipocresía: la protección encarnizada del derrame neoliberal suele enmascararse como una avanzada contra un sistema tributario que atentaría contra las inversiones y la creación de empleo. Y lo hacen a sabiendas de que no existe un solo indicador que corrobore semejantes disparates: la copa de los ricos va incrementando su tamaño a medida que se va llenando; la presión impositiva de la Argentina se halla muy por debajo de la media que rige para los integrantes de la OCDE; los impuestos indirectos-regresivos superan ampliamente a los directos-progresivos que pagan (o evaden) los más ricos. Pero pasemos a ampliar esta información.
Varios organismos internacionales (Banco Mundial, OCDE, CEPAL, etc.) se ocupan de ponderar el desarrollo humano, medir la concentración de la riqueza y la desigualdad, y/o de evaluar las estructuras tributarias de los países que hacen públicos sus indicadores. Con solo consultar sus informes (no pedimos demasiado), podríamos arribar a conclusiones tales como las que siguen: la inédita concentración mundial de los ingresos está estrechamente asociada con los sistemas fiscales regresivos; nuestra región es la más inequitativa del mundo; las reducciones impositivas en las alícuotas de las cargas progresivas (aportes patronales, ganancias, bienes personales, etc.) no han contribuido a un mayor crecimiento económico, a una inversión más voluminosa ni a la generación de empleo; la evasión y elusión fiscal de las multinacionales y las grandes fortunas representa un 6% del PBI en nuestra América (dejamos de recaudar cerca de 40.000 millones de dólares anuales como consecuencia de dichas maniobras); la presión tributaria en la Argentina se halla por debajo del promedio mundial (OCDE) y es menor a la de Brasil, Chile y Uruguay; en nuestro país, solo el 12,9% de las rentas, ganancias y utilidades corresponden a impuestos directos-progresivos; las empresas agro-exportadoras y las mineras están a la cabeza del contrabando, la triangulación, la fuga y la evasión impositiva. En fin, pese a la fobia anti-tributaria de nuestra derecha desnuda, no existe una sola razón para situar en la recaudación fiscal la causa de sus extrañísimos malestares.
Más allá de unos pequeños ajustes en ciertas alícuotas de algunos impuestos directos, el gobierno de Alberto Fernández no tiene en carpeta una reforma tributaria capaz de evitar semejantes niveles de injusticia fiscal. Tanto el impuesto a las grandes fortunas como el proyecto, pendiente de aprobación, relativo a la “renta inesperada”, constituyen imposiciones temporarias, coyunturales. En tanto, la propuesta de repatriar los dólares fugados, más allá de su estricta justicia, solo “castiga” (en el mejor de los casos) a quienes hayan cometido el delito de evadir y fugar. Pero aun si lográramos una mayor equidad tributaria, apenas habríamos resuelto una parte del problema. Tal como solía decir un barbado alemán del siglo XIX, el secreto de cómo se distribuye hay que buscarlo en cómo se produce. Y para corroborarlo, nos basta con cotejar la mayor participación en el ingreso total de las ganancias empresarias vs. la menor incidencia de los salarios durante los últimos seis años. Dicho de otro modo: la idea de estimular el crecimiento a como dé lugar para después repartir constituye uno de los tantos disfraces de la teoría del derrame. Tras la pandemia y la guerra, hemos vuelto a estrellarnos contra el mismo muro: la extraordinaria riqueza ostentada por 1% de los más ricos, muy lejos de aliviar la pobreza del resto, no hizo más que incrementarla. En ningún caso el aumento de la desigualdad (un fenómeno planetario en el siglo XXI) podría corresponderse con una reducción del porcentaje de pobres. Por consiguiente, la única forma de morigerar la desigualdad y la pobreza es intervenir (de muy diversas maneras) en los mecanismos generadores de renta y de ganancia. Aun con sus avances y retrocesos, con sus tensiones y desprolijidades, los años kirchneristas habilitaron un interesantísimo laboratorio de búsquedas fructíferas en este sentido. No en vano, sus principales espadas (aunque muy especialmente CFK) se convirtieron, abruptamente, en los monstruos más abominables de toda la región, foco de atracción del odio más virulento.
La derecha argentina podría ser pensada (sin descartar otros abordajes más académicos) como una firme argamasa, cada vez mejor integrada, en la que confluyen multimillonarios, gerentes, agro-exportadores, fugadores, evasores, formadores de precios, cortesanos; y también, por supuesto, sus representantes partidarios, sus odiadores seriales, sus marionetas mediáticas, y sus espíritus reactivos hacia todo atisbo de plebeyismo, cultura suburbana o latido popular. Sus más enconados exponentes sueñan con la conquista de lo único que se les escapó, recientemente, de las manos: el poder político; y confían en que luego de un asalto victorioso, ya no quedará ningún resquicio para un retroceso. Tras esta estocada final –sostienen– implementarían las reformas laborales y previsionales necesarias para consagrar la derrota definitiva de trabajadores y jubilados, aunque sus justificaciones discursivas giren en torno de las inversiones y el empleo. Inmediatamente, procurarán instrumentar un sistema tributario aún más regresivo, e incluso, hay quienes se regodean con la posibilidad de una reforma monetaria (¿dolarización?, ¿convertibilidad?) de claro sesgo noventista.
Si de aritmética se tratara, no habría razones para preocuparnos ya que del otro lado estamos los muchos, las mayorías, los no-propietarios, los asalariados, los jubilados, los desocupados, los que resistimos ante sus embates, los que sí conocemos de construcciones solidarias y de afinidades populares. Pero tras cuatro años de desastre gerencial y dos de pandemia, lo que no hemos logrado recuperar (entre tantas otras cosas) es, justamente, esa capacidad de amalgama/mestizaje (condición ineludible para una articulación hegemónica) de la que hace gala el conservadurismo libertario cada vez que la puja distributiva se asoma, se torna visible. Para decirlo gráficamente: cuando se trata de defender al 1% de los más ricos, los irritables guardianes de sus fortunas no dudan ni un instante; a la inversa, a la hora de transformar las circunstancias que hacen posible semejante concentración de la riqueza, no pocos de los más perjudicados se muestran temerosos, dubitativos y hasta seducidos por los cantos de sirena ultraliberales que convocan, estruendosamente, a bajar impuestos, achicar el gasto público, eliminar los controles estatales asfixiantes, terminar con los planes, reprimir la protesta, etc., etc. Solo cuando logremos que las voluntades populares tiendan un puente afectivo con la aritmética distributiva habremos ganado nuestra primera batalla.
* El autor es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /[email protected]
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