El respeto
Crónica de un ruego sobre corderos, piletas y bandidos
La noticia contrasta con el estilo uruguayo: esa calma y cordialidad que se puede experimentar a lo largo de todo nuestro hermano país, donde el respeto por el otro y la educación son banderas que ni la dictadura logró arrancar.
El Uruguay, donde he ido repetidamente durante mis últimos 30 años, es todavía el país donde un mate y una charla acerca de cualquier tema, hacen más amable cualquier trámite administrativo en Intendencias y Bancos, donde una pregunta hace que cualquier transeúnte se detenga y explique en detalle cómo llegar al sitio que buscamos y donde hasta las compras en supermercados son acompañadas siempre por la sonrisa de la cajera. En el parador Explora, de playa Chihuahua, por ejemplo, la cordialidad de Loti, su propietaria, se enlaza a la perfección con la libertad del nudismo que es posible practicar allí y con las puestas de sol soñadas, inexorablemente acompañadas por la simpatía de Mauro y Guillermo quienes sirven diariamente caipiroshkas y pescado fresco como el mar que está de fondo a centenares de comensales sin que mengüe su excepcional trato, ni se les borre una sonrisa franca y dulce del rostro.
Pero vuelvo a la noticia que hace pocos días se reprodujo hasta el cansancio por su grado de estupidez y de violencia: un empresario orate lanzó desde un helicóptero, a otro empresario orate, un cordero a la piscina de su casa de José Ignacio, un balneario vip cercano a Punta del Este.
La gracia, indigna. Y lo hace no sólo por la imbecilidad del costoso chiste sino porque la actitud de quien ideó el acto y de quien lo filmó y festejó, no sólo reafirma una mentalidad cretina de muchos veraneantes trastornados por la ostentación de su riqueza que exhiben con desparpajo en las playas de Punta del Este. Sino porque sugiere la idea de que en el Uruguay se pueden hacer cosas imposibles de realizar en cualquier otra parte del mundo 2020, tales como pasearse a pleno sol en Lamborghini, Ferrari o Porsche descapotables, con gorras y capelinas que cubren las precarias cirugías de los 60, de consecuencias sólo disimulables hoy con tales automóviles de lujo, alhajas o yates tan enormes que no entran en el puerto.
Este acto contra el buen gusto y la sobriedad que está en la base del sentir del pueblo uruguayo resulta, además de emblemático de un cierto pensamiento, peligroso por el futuro que auspicia. Y por eso es más grave de lo que parece a primera vista un juego costoso de verano practicado por ricos aburridos de contar dólares. Lo es porque siembra la semilla de un desprecio por el otro, ajena a la histórica idiosincrasia uruguaya.
He pasado años yendo al Pool Inglés de Maldonado, compartiendo noches de baile en el Moe, La Gozadera y el Club Español, junto a ricos y pobres del pueblo, o alternando madrugadas etílicas en Los Morales, Rubérico o Rouse. Ninguno de esos sitios está en la guía azul, les aseguro, y una visita a estas instalaciones podría despertar ataques de pánico a una gran cantidad de argentinos que prefiere la seguridad enlatada del Conrad a la vida real. Pero yo que los conozco, puedo asegurar que hay otra Punta del Este, poco frecuentado por los veraneantes porteños que se trasladan de barrio cerrado argentino a barrio abierto uruguayo (porque allí se puede) como el mayor acto de arrojo de sus vidas. En todos esos sitios que nombro aprendí siempre algo nuevo y encontré siempre comprensión en mis tristezas, y compañía en mis alegrías por parte de los uruguayos mas sencillos.
Pero volvamos a nuestros empresarios del cordero. Supongo que son empresarios como éstos lo que el presidente Lacalle Pou afirmó hace poco querer exportar desde la Argentina. Gente que llevará sus millones —muchos de ellos mal habidos— al país vecino, pero también un bagaje importante de desprecio y violencia hacia el prójimo que no forma parte, ya lo dije, del sentir uruguayo. Vale subrayar además que ninguno de los que participaron en el hecho se animaría a realizar este acto en la Argentina y mucho menos en el primer mundo. Saben que un chiste de ese calibre les costaría meses de cárcel, o hasta años. Lo hacen en Uruguay, desde donde en este momento escribo, porque consideran a este hermoso país poco importante y creen que el poder de su dinero, la desigualdad que fomentan con cada uno de sus actos, y el desprecio que conllevan acciones como esta, no serán castigados como es debido. Tal desprecio por este país y por el otro, debiera ser visto con atención como la antesala del retrato del Uruguay nuevo que el presidente Lacalle Pou intenta fomentar con la radicación de ese tipo de personajes en esta tierra.
Como argentino desearía fervientemente decirle algo al presidente de ese país tan querido y tan metido en mi piel y mi historia como la República Oriental del Uruguay. Algo bien diferente al consejo que le dio nuestro presidente Alberto Fernández: ¡lléveselos señor Presidente Lacalle Pou! ¡Llévese a todos estos empresarios! Nunca una noticia hizo más feliz a un ciudadano como yo que desde hace años propicia enviar a los 1000 mayores cagadores argentinos -tal como los tituló el ex presidente Mujica- a las Islas Malvinas para que no jodan más a mi patria y de paso aprendan inglés.
Imagino ya, feliz, cientos de Buquebús llenos de estancieros con sus valijas y carteras repletas de porotos de soja llevándolos a Uruguay para tirarlos desde aeroplanos como una lluvia sin retenciones sobre las fiestas de sus nietas de 15. Camionetas 4x4 repletas de pollos a los que les pondrá una cañita voladora en la espalda para lanzarlos al firmamento en año nuevo y que exploten lanzando una lluvia de plumas sobre asombrados admiradores de estos modernos fuegos artificiales transgénicos. Nuevos cócteles del litio traído de Jujuy y servidos en los paradores, en vasos de oro de la Barrick. Manadas de vacas argentinas de exportación deambulando aburridas por Gorlero en la Semana del Turismo. Edificios altos como el Conrad, pero de papel, hechos con los millares de bonos en default que nos dejó el anterior gobierno. Bailes "Mauri" organizados por argentinos ya radicados el 24 de agosto, noche uruguaya de la nostalgia. Casinos en donde se juega sólo con cuentas offshore y bombones hechos con vómitos de ricachones regurgitados de tanto beber champagne, con los que alimentarán a pobres a quiénes se les arrojarán previamente dentaduras postizas compradas en la feria de Tristán Narvaja. En fin un mundo mágico, soñado, precioso, auspicioso...
Pero tengo una contradicción. Si bien como argentino deseo con fervor y urgencia esa emigración, como amante de esa tierra uruguaya que me recibió siempre con cordialidad extrema deseo exactamente lo contrario. Lo hago además como descendiente de un presidente uruguayo, Bernardo Prudencio Berro, que en el siglo XIX defendió a Uruguay de las invasiones brasileras y fue fusilado en la cárcel por un emisario del presidente Mitre para posibilitar la Guerra de la Triple Alianza y con ella reducir al Paraguay a las cenizas. El mismo Berro, hermano del bisabuelo de mi madre, que a pesar de su catolicismo profundo auspició durante su mandato la separación la iglesia uruguaya del Estado entendiendo, en un gesto de grandeza y respeto de la opinión ajena, que a él lo había elegido el mundo civil y no la iglesia que tanto amaba.
Es ese mismo respeto por los otros lo que me trae al Uruguay año tras año, como a tantos otros argentinos de bien que no revoleamos corderos por el aire para sentirnos bananas de vacaciones. Por eso, le ruego al presidente Lacalle Pou que no traiga a esos bandidos maleducados a su precioso Uruguay. Déjenlos en nuestra Argentina que allí, antes o después, nuestro pueblo se encargará de ellos.
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