El retorno a la aldea
El hallazgo de Lazo musical, de Susana Dakuyaku
Hace veinte años se editó un libro que pasó prácticamente desapercibido. Ese libro, titulado Lazo musical, hoy llega a mis manos de una manera extraña.
Hace pocos días, los amigos de la librería “Lenzi” de La Plata me avisaron que habían entrado algunos libros que pertenecían al escritor Leopoldo Brizuela (fallecido en 2019) y que me podrían llegar a interesar. Sabía que Leopoldo tenía una gran biblioteca, pero desconocía absolutamente el destino de sus libros.
Ahí estaban, entre varios ejemplares, la obra completa de Francisco López Merino y la biografía de Joaquín Víctor González subrayadas por Leopoldo, seguramente en función de su obsesión y proyecto (inconcluso) de escribir sobre la primavera fúnebre platense.
Me llevé esos libros y, entre ese material, encontré Lazo musical, de Susana Dakuyaku (Ensenada, 1963). Estaba arrancada la primera hoja, donde seguramente había una dedicatoria que (por alguna razón) ya no estaba ahí (como si quien dio en venta esos libros, decidió también mutilarlos para borrar todo indicio de un mensaje). Hojeándolo encontré, en la página 28, el título de un poema: “Telar de agua”, llamativamente familiar, ya que el propio Leopoldo tituló Tejiendo agua a su primer novela, publicada y premiada en 1986. El libro de Susana fue publicado en 2001 por la (ya inexistente) editorial NUSUD.
También encontré la siguiente dedicatoria: “A mi hermano muerto, y a mi primo desaparecido”. En este último caso, se refería a su primo Ricardo Luis Dakuyaku, militante del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML), secuestrado el 6 de diciembre de 1977 a los 17 años. Al igual que mi padre, Rodolfo Jorge Axat, fue visto por última vez en La Cacha, y forma parte de la lista de rugbiers desaparecidos (en su caso, del Club San Luis).
Los Dakuyaku y los 17 desaparecidos de la comunidad japonesa
La historia de los Dakuyaku está vinculada a una famosa tintorería de La Plata, que todavía funciona en calle 8 y 44. Como bien cuenta Carola Ochoa al reconstruir la historia de Ricardo, al igual que ellos muchos otros inmigrantes japoneses llegaron a la Argentina huyendo de las guerras.
Nikkeis, así se suele denominar a los inmigrantes japoneses nacidos fuera de la isla que llegaron a la Argentina en entreguerras. Se considera que para fines de los años ´70 vivían aquí cerca de 30.000 miembros de esas comunidades nikkeis. Todos ellos se integraron y dedicaron –principalmente– al negocio de las tintorerías y la floricultura, como también a la vida universitaria y fabril.
La segunda generación de esos inmigrantes, ya nacidos en el país y muchos de ellos jóvenes, asumieron un fuerte compromiso social y político. Por esas paradojas del destino, nunca imaginaron que aquello de lo que habían huido sus padres, también a ellos, como hijos, los iba a encontrar aquí.
Al igual que Ricardo Dakuyaku, son 17 las víctimas pertenecientes a esas comunidades de inmigrantes japoneses que el terrorismo de Estado que tuvo lugar entre 1976 y 1983 hizo desaparecer. El libro del periodista Andrés Asato, No sabían que somos semilla, publicado en 2016, da cuenta de esas historias y recoge testimonios sobre ellas, también reconstruyendo la historia y memoria de la colectividad.
La poeta que no está
En el caso de la rama de Ensenada de los Dakuyaku, de la cual es hija la poeta Susana, lo poco que sabemos de ella es que nació en 1963 y que en la década del ´80 y ´90 asistió a diversos talleres de literatura junto a poetas platenses: Patricia Coto, Norma Etcheverry y Gustavo Caso Rosendi, entre otros. Consultadas para esta nota, Patricia y Norma cuentan que no saben nada de ella desde hace mucho tiempo. Y su amigo José María Pallaoro responde que tuvo algún intercambio por mail hace veinte años.
Seguramente Susana conocía a Leopoldo Brizuela por compartir un mismo origen ensenadense. El libro debe haber sido obsequiado en algún momento y por eso estaba en su biblioteca dedicado, y ahora llega a mis manos a través del librero Mario Lenzi.
Las vueltas de la vida… Ahora que acaba de morir Juan Forn, hay cosas que me traen su recuerdo. Su obsesión por Kawabata. Su inolvidable María Domecq… La aparición repentina de Lazo musical tiene algo de la magia de aquellas coincidencias. Se trata del único libro que figura en catálogos, y más allá de algún poema copiado en algún blog, en términos literarios, nada más se sabe de Susana Dakuyaku.
A menos que hoy use otro nombre (es lo que sospecho), no está en Facebook ni en Instagram, ni en ninguna red. De allí mi curiosidad (enigma de detectives salvajes), sobre todo por la calidad de los poemas. El viaje que lleva a cabo Susana hacia sus ancestros para encontrar los misterios de su identidad japonesa perdida en el puerto de Ensenada. La búsqueda de los fantasmas y todas las sensaciones al mismo tiempo.
Veo una memoria de hambres en el pan de cada día, dice en un verso al pasar como quien descubriera en su memoria todas las huellas de la hambruna impregnadas al objeto; y otro poema construye la pequeña oración de quien tiene pan, pero hubo un tiempo que no tuvo, y necesita nombrar aquello que está oculto, pero está sobre la mesa:
(…) Dios me da pan, y yo
no sé de la luz
fulgurante en el trigo,
ni sé de las manos
de quien labra y quien amasa.
Ten piedad de mi boca
y mis dientes de leche
en este escapulario.
Ten piedad de mí que no he visto
el oro caído en la molienda.
Y guárdame unas migas
hasta que aprenda a nombrarlo.
¿Se trata de algo nimio o imponente? Cómo capturar ese fulgor de simultaneidades sensoriales, manteniendo el tono mesurado de la tradicional gestualidad japonesa, que sugiere (siempre sugiere, nunca afirma) atracción, misterio y sutileza (el control de las manifestaciones emocionales). Esa memoria ideogramada que se hace lengua, donde muere el habla y su agonía es el altar de sus ancestros.
Susana Dakuyaku nos traslada a la aldea de sus muertos. A todas esas generaciones, los abuelos de sus abuelos, que vivieron en la isla bajo el cerro Sanswatsu Muikka, bajo la tutela de tigres, serpientes y dragones, donde las chicas se reían y bailaban al sol.
Como el haiku donde la forma poética busca a la naturaleza pura y real irradiando su misterio en cada observación. ¿Besará mi sed? la pregunta funciona como en un continuo de sinestesias, y la poeta observa las leyes de la luna oculta. Todas sus manifestaciones sobre el agua.
El sonido apenas perceptible de una red echada en el agua. Una nube en jirones que susurra a los fantasmas que viajan hasta el presente para que sean recordados en la voz de los vivos que migran.
La poesía de Dakuyaku tiene cierta semejanza con la poesía del peruano José Watanabe (1945/2007). Ambos, como buenos hijos nativos de migrantes japoneses, conservan toda la tradición del zen y del tao, cierta mixtura con la tradición poética latinoamericana. En esto, Laredo y Ensenada se parecen demasiado, los pagos de cada uno, atravesados por el laconismo contemplativo de la búsqueda de una identidad perdida. En el caso de Susana, esa tradición nipona de la poesía se mixtura con la poética rioplatense: el mundo de la tintorería de sus padres, sus años de estudiante, el recuerdo de sus abuelos y el viaje a la Argentina.
Estamos ante la voz de una poeta mujer, cuya percepción permite entender sensaciones que provienen –asimismo– de esa identidad, y que la emparentan con voces de poetas mujeres como Mirta Rosemberg (a la que Susana le agradece las gestiones de la publicación), pero también Diana Bellesi, Claudia Masín, Bárbara Bélloc, Paula Brudny, Niní Bernardello, entre otras. Todas forman parte del catálogo editorial de NUSUD, que recogía las voces de poetas mujeres de la década del ´80 y ´90.
El “lazo” es el arraigo a un mundo que sigue girando en la voz de la poeta, que a pesar de las muertes, los viajes y los tiempos, nos trae la música; pero también el olor y la imagen de cada rostro de los que vivieron en la isla, en aquella aldea, bajo el cerro Sanswatsu Muikka.
Así escribe
Sakura en flor
Entre implorarte y explorarte
pequeña mudez mía, han vuelto
las heladas al sakura y a mí
pulsada en el paisaje,
en la pregunta. Escarchita
hipnótica en la mañana
de agosto. Pétalos,
rosado temblar aquí
en occidente. Más allá
de mis contradicciones
en el río de las almas
van las farolas del O-Bon
hacia la noche del verano
que, por cierto, oculta ahora
la Cruz del Sur que sí,
signa este invierno
sobre el Río de La Plata.
¿Qué haré
con mis muertos aquí y allá,
con mis preguntas ardiendo
en los inciensos? Oh mudez,
de tus tripas quiero
un corazón. No el rehén
de la culpa afilada en la katana.
Dame, mudez mía,
un corazón para cantar
junto a las flores temblorosas
del cerezo, al prometerse
tan desnudas en invierno.
La puerta de la aldea
El arco como las aguas
que se cruzan y revelan
continuidad de los mundos
en un orden hecho propio
aunque no se lo entienda.
Voy con los más viejos, ando
casi profana por la senda
que bordea la ladera
del Sanswatsu Muikka. Sigo
el paso leve, el polvo
removido del otoño
cuando rehacen el camino
hacia el dios del agua.
¿Besará mi sed?, murmura
la extranjera y en el giro
de pensarse en otra lengua
revive los acentos
de un tiempo que golpea
en la oración. Dice
cosas que no entiendo
la peregrina más vieja,
la que oficia y al decir
vuelve de agua
el rezo al manantial
de la montaña.
Cuesta abajo hacia la plaza
va la caravana, y aun arriba
humean las ofrendas. Pasan
bajo el arco de madera
y es un pase
a lo público y sagrado: es
la puerta de la aldea.
Vendría luego la merienda
de esterillas en el césped
entre paisanos que celebran
un beso antiguo de montaña
del que bebiera la comarca.
Tintoreros
Me sugería mi madre
elegir las amistades
considerando nuestra clase
social de inmigrantes.
Una novela rosa
que vivo oscuramente
pensando en la traición
de quien se va de todos lados
y en la intemperie reconoce
que temblar de sí mismo
es nada sin el otro.
Para buscarme, mi madre
hablaba de lugares y aprobaba
a mis amiguitas que vivían
en casa de cinc y en conventillos
de laburantes provincianos.
Mi madre campesina
cuidaba mi vergüenza
de un espejo equivocado.
Mi clase… Tintorero no es
ya quien tiñe los tejidos
sino el que emprolija
la apariencia de la trama
del vestido, y con certeza
dirían en criollo que es
el que lava mugre ajena.
Samurai, campesinos pobres,
tintoreros: éste es mi árbol.
Entre sus ramas yo contemplo
A mi madre, extranjera, turbulenta;
A mi padre aventurero
que aun pretende emprolijar
mi orgullo en tres idiomas
o en silencio.
Y yo ¿qué cosa? Voy
casi desnuda en la intemperie
hacia el dragón de plata
que la raíz del árbol roza.
Salirme de mi clase para ver
la flor del aire, the rose
of history… El oro
ardiente.
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