Acerca de la gran perspectiva del yacimiento de gas y petróleo no convencional de Vaca Muerta —sito en la provincia de Neuquén— como pieza clave para sacarnos de la crisis, vía el volumen de dólares que augura proporcionar tanto por el fluido que se exporte como por el que se deje de importar, han surgido voces que con buena inteligencia advierten que no todo es color de rosa. En la prevención más armada conceptualmente al pecado de la virtud se lo alude acudiendo al concepto de enfermedad holandesa. Escombrar el terreno en el que surgió y empezó a correr la categoría enfermedad holandesa posiblemente sugiera a los que la vienen usando con total buena fe, a buscar otra u otras categorías para exudar sus legítimas preocupaciones sobre la suerte y verdad de los procesos de desarrollo. Sucede que junto al mito del centro dependiendo de su desarrollo de las materias primas de la periferia, en especial las de energía dada su innegable importancia, el de la enfermedad holandesa solidifica ambos y en gran forma el sentido común que recoge y sistematiza el estatuto del subdesarrollo. El verdadero alcance de su contenido falaz se redondea con el examen del contexto en el que fue diagnosticada.
La introducción en el ámbito académico de esta categoría con el nombre de enfermedad holandesa (en inglés: dutch disease) data de 1982: un trabajo del economista australiano (nacido en Alemania) neoclásico y librecambista, Max Corden. La versión definitiva de ese trabajo, Corden la publicó en los Oxford Economic Papers, de noviembre de 1984 con el título: “Booming Sector and Dutch Disease Economics: Survey and Consolidation” (traducción posible: “El Boom en un Sector y la Economía de la Enfermedad Holandesa: Compendio y Consolidación”). Al comienzo del paper, Corden explica que “el término enfermedad holandesa se refiere a los efectos adversos sobre el sector manufacturero holandés de los descubrimientos de gas natural de los años '60, esencialmente a través de la subsecuente apreciación del tipo de cambio real holandés”. En la nota al pie de ese párrafo, Corden aclara que “la primera referencia impresa al término que he encontrado está en el artículo "La enfermedad holandesa" en The Economist, 26 de noviembre de 1977, pp. 82-3 […] Por cierto, se podría argumentar que la verdadera enfermedad holandesa en los Países Bajos no fueron los efectos adversos de la apreciación real sobre el sector manufacturero, sino más bien el uso de los ingresos del sector en auge para niveles de servicio social que no son sostenibles, pero que ha sido políticamente difícil de reducir”. (Cursivas nuestras.)
Al menos Corden era consciente de que, con los datos disponibles, no había forma de encubrir mediante una supuesta pérdida de competitividad que el objetivo de culpar a la apreciación real del tipo de cambio era tener a mano un argumento político poderoso para frenar las reivindicaciones salariales. Desde el momento en que las exportaciones son muy inelásticas (responden muy poco en forma inversa a la variación del precio), un aumento de su precio que redunde en una mejora en los términos del intercambio significa resultado comercial favorable.
En todo caso, la cuestión es con las importaciones. Si frente a un boom no se realiza sustitución de importaciones (al menos en una economía relativamente grande y compleja como la argentina) el aumento de las compras externas efectivamente tiene el potencial de arruinar la fiesta. Para un librecambista ortodoxo como Corden es inaceptable –y con él, para todo el abrumador resto de esa escuela—, aún sin desequilibrio comercial, que a partir de un aumento de las exportaciones generado por las ventajas comparativas, la libertad de importar provoque un enorme desempleo estructural y en lo que queda del día se tengan menos bienes con comercio que sin comercio. El curso más probable de la realidad no podía arruinar el mito del librecambio y entonces mejor enfermarla con el mito de la enfermedad holandesa.
Lo que realmente sucedió
Sobre lo que realmente sucedió en los Países Bajos en la óptica del padre de la criatura, The Economist (10/08/2017), la historia comienza cuando “en 1959, los geólogos descubrieron 2,8 billones de metros cúbicos de gas natural, el yacimiento más grande de Europa, debajo de la ciudad de Groningen en los Países Bajos. Se pensó que gas barato y libertad de las empresas para gastar en energía eran buenas noticias para toda la economía holandesa. Pero los precios más altos de exportación de gas en la década de 1970 aumentaron el valor del florín en un sexto, afectando la competitividad de los servicios y la manufactura holandesa. En 1977, The Economist llamó a esta maldición económica ‘enfermedad holandesa’". En un artículo anterior sobre el mismo tópico (05/11/2014) la centenaria revista inglesa había precisado que “desde 1970 a 1977, el desempleo aumentó del 1,1% al 5,1%. La inversión corporativa estaba cayendo. Explicamos el acertijo señalando el alto valor del florín, entonces la moneda holandesa”.
Lo que no explicaron es que entre 1960 y 1971 la balanza comercial holandesa fue siempre negativa, con una cuenta corriente positiva por los ingresos de las inversiones externas y que recién en 1972 la balanza comercial se volvió superavitaria y desde entonces salvo algunos años al final de los ’70 permanece ahí. Según datos de la OCDE, entre 1995 y 2013 el promedio anual del superávit de cuenta corriente holandés equivalió a 4,5 % del PIB. En los '60 los Países Bajos consolidaron su crecimiento, y si alguno mirando el Gini y el PIB per capita pide a los gritos inocularse el virus de esta curiosa saludable enfermedad holandesa, no sería de extrañar.
La verdad, explicar el desempleo holandés en los '70 —en medio de la recesión mundial que sucedió a la crisis del petróleo de 1973 por los avatares de la cotización del florín a raíz de los yacimientos de gas de 1959— sería una hazaña extravagante. En toda Europa en 1974 la progresión del salario real declinó y se aparearon las curvas de precios y salarios. La crisis del petróleo impidió que el salario nominal siguiera avanzando por encima del índice de precios y quizás incluso que continuara a la par. La reproducción ampliada extensiva se hizo imposible y los norteamericanos calificaron la situación de: unmanageable. De resultas, los mecanismos puestos en movimiento en los países de la OCDE (entre los que estaba y está Holanda) arrojaron 10 millones extra de trabajadores al desempleo después de la subida del petróleo de 1974 y otros 10 millones después de 1979-80.
Lo que sucedía realmente con la cotización del florín y que no tiene nada que ver con los yacimientos de gas lo explica un ensayo de 1968 de Michael Michaely, titulado “Balance-of-Payments Adjustment Policies: Japan, Germany, and the Netherlands” (Políticas de Ajuste de la Balanza de Pagos: Japón, Alemania y los Países Bajos) editado por el NBER. Michaely revisa la política del banco central holandés desde los '50 hasta la fecha de edición de su ensayo y encuentra que “durante el período analizado, el tipo de cambio no se consideró un instrumento adecuado para el ajuste de la balanza de pagos en los Países Bajos”. Y esto en razón de que “el uso de la revaluación de la moneda en este caso […] puede explicarse presumiblemente, ya que los formuladores de políticas argumentaron que cuando se tomó la medida fue sólo a raíz de una medida alemana similar. Dado que Alemania es un importante socio comercial de los Países Bajos, cabe esperar que la apreciación del marco intensifique en gran medida las tendencias del aumento de las reservas de divisas y el aumento de los precios en los Países Bajos”. Durante la crisis del petróleo, el marco se revaluó.
Sociedad de Socorros Mutuos
Un ángulo interesante del caso es contextualizar la fecha en que se enunció el asunto del enfermo imaginario: 1977. Se venía de años de aumento de las materias primas de la periferia. Como suele suceder, había ilusiones de que sería para siempre. Los países centrales reaccionaron en una manera que remite a las ideas de Raúl Prebisch sobre cómo resolver la crisis de las naciones subdesarrolladas. Al respecto, Rogelio Frigerio (el abuelo) —que siempre tuvo muy claro el papel que jugaba como burócrata internacional el inspirador económico de la Revolución Libertadora— refiere en el ensayo homónimo que “Prebisch propone que los países compradores de nuestros productos primarios nos devuelvan ese beneficio [generado por el deterioro de la relación de intercambio] que él llama 'adicional' y que nosotros aplicaríamos al financiamiento de nuestro desarrollo. Como se ve, toda una política de beneficencia internacional semejante a la que proponen algunos ingenuos reformadores sociales cuando recomiendan a los ricos que repartan sus ganancias entre los pobres”.
Pero ese espíritu de sociedad de beneficencia siempre estuvo y está presente en los diversos diagnósticos de la enfermedad holandesa. Christopher Adam, en el artículo de 2013: "Dutch Disease and Foreign Aid" (Enfermedad Holandesa y ayuda exterior) para The New Palgrave Dictionary of Economics, puntualiza que “los debates académicos y de políticas sobre la eficacia de la ayuda a menudo enfatizan la vulnerabilidad de los receptores a la enfermedad holandesa, a través de la cual las entradas de ayuda aprecian el tipo de cambio real, gravando así al sector exportable comercial con efectos potencialmente nocivos sobre el crecimiento. El miedo a la enfermedad holandesa es generalizado, a pesar de que hay poca evidencia decisiva de que los efectos de la enfermedad holandesa inducidos por la ayuda sean grandes o masivos entre los países pobres […] El lenguaje de la enfermedad holandesa continúa siendo utilizado como una metáfora de la amplia gama de preocupaciones de economía política asociadas con los aumentos repentinos de la ayuda”. Brendan Greeley —en el Financial Times (13/03/2019)— refiere que “todo el marco del análisis del sector de los productos básicos en auge [la enfermedad holandesa] es una condescendencia que reservamos para los países en desarrollo” y recomienda extenderlo a los países desarrollados.
Esto creó una inconfundible impronta ideológica en la que se señala que un aumento inesperado en los ingresos de exportación en una economía periférica por sus características innatas no se puede utilizar para la inversión y se gasta en bienes de consumo, mientras que la contracción repentina lleva al abandono de proyectos o la deuda. Queda sobreentendido que los gobiernos concernidos son incapaces de asignar el producto del aumento inesperado a un fondo de estabilización de su propia cosecha o, más simplemente, usándolo para borrar parte o la totalidad de su endeudamiento previo, consecutivo a la contracción repentina. O sea, en períodos de ascenso los gobiernos tienden a aumentar su gasto que será difícil de reducir en caso de una reversión de la tendencia. En caso de una baja, el desequilibrio de la balanza de pagos se ve agravado por una fuga de capital causada por las expectativas de los agentes económicos, los que saben que los gobiernos en cuestión serán incapaces de corregir la balanza por medio de liberar fondos acumulados en el alza previa o garantizarlos por medio de descuentos del alza venidera.
La cura
De resultas de todo, los grandes mentores del estatuto del subdesarrollo en caso de que al país lo ataque la enfermedad holandesa por medio de Vaca Muerta proponen terapia de adormecimiento salarial, no sea cosa que el desarrollo sea posible. Con el cuento de la competitividad, postulan que los salarios crezcan por debajo de la inflación y si se consigue, que eso haga crecer la economía más tarde vía exportaciones. Además que a la inflación la controla un tipo de cambio nominal que la acompaña. Todo baja de a poco, incluso el nivel de vida. No está de más recordar que el revival de la enfermedad holandesa tuvo lugar en las Jornadas Monetarias del Banco Central 2011, bajo la ingenua creencia de que el crecimiento lo impulsaba el tipo de cambio y no como en rigor sucedió el gasto interno por medio del aumento del gasto público.
En definitiva, la coartada de la enfermedad holandesa se desmorona cuando se cae en la cuenta de que todo el problema radica en saber si son los precios los que determinan que las remuneraciones sean altas o bajas conforme aquellos sean altos o bajos o son las remuneraciones las que determinan los precios. O sea en tomar nota del mecanismo del intercambio desigual. En el primer caso, son las condiciones objetivas del mercado las responsables de la brecha en los ingresos de los productores y, por lo tanto, de su grado de desarrollo. Por lo tanto, cualquier idea de apoyar o aumentar artificialmente los precios debe ser abandonada y lo único que podemos hacer es mitigar los efectos de sus variaciones mediante planes de compensación entre vacas gordas y vacas flacas que nos curen en salud de una eventual enfermedad holandesa.
En el segundo caso, al contrario es la remuneración exógena de los factores primarios y especialmente de la fuerza laboral, fruto de las estructuras sociopolíticas internas y, en particular, de la lucha sindical del país, lo que determina los precios de las exportaciones y las condiciones de mercado o, más correctamente, las que constituyen la más importante de esas condiciones. Entonces, el precio del mercado mundial no es objetivo ni trascendente. Es el resultado de ciertas acciones unilaterales o, en cualquier caso, de ciertas situaciones institucionales dentro del país vendedor. En última instancia, es un precio que refleja el nivel de desarrollo de nosotros como vendedores. No somos ricos ni pobres porque vendemos caro o barato, sino que vendemos caro o barato dependiendo de si somos ricos o pobres. “Así aprendimos en la experiencia viva que del fondo mismo de la derrota se puede avanzar hacia los mejores triunfos, si se cuenta con un método de interpretación de los hechos y si se encuentra el camino adecuado hacia la comprensión del procesos por parte de las masas”, razonó Marcos Merchensky en “Después de la guerra psicológica, una cita con el país”. ¿Por qué no?
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