El queso y los gobiernos

Un recorrido por la política europea actual

 

Cuando Charles De Gaulle pensó el actual diseño institucional francés, dispuso dotar de amplias prerrogativas al jefe político del país. La idea fija del general en 1958 fue fundar la Quinta República como un poder centralizado y legitimado por el voto popular, algo que consideraba indispensable para una nación de otro modo ingobernable pues, como bromeaba, ¿quién podía llevar las riendas de un país que tiene 246 variedades de quesos?

Sin embargo, estableció también la figura de un Primer Ministro elegido por el Parlamento (la Asamblea Nacional). El Presidente retenía su competencia en temas de política exterior y defensa, podía incluso disolver la Asamblea y vetar decisiones del Primer Ministro, que se ocupaba ante todo de los asuntos del país. Un semi-presidencialismo, pero fuerte.

Tras abolir la monarquía en un trepidante plebiscito celebrado en 1946, Italia adoptó un régimen político distinto, parlamentarista. El Presidente tenía escasas competencias, su cargo se reducía a ser un factor de equilibrio y ceremonial. La victoria de la Democracia Cristiana (DC) en 1948, agrupación imbatible hasta inicios de los ‘80, brindó una inestable estabilidad política muy alineada con Estados Unidos. Una década más tarde, el naufragio de esa Primera República italiana con el mega-escándalo conocido como mani puliti llevó a una crisis política general y abrió paso a una Segunda República en la cual desaparecieron los tradicionales partidos de la Primera: la DC, el Partido Comunista y el Socialista.

 

 

La inestabilidad cruza los Alpes

Los partidos habían dado muchas muestras de solidez; el poder político italiano, en cambio, estaba lejos de ostentar un vigor comparable. Desde 1946 hasta hoy, Roma vio pasar 68 gobiernos. Algunos duraron días o semanas. El inoxidable Andreotti, figura de la Primera República, protagonizó el más breve de ellos (nueve días). Encabezó también el más extenso del primer período (más de 600 días), pero de una manera u otra estuvo presente en casi todos. El récord de permanencia, ya en la Segunda República, aunque válido para toda la vida republicana del país, sigue siendo el del inefable commendatore Berlusconi (casi cuatro años, aunque menos que la dictadura de Mussolini). Ahora, una mujer neofacista está por superar el mejor resultado del admirado (no admirable) Andreotti y por lo visto aspira a quebrar la marca del mujeriego Berlusconi. En el fondo quizá anhela a compararse con su admirado Duce.

Meloni busca, con mucho éxito por el momento en el complejo trámite parlamentario, una reforma que establezca il premierato: se propone abolir la elección indirecta del Primer Ministro a través del Congreso para ofrecerle ese poder al electorado. De este modo, el Parlamento dejaría de ser un poder decisivo. Además, al candidato triunfante le corresponderían bancas adicionales para reforzar su mayoría y gobernar sin negociaciones continuas. Un engendro único entre presidencialismo y parlamentarismo.

En el fuerte semi-presidencialismo francés, Macron viene de naufragar en las elecciones europeas y, por decisión propia, parece destinado a hundirse todavía más en las parlamentarias a las que convocó de inmediato luego de disolver la Asamblea. Meloni, en un cargo inestable por definición e historia, hizo en contraste una airosa elección en Europa, lo que le imprime todavía más impulso a su plan para reformar el sistema italiano en nombre del pueblo soberano y de la mayor consistencia de los gobiernos que regirán su destino. El proyecto de Meloni levanta, para su personal provecho, demandas populares de participación y poder; Macron se desintegra ante los ojos de sus compatriotas como un miembro de la elite que da la espalda a los reclamos de los de abajo.

 

 

 

 

Trampas

Entre aquellos herederos del movimiento francés de 1968 que mantuvieron con obstinación sus políticas radicales se volvió habitual seguir calificando a las elecciones como trampas para bobos (o algún sinónimo rioplatense con la misma letra inicial). En nuestros días, uno de esos revoltosos de otra época, el filósofo Alain Badiou, no deja de repetir aquella antigua consigna cada vez que puede: Élections, piège à cons. La frase también fue el título de un famoso artículo de Jean-Paul Sartre. Este domingo puede ser el epitafio de Emmanuel Macron.

El Presidente francés especuló con que, después del triunfo de la ultra-derecha liderada por Marine Le Pen, Francia activaría los anticuerpos republicanos de la Nación, como sucedió en pasadas ocasiones, y él sería el único beneficiario del cordón sanitario que se establecería para impedir su triunfo. Pero no tomó en cuenta algunos aspectos. El primero es que la izquierda, de manera sorpresiva para todos, se unió de inmediato y parece en condiciones de liderar la oposición a la ultra-derecha, relegando a Macron y a su alianza a un lejano tercer puesto. Ese es el pronóstico realista; el más eufórico proyecta una victoria de la izquierda.

Esas especulaciones se respaldan en un segundo detalle, olvidado por el Presidente: la evidencia de que grandes sectores de las clases populares francesas ya no acuden a votar. La mitad del país ignoró la convocatoria a las parlamentarias europeas porque descree de la política. Como los estudiantes radicales de 1968, las considera una trampa para bobos a las que no hay que prestar legitimidad. Esta actitud reactiva es algo que la izquierda podría aprovechar en las legislativas si logra movilizar, al menos en parte, a ese electorado latente y reactivo. Pero es claro que mientras los jóvenes de 1968 rechazaban el voto con una actitud política, muchos de quienes hoy se abstienen lo hacen desde una postura anti-política y pasiva.

 

 

La ruleta anti-rusa

El tercer y último de los “detalles” olvidado por el banquero narcisista que gobierna en París es que su desprestigio iba necesariamente a descalificarlo como candidato útil para oponerse a una fuerza emergente de ultra-derecha que había sido estigmatizada y que ahora, al menos de palabra, complementa sus reivindicaciones nacionalistas y hostiles a los inmigrantes con demandas sociales progresivas. Esa demagogia se equilibra con la intensificación de contactos con la gran patronal del país con el fin de llevar tranquilidad a esa entidad metafísica denominada “los mercados”.

La derecha extrema adquirió ciudadanía (logró “des-demonizarse”) y despertó entusiasmos ante el fracaso de todo lo demás. En los últimos años, calibró su anti-europeísmo, insistió en mejorar el ingreso popular y disimuló su racismo. Insólitamente, atrajo incluso a cierto voto judío que considera las posiciones izquierdistas sobre el genocidio en Gaza como antisemitas. Jean-Marie Le Pen, padre de Marine y fundador de su partido, afirmó que las cámaras de gas habían sido un accidente en la historia. Pero Marine desplazó a su padre, le cambió el nombre a su partido y se reunió con Netanyahu. Los hijos no deben responder por sus padres. Ella es amiga de Israel. ¿Qué hay que temer? Es posible, sin embargo, que las bases históricas de Marine no secunden esas maniobras a las que pueden considerar sólo tácticas.

Por otra parte, sus posturas a favor de negociaciones de paz en Ucrania le ganaron el favor de quienes temen la perspectiva de una guerra contra Rusia más que insinuada por Macron. Lo impresionante es que, para ganar una batalla electoral, el Presidente no vaciló en coquetear con un conflicto continental y nuclear. Après moi le déluge, después de mí, el diluvio, pero Emmanuel II no es Luis XV, el autor de la frase.

Un médico y antropólogo, el académico francés Didier Fassin, resumió en The Guardian la lista de motivos que respaldan un tercer “detalle” inadvertido por la declinante figura del jefe del Ejecutivo francés: “Al inicio de su primer mandato [presidencial, va por el segundo], Macron se ganó el mote de “Presidente de los ricos”. Abolió el impuesto a la riqueza, implantó una tasa impositiva plana para las ganancias del capital y la bajó para las corporaciones. Restringió el acceso a los beneficios por desempleo, aumentó la edad jubilatoria, recortó las ayudas para que los pobres tuvieran una vivienda, limitó las indemnizaciones que los trabajadores podían reclamar por un despido injusto y debilitó el papel de los sindicatos en las negociaciones salariales. Mientras se desmantelaba el Estado de bienestar, la inflación subía. El resultado fue el crecimiento de la pobreza y la protesta popular”.

El gobierno, prosigue Fassin, reaccionó ante esa protesta de dos maneras. En el plano político ignoró incluso al parlamento para aprobar sin su consentimiento unas leyes regresivas. En el de seguridad, desplegó una enorme represión contra la protesta en las calles utilizando incluso armas y municiones prohibidas en la mayor parte de Europa. Llegó a autorizar a la policía a disparar contra aquellos que sorteaban sus controles y así aumentaron las muertes; multiplicó, además, las encarcelaciones.

Difícilmente Macron renueve sus credenciales en esta jornada que convocó de apuro para confundir y desorganizar a quienes sin duda lo vencerán. El resultado final sigue siendo incierto en algunos puntos capitales. Queda por saber si la ultra-derecha de Le Pen se alzará con todos los premios y nombrará un Primer Ministro sin esfuerzo parlamentario o si la oposición de izquierda la alcanzará electoralmente y le impedirá formar gobierno. Se abriría en ese caso una crisis política de proporciones.

Italia tiene ahora una conducción firme. Avanza, como De Gaulle hace casi siete décadas, hacia la consolidación de un poder central que unifique desde arriba los múltiples gustos en materia de quesos que también proliferan en la sociedad. Pero Francia vuelve a la dispersión que alarmaba al general. ¿Qué salida habría en ese caso en el país de las 246 variedades?

 

 

 

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