El reino de los economistas
La reducción de la política a mera técnica financiera
Hace unos días, en un programa periodístico un muchacho joven, economista, dijo muy acalorado que la inflación se resuelve achicando el déficit fiscal y no emitiendo moneda. No dudo de que el joven estaba convencido de que decía una gran verdad. Recordé entonces que en mis casi 72 años siempre escuché a algunos economistas mediáticos esgrimir esa misma tontería, que ni siquiera ellos mismos creían. Sin embargo, y a pesar del tiempo transcurrido, las generaciones que les suceden la siguen repitiendo como un mantra. Pero este caso puntual me sirvió para reflexionar algo mucho más profundo, y es que en nuestro país, y diría que en el mundo también, se ha producido un cambio cultural significativo sin que lo notáramos, producto de un nuevo modo de dominación de los países centrales sobre los países dominados.
El cambio al que me refiero es que el mundo de la política ha ido quedando paulatinamente en manos de los economistas y, más precisamente, de los economistas que no entienden la economía como la ciencia social que es, sino que la reducen a una mera técnica financiera de ingresos-egresos-rendimiento-equilibrio. Incluso aquellos que no son economistas opinan como si lo fueran para no quedar apartados de la discusión. Debido a esta situación, hemos ido relegando sentido común frente a los mandatos de las variables económicas que supuestamente rigen nuestras vidas y regulan nuestro destino. Y de esta manera, las personas han ido perdiendo humanidad y se han transformado en un simple número de una estadística. Lo más lamentable es que hacer promesas que no se cumplen se ha convertido en un hábito y habilita a brindar la explicación rimbombante que justifica el engaño.
Y así estamos frente al nuevo modelo de dominación que utiliza el poder central sobre los países dominados. Los estudiantes logran sus títulos en su país de origen, aprendiendo en base a teorías y doctrinas de investigadores e intelectuales extranjeros porque son considerados la cuna del pensamiento reconocido. Posteriormente, el imperio les ofrece un sinnúmero de posibilidades para hacer posgrados, especializaciones, maestrías y doctorados, ya que sin estos certificados no pueden acceder a una carrera profesional exitosa. De esa forma, primero se garantizan que estén alineados a los designios del poder para luego colmarlos de títulos que los devuelven a sus países de origen con la chapa y prestigio suficiente para ordenar, o más bien ajustar, la economía de sus países. La mayoría de esas universidades, por más que nos las vendan como grandes centros de pensamiento e intelectualidad son, en verdad, una gran parodia que sólo expiden recetas armadas y de las cuales se egresa cumpliendo un único requisito: pagar la matrícula.
Lo dicho no implica que todos los economistas estén vendidos o colonizados por el poder central. Por suerte hay muchos y buenos que resisten el embate, pero la desproporción entre los que defienden el interés nacional y los colonizados ideológicamente es tan grande que, progresivamente, nos han ido cambiando el sentido común. Hoy todos los debates políticos incluyen economistas o son realizados sólo por economistas. Esto ha llevado a que lo único que recibe el televidente o el lector de un medio son datos y más datos de la economía y llega al paroxismo de que todo lo relacionado con las políticas sociales se discute en los suplementos económicos de los diarios, obviamente, escrito por periodistas especializados en esa materia.
Un buen ejemplo de esta nueva lógica tiene que ver con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El imaginario colectivo tiene instalada la idea de que el organismo, cuando le prestó los 57.000 millones de dólares a Mauricio Macri, le envió ese dinero en “verdes” o lo depositaron en algún lado. Pero en realidad, nada de eso sucedió. El FMI no presta dinero. A los países les da DEG (Derechos Espaciales de Giro), que no es una moneda, sino una especie de bono que sirve para ser utilizado para ampliar en forma ficticia las reservas o para pagar deuda con acreedores externos. Se representa con una canasta de monedas (euro, dólar, libra, renminbi chino y yen japonés), que –como todas las monedas– están sujetas a fluctuaciones. En definitiva, entregan un papel que dice valer un monto determinado y que curiosamente sólo sirve para pagarles a ellos mismos. Pero este proceso no es gratis: para darle esta especie de bono a los países, les cobran intereses suculentos, pero los deudores pagan en dólares contantes y sonantes. En verdad, es lo más parecido a los espejitos de colores con los que los españoles deslumbraban a los aborígenes americanos a cambio del oro que ellos poseían.
El efecto más dañino de todo el proceso son las llamadas condicionalidades, que el FMI suaviza con el término “recomendaciones”. Ello motiva que, por ese papel que recibió, el país tendrá que realizar una serie de medidas destinadas a garantizar el pago a los acreedores externos en detrimento de las necesidades de la población. Para que se entienda con claridad: nosotros vivimos en un país que tiene un 40,2% de pobreza y, si se siguen las recomendaciones del FMI, se profundizaría, ya que habría que disminuir aún más la ayuda social. Cuesta entender que una nación como la nuestra haya sido gobernada por un grupo de personas tan perversas que no dudaron en endeudarnos hasta el cuello, sabiendo que ello implica la pobreza extrema para millones de compatriotas, hombres, mujeres y niños condenados al mayor de los sufrimientos, que es el hambre.
Pero lamentablemente no se trata de un gobernante, sino que es una ideología: el neoliberalismo. Por ello, cuando me hablan de que tal o cual dirigente es mejor que Macri, replico que gobierne quien gobierne, si es neoliberal, la historia será siempre la misma. No sé si alguien cayó en la cuenta, pero en nuestro país hay más proporción de personas pobres que votos obtenidos por cualquiera de las fuerzas políticas en la última elección. Mientras tanto, la televisión nos atosiga de números sobre los bonos, el dólar y como van las negociaciones con el FMI. La pregunta que me surge es: ¿qué le interesa a una persona pobre cuánto valen los bonos, el dólar ni las negociaciones con el FMI? Su preocupación pasa por cómo va a hacer el día siguiente para traer un plato de comida a la mesa familiar. De eso no se habla en televisión, que entiendo es un medio masivo de comunicación y no un foro de especialistas intelectuales.
Con mucha honestidad, creo que la pérdida del sentido común es general. Abarca a los economistas, a los periodistas e incluso a grandes sectores medios de la sociedad. Un buen ejemplo ocurrió esta semana con las restricciones a la compra de pasajes en cuotas con tarjeta de crédito, una medida simple que protegía la fuga hormiga de dólares que hacían los bancos. Sin embargo, hablaron de corralito, tratando de infundir pánico en la sociedad. La desequilibrada de Patricia Bullrich se atrevió a decir que violaba la libertad de tránsito establecida en la Constitución. Todo desaforado. Bueno sería que esa energía fuera usada para ver cómo se distribuye mejor el ingreso.
Imaginemos que en vez de tanta discusión incendiaria respecto de las estadísticas económicas alguna vez se hiciera un debate sobre cómo se logra la mejor distribución del ingreso. Por ejemplo, sería muy interesante que se develara quién se queda con el crecimiento anunciado del 10% del producto bruto interno (PBI). Si los salarios siguen perdiendo contra la inflación, si los jubilados –con suerte– le empatarán, si los planes sociales son de montos misérrimos y sigue habiendo 40,2% de pobres, ¿quién se quedó con el crecimiento del 10% del PBI de estos meses? ¿No sería importante saberlo? ¿No sería saludable que en vez de hablar del costo de los títulos habláramos de por qué los sectores de poder económico tienen tantos privilegios y cómo terminar con ellos? Hay muchas cuestiones de este tipo que es fundamental discutir y sacar a la luz pública.
Próximamente habrá un debate sobre el préstamo del FMI. Creo que es un momento muy oportuno para empezar a discutir la economía con sentido común y que la política recupere su rol transformador de la realidad, dando una discusión no tan econométrica sino humana, pensando en las personas más que en los preceptos económicos impuestos. Que convoquen a debates parlamentarios donde discutamos la pobreza, pero también la riqueza; los programas sociales, pero también el Ingreso Básico Universal. Sería tan saludable que a esta altura parece una utopía, pero las utopías lograron el desarrollo tecnológico y humano del que gozamos en estos tiempos. Son todas decisiones políticas, sólo hace falta atreverse. Ya es tiempo.
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