EL QUE SE QUEMA CON LECHE
Un programa claro y garantías de que será honrado, prerrequisitos para militar la fórmula Massa-Rossi
Las explicaciones acerca de cómo se llegó a la precandidatura de Sergio Massa no han atenuado las dudas de una parte de adherentes y militantes kirchneristas, referidas al curso que tomaría el proceso político y social en caso de que el precandidato alcanzara la presidencia. La militancia tiene claro que si el gobierno quedara en manos de la derecha dura el drama argentino alcanzaría niveles de tragedia, lo que no tiene claro es hasta qué punto el kirchnerismo, otra vez sin la lapicera, podrá garantizar un rumbo que responda a su base social en un gobierno de Massa.
Para fijar posiciones no alcanza con centrar la atención en las características personales de los protagonistas, tampoco en los análisis y especulaciones electorales: a la baja credibilidad que han sabido ganarse las encuestas agreguemos que por esta vía cuesta justificar la precandidatura de un ministro de Economía con una inflación anual superior al 100%. Explicaciones más aceptables están en otra parte.
La situación sociopolítica actual –como cualquier otra– se comprende mejor si se analiza lo ocurrido en los últimos años a nivel estructural. En efecto, aunque el procesamiento social de una crisis estructural suele no ser inmediato y depende también de otros factores, es importante analizar el vínculo entre la dinámica económico-social y los aconteceres políticos para distinguir los fenómenos “orgánicos” –en términos gramscianos– de los ocasionales o superficiales. En otras palabras, aunque en política siempre inciden factores aleatorios, no fue casual que Daniel Scioli haya sido el candidato en 2015, Alberto Fernández en 2019 y, como todo parece indicar, que Sergio Massa vaya a serlo en 2023.
De 2008 a 2019
Distintas investigaciones –como las del economista e historiador Eduardo Basualdo– dan cuenta de que las intensas jornadas del primer semestre de 2008 constituyen una clave para entender el presente: en el conflicto con las patronales del campo el kirchnerismo forjó su identidad política convirtiéndose en la nueva expresión nacional-popular del pueblo argentino, tradición que no cuestiona la base del capitalismo sino que busca –nada más y nada menos– consolidar un tipo de Estado cuyas políticas respondan prioritariamente a los intereses de los sectores populares. A partir de ese conflicto el kirchnerismo desafió abiertamente el intento de disciplinamiento del gobierno por parte de grandes grupos económicos locales, acreedores externos y el capital extranjero controlante de los servicios públicos. De esta manera, convirtió una derrota institucional en un triunfo político porque en lugar de retroceder o claudicar después del tristemente célebre voto de Julio Cobos, profundizó el enfrentamiento. Las políticas que ejecutó desde entonces hasta 2015 –no las meras declaraciones de pertenencia–establecieron su parentesco directo con el primer peronismo, sin perjuicio de sus diferencias.
Sin embargo, el kirchnerismo no había construido una fuerza política con vocación movimientista y orientación nacional-popular: el Frente para la Victoria resultó en los hechos sólo un instrumento electoral –lo mismo ocurrió después con Unidad Ciudadana y el Frente de Todos–. La oportunidad se había presentado con el histórico triunfo electoral del Frente para la Victoria ante el Partido Justicialista (PJ) conducido por Eduardo Alberto Duhalde en 2005, pero la decisión –estratégica– fue que la fuerza propia fuera el PJ, cuya trayectoria y composición no constituían hechos coyunturales sino orgánicos, de naturaleza política pero de origen estructural.
La carencia de una fuerza propia que permitiera organizar y potenciar la movilización popular fue uno de los impedimentos para la estabilización de una elevada participación de los asalariados en el ingreso, y para la consolidación de un nuevo patrón de acumulación –concepto que refleja una estructura económico-social, las luchas políticas y sociales que la conformaron y la composición del bloque de clases dominante que impone una forma de acumulación del capital–. Asimismo, es probable que esa organización política que no fue hubiese facilitado otro procesamiento social de las transformaciones realizadas entre 2003 y 2015.
En el contexto descripto y ante la imposibilidad de reelección de la Presidenta, en 2015 se impuso la candidatura de Scioli, surgida a partir de una activa intervención de gobernadores y algunos sindicatos. La derrota electoral en segunda vuelta fue tan ajustada como históricamente trascendente: consagró el primer triunfo de un partido de la oligarquía en comicios libres y condujo a un nuevo capítulo del régimen de acumulación por valorización financiera del capital, con sus nefastas consecuencias.
De 2019 a 2023
Es importante señalar que el proceso iniciado en diciembre de 2019 no fue ni podía ser equivalente a la experiencia kirchnerista que se desarrolló desde 2008: el FdT fue –como Unidad por la Patria (UP) ahora– un frente nacional. Para resistir al macrismo, Cristina convocó en 2017 a todos los agredidos por ese ensayo oligárquico: empresas pequeñas y medianas, sindicatos, capas medias y trabajadores en general; pero también se sumaron –agredidos o no– grupos económicos y sus expresiones políticas. Todas estas fuerzas sociales forman parte del frente y están presentes en las tres patas de la mesa política chica de UP, en la que Cristina representa a los sectores populares y a las políticas de cuño nacional-popular.
Para completar el cuadro, identifiquemos las fuerzas sociales que intervienen en la disputa presidencial. Aparecen dos propuestas antagónicas: la del kirchnerismo, con centro en el campo popular, y la del núcleo duro del macrismo –Macri, Bullrich–, que expresa prioritariamente al gran capital financiero y las corporaciones transnacionales.
Sin embargo, la realidad es más compleja: en las dos principales coaliciones que se enfrentan en la arena política se manifiesta una fracción del capital –en la que aparecen asociados capitales extranjeros, nacionales y oligarquías provinciales– que se mueve como pez en las aguas políticas y es parte activa en las contradicciones internas tanto en la UP, donde se cuenta entre los representados por Massa y Alberto Fernández, como en Juntos por el Cambio con Horacio Rodríguez Larreta como cara visible.
La diferencia está en que en JxC las distintas fracciones del capital ejercen el dominio de la alianza y la contradicción interna que protagonizan es secundaria: lo que importa como materia de fondo es que –a nivel estructural– comparten como propósito principal subordinar el trabajo, razón por la cual el objetivo político compartido es anular todo intento de gobierno nacional-popular, en el mejor de los casos suprimiendo derechos y en el peor eliminando adversarios políticos.
En nuestro frente la contradicción es entre capitalistas y trabajadores, de la que se deduce la importancia de ejercer la conducción.
La disputa por el gobierno del Estado es el reflejo de la añeja cuestión nacional argentina. El frente nacional, por definición, se constituye en el emergente político y social de uno de los términos de esa contradicción principal y en estos momentos asume un desafío adicional pero crucial: evitar que el fascismo de nuevo tipo encalle en nuestras costas.
No son reflexiones abstractas: en 2019 culminó la primera proscripción de Cristina; unos años antes, los sectores dominantes habían puesto en marcha un brutal ataque a través de la sincronización de medios de comunicación, Poder Judicial y servicios de inteligencia. Se instalaron distintas leyendas reproducidas por propios y extraños, que incluyeron desde verdaderas ficciones de corrupción hasta una nunca probada debilidad electoral cuando se parió aquella muletilla que publicitó el actual Presidente: “Con Cristina sola no alcanza, sin Cristina no se puede”, que cuestioné aquí apenas se puso en circulación. La estrategia de demolición alcanzó al ámbito familiar de los Kirchner y fue determinante en la decisión comunicada el 18 de mayo de 2019.
Luego, a medida que transcurría el mandato de Alberto Fernández, se ensayaron distintas maniobras –en algunos casos ante la indiferencia del gobierno, en otros con su participación– para bloquear la influencia de la Vicepresidenta y el peso político del campo popular, proceso en cuya cuenta hay que cargar la continuidad de la persecución a Cristina, el intento de magnicidio y la frustrada distribución progresiva del ingreso de los asalariados.
Un problema importante, que desde el comienzo generó creciente preocupación en el kirchnerismo y que inicialmente estuvo mal diagnosticado, fue el de la lapicera. Ni la lapicera fallaba ni Alberto Fernández era remiso a usarla: la usó unas cuantas veces en favor del gran capital y, por lo tanto, en perjuicio de los más vulnerables. Por ejemplo, la caída de reservas del Banco Central –no obstante haber contado con un importante superávit comercial que, entre otras cosas, hubiese permitido negociar en mejores condiciones con el FMI– no fue consecuencia de un error sino de una decisión política, funcional a la especulación de ciertos grupos económicos, como los importadores y los deudores privados en divisas; otro tanto ocurrió con la ayuda prestada a importantes conglomerados económicos durante la pandemia, sin exigir compensaciones como la cesión de acciones al Estado; y así siguieron los fuertes aumentos tarifarios, etc.
Se trata de la concepción que sostiene que el crecimiento económico debe obtenerse en base a incentivos al capital: “teoría del derrame” que, según una certeza ya universal, no es teoría ni produce derrame. Si el panorama no se agravó aún más para los sectores postergados fue por las intervenciones públicas de Cristina, en las que primero anticipó y después señaló el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría. Estas consideraciones no desestiman las adversidades que se sucedieron con la pandemia, la guerra en Europa y la sequía, sino todo lo contrario: esas fueron oportunidades que podrían haberse aprovechado si las decisiones hubieran apuntado a avanzar en otra dirección.
Como se desprende de la caracterización expuesta más arriba, tal comportamiento político echa sus raíces en la composición social del frente, y en una singularidad y su principal consecuencia: los hechos mostraron con elocuencia que –más allá de las intenciones– al ceder el manejo de la lapicera, la lideresa del sector mayoritario de la coalición había cedido la conducción del proceso económico.
La precandidatura de Massa
Con en el respaldo de la Vicepresidenta y de los gobernadores, el apoyo explícito de la CGT y de una parte del establishment, se estima –reitero– que el candidato de Unión por la Patria será Massa.
Massa no es Alberto Fernández y más allá de los discursos –el candidato Fernández tuvo un muy buen discurso de campaña– tiene aptitudes, un proyecto de poder que contiene a sectores populares y un partido político para impulsarlo, con mención especial de sus importantes relaciones norteamericanas. Todos atributos que pueden ponerse o no al servicio de un proyecto y gobierno populares.
Con lo dicho hasta aquí y si consideramos una de las famosas sentencias de Perón (“El hombre es bueno, pero si se lo vigila es mejor”), se entiende la relevancia central que adquieren un programa y las garantías de que será honrado. El complicado escenario internacional, la frágil situación del país y las condiciones críticas en que viven millones de compatriotas, seguramente habrán de contemplarse en el programa, que debería responder a la pregunta: ¿qué quiere hacer la Argentina de sí misma? Es decir, qué tipo de relaciones sociales se establecerán fronteras adentro y qué clase de vínculos fronteras afuera; lo que implica a su vez resolver quiénes van a pagar la deuda con el FMI, qué vamos a hacer con nuestros recursos de importancia estratégica, qué con el Poder Judicial, qué con los presos políticos, para nombrar algunos de los trascendentales asuntos que definirán el perfil del nuevo gobierno.
En el contexto someramente descripto y con los recaudos aludidos, pienso que el camino político más indicado es militar y movilizar en las primarias por la fórmula Massa-Rossi, y después mantener el estado de movilización para asegurar el triunfo del frente nacional, pero también como base de realización del proyecto popular, o de resistencia a la pérdida de derechos ante una eventual derrota electoral.
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