El poder más odioso
La Justicia se muestra incapaz de abordar la corrupción interior que la carcome
Ninguna democracia es perfecta. La democracia es un ideal al que los pueblos se acercan lentamente, con avances y retrocesos. En algunas ocasiones, los protagonistas de las luchas políticas toman atajos indebidos, utilizando las instituciones para fines abyectos, desnaturalizando la finalidad para la cual fueron creadas. Uno de los recursos utilizados por los tahúres de la democracia consiste en formular denuncias penales basadas en hechos falsos, para denigrar o encarcelar a los opositores, con la complicidad de jueces y fiscales que se prestan a esas maniobras. En esto consiste lo que actualmente se denomina guerra jurídica o lawfare, una metodología que no es novedosa si recordamos que la razón de Estado fue invocada en el caso Dreyfus para tener 12 años en la cárcel a un inocente en la Francia de finales del siglo XIX. De modo que cuando el fiscal Sergio Mola, en el juicio de Vialidad, afirmó que “el lawfare no existe”, demostró una ignorancia supina sobre la cantidad de casos de lawfare que la historia judicial de los países democráticos registra. De esta imputación no se salvan ni siquiera algunas democracias moderadamente consolidadas, como la española, que durante el gobierno del Partido Popular ha ofrecido sonados casos de lawfare constatados y sancionados por los propios tribunales de Justicia. En este tema España ofrece un notable contraste con la Argentina, porque se demuestra que cuando las instituciones democráticas son sólidas, ellas mismas se encargan de depurar al detritus que ocasionalmente el sistema genera. Es la gran diferencia con la democracia argentina, donde el Poder Judicial se muestra incapaz de abordar la corrupción interior que lo ha invadido, y que se ha extendido como una gangrena por toda la rama federal.
El caso Rosell
En el año 2015 Victoria Rosell se desempeñaba como jueza en el Juzgado de Instrucción Penal 8 en Las Palmas de Gran Canaria. También era la portavoz de Jueces y Juezas por la Democracia, la asociación que en España nuclea a los magistrados y magistradas progresistas, enfrentada a la conservadora Asociación Profesional de la Magistratura. En octubre de ese año Rosell tomó la decisión de dejar la toga y sumarse al partido Podemos. Consiguió una banca de diputada nacional al obtener un notable resultado: el segundo puesto con 136.000 votos, a una distancia de solo 10.000 votos del Partido Popular. Al solicitar licencia en su juzgado fue sustituida transitoriamente por el juez Salvador Alba, quien en ese entonces presidía la Asociación Profesional de la Magistratura de las Islas Canarias. El nuevo juez, conservador, tramó desde el primer instante una maniobra judicial para imputar a la flamante diputada un delito de prevaricación. A estos efectos convocó a su despacho a Miguel Angel Ramírez, un empresario que Rosell había procesado por la comisión de un delito de evasión fiscal denunciado por la Agencia Tributaria. El empresario, sorprendido por la invitación del juez, había acudido a la cita portando un dispositivo de grabación que le permitió recoger toda la conversación, que duró más de una hora. La maniobra urdida por el juez consistía en atribuirle a la ex titular del juzgado un delito de prevaricación en la instrucción del sumario de Ramírez, tratando de vincular el caso con una relación comercial del empresario con un medio que pertenecía a Carlos Sosa, un periodista que era esposo de Victoria Rosell. Algunos diarios de la derecha conservadora dieron a publicidad entretelones del caso y esa información fue aprovechada por el ex ministro de Industria y Turismo del Partido Popular, José Manuel Soria, quien formuló una querella criminal contra Rosell ante la sala II del Tribunal Supremo. Soria, nacido en Canarias, había sido alcalde en Las Palmas de Gran Canaria y fue denunciado por corrupción urbanística en una investigación de Sosa. Si bien Soria salió absuelto en la investigación penal, no tuvo la misma suerte su hermano Luis Soria, que resultó condenado.
La querella de Soria fue admitida a trámite y Rosell perdió la condición de diputada al disolverse la cámara baja en abril del 2016. Al estar procesada no pudo volver a presentarse en las nuevas elecciones, que se habían programado para el 25 de junio. En mayo de 2016 se hizo cargo del Juzgado de Instrucción 8, en carácter de titular, la jueza Carla Vallejo, desplazando a Salvador Alba. A los pocos días el empresario Miguel Ángel Ramírez entregó a la nueva jueza el audio de la conversación que había mantenido con el juez anterior. A partir de ese momento, se precipitaron los acontecimientos. El juez Alba fue inmediatamente procesado por la jueza Vallejo y el Tribunal Supremo archivó la querella contra Rosell, que puede volver a presentarse en unas nuevas elecciones y recuperar su puesto de diputada. El juez Alba ha sido finalmente juzgado y condenado a seis años y medio de prisión. También fue excluido de la carrera judicial por el Consejo General del Poder Judicial, una sanción justificadamente adoptada tres años después de que se iniciara la conspiración que pretendía acabar con la carrera política de Rosell.
Las enseñanzas que se pueden obtener de este caso son varias y pueden trasladarse a la Argentina. En primer lugar, es evidente que ninguna democracia está exenta de que, tanto por libre iniciativa de un juez o en cumplimiento de un encargo de una autoridad política, se inicie un juicio penal con la clara intencionalidad política de encarcelar o desprestigiar a un rival político. Esto ha sucedido en España, como ha quedado perfectamente reflejado en la sentencia que ha dado lugar a la condena del ex juez Salvador Alba. En lo que se refiere a la Argentina, son pocas las personas que dudan que algunos de los procesos penales instruidos por el juez federal Claudio Bonadío –como en las causas Memorándum y Dólar futuro– se basaron en una manifiesta arbitrariedad, como lo han reconocido las cámaras federales de apelaciones que decidieron archivar esos procedimientos. No han sido estas las únicas causas en las que intervino Bonadío con la misma delicadeza paquidérmica, pero por el momento citamos solo aquellas en las que las maniobras judiciales quedaron definitivamente desbaratadas.
En el caso de la jueza Victoria Rosell, la iniciativa prevaricadora partió de un juez pero el resto del sistema no quedó contaminado y en cuanto aparecieron evidencias claras de la maniobra judicial cometida, todos los tribunales de alzada actuaron correctamente y sancionaron severamente al juez prevaricador. De igual modo, el Consejo General del Poder Judicial dispuso su destitución. En la Argentina, por el contrario, la corrupción institucional ha ascendido en la escala para alcanzar a algunos camaristas federales que están dictando resoluciones bochornosas, como la del arquero del Liverpool, Mariano Llorens, en el caso de la trama de espionaje que operaba desde la AFI de Gustavo Arribas. En otras causas, como las instruidas en el juzgado federal de Julián Ercolini, se han adoptado decisiones de una arbitrariedad manifiesta sin que ningún tribunal superior las corrigiese. De modo que aquí el problema reside en que hay jueces federales que toman decisiones arbitrarias porque consideran que serán luego respaldadas por los tribunales de alzada.
La Corte Suprema podría haber enderezado algunas de las causas torcidas si hubiera salido en defensa de las garantías básicas avasalladas por estos jueces. Pero ha preferido mantenerse al margen, tal vez para evitar oír el sonido cacofónico de las cacerolas. Por su parte, el Consejo de la Magistratura ha quedado paralizado por las luchas internas y las maniobras dirigidas a abducirlo, como las resoluciones de la Corte que han conseguido mantener en sus puestos a los camaristas irregularmente trasladados. El fallo por el que la Corte Suprema decidió que los jueces Pablo Bertuzzi y Leopoldo Bruglia podían continuar en sus cargos hasta tanto se hubieran realizado los nuevos concursos para ocupar sus vacantes se dictó en noviembre de 2020, hace dos años. Es decir que los jueces trasladados por Macri han gozado de dos años suplementarios para seguir haciendo de las suyas, y vaya a saber todavía el tiempo que permanecerán aferrados a esos puestos.
El sistema de garantías
Como señala Luigi Ferrajoli en Democracia y garantismo (Ed. Trotta), “las fuentes de legitimación del Poder Judicial se identifican por completo con el sistema de garantías, es decir, de los límites y los vínculos –primero entre todos el de estricta legalidad penal– dirigidos a reducir al máximo el arbitrio de los jueces para así tutelar el derecho de los ciudadanos”. Añade que sería un absurdo que el Poder Judicial actuara tolerando las violaciones a las garantías procesales y al mismo tiempo pretendiese garantizar la legalidad de los demás poderes públicos. “Por eso los magistrados tendrían que ser los primeros en defender y reivindicar, no sólo en la práctica judicial sino también en el ámbito de la legislación, el pleno respeto de las garantías penales y procesales como condiciones irrenunciables de su legitimación”. Esa labor está encomendada a todos los jueces, que debieran velar por expulsar del sistema penal todas las figuras indeterminadas, como por ejemplo la asociación ilícita, tan venerada por Bonadío y Ercolini. De igual modo, deberían neutralizar la coartada de someter a proceso las decisiones políticas que se adoptan en el marco de la reserva que corresponde a la gestión política, restituyendo a la intervención penal su carácter de extrema ratio. Es difícil imaginar que estas labores se puedan realizar simplemente desde el Congreso, con modificaciones legislativas. Si no surge del seno del Poder Judicial un movimiento progresista de jueces dirigido a devolverle legitimidad, será difícil conseguir resultados. Como ha señalado Ferrajoli, “todo debilitamiento de las garantías equivale a un debilitamiento de esa frágil frontera más allá de la cual ese instrumento de tutela de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos que es el poder de los jueces se transforma en lo que Montesquieu llamó ‘el poder más odioso’”.
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